Por: Gonzalo Chávez Álvarez |
Quien tuvo la idea de cortar el tiempo en rebanadas, decía Carlos Drummond de Andrade, fue un genio. Convirtió el paso del tiempo en un acto industrial de esperanza: cada doce meses nos convencemos de que todo puede empezar de nuevo. Reiniciamos la ilusión.
La democracia funciona con la misma alquimia. No hay calendario más poderoso que el de las urnas, ni acto más profundamente humano que creer, una vez más, que el futuro puede ser distinto solo porque cambiamos de número… o de presidente.
Cada elección, como cada año nuevo, es un ejercicio de fe cívica: la ciudadanía se sienta a la mesa del tiempo y corta su rebanada de esperanza. Prometemos que ahora sí habrá justicia, que la corrupción quedará atrás, que la economía respirará, que los jóvenes encontrarán oportunidades de empleo y emprendimiento y que el Estado, ese viejo leviatán adormecido, se pondrá de pie, aunque más pequeño. Es la misma ilusión que sentimos cuando el reloj marca la medianoche de año que comienza y juramos que esta vez iremos al gimnasio, ahorraremos, amaremos mejor.
En particular, esta elección fue, en términos técnicos y emocionales, espectacular. La ciudadanía boliviana ofreció una lección magistral de civismo y patriotismo, esa rara combinación entre paciencia institucional y fervor republicano, al demostrar que, incluso en medio del agotamiento económico y moral, aún sabe votar con serenidad y esperanza. En un país pequeño, con dificultades monumentales y presupuestos liliputienses, el acto de sufragio se convirtió en una épica silenciosa: la de un pueblo que, sin gritar ni romper urnas, logró enterrar, por vía democrática y con elegancia, a un gobierno autoritario e ineficiente. Un verdadero funeral cívico con voto de honor y certificado de defunción institucional.
Drummond decía que doce meses son suficientes para que cualquier ser humano se canse y se rinda. También lo son cinco años de gobierno. Aunque nosotros tuvimos que aguantar 20 años de un gobierno que destrozó la economía y la institucionalidad con gran talento.
Las promesas se desgastan, los ideales se erosionan, las utopías envejecen más rápido que los decretos, los canallas destruyen el futuro. Y justo cuando el país parece resignado, la democracia hace su milagro: nos ofrece la oportunidad de empezar de nuevo, de pasar la página, de escribir otra historia con otro número y, ojalá, con otra voluntad de creer.
Para este nuevo ciclo político, uno quisiera desearle al presidente Paz Pereira lo mismo que Drummond deseaba a sus lectores y seguidores: el sueño realizado, el amor esperado, la esperanza renovada, la economía estabilizada y el crecimiento con propósito reencauzado, y lo más importante, un país reconciliado, que apuesta a la justicia, y a la productividad.
Más aún, se le desea la acción y la determinación de un estadista, pero también la capacidad de soñar como un joven que acaba de descubrir que el amor por la patria no se hereda ni se impone, sino que se reinventa cada día, con la misma inocencia con la que se mira un amanecer después de la tormenta. Porque gobernar, al fin y al cabo, no es solo administrar realidades, sino mantener encendida la llama del sueño colectivo que nos recuerda, a pesar de todo, que Bolivia siempre tiene una nueva oportunidad de empezar en paz y ahora, con Paz.
También se espera que sus deseos sean grandes, tan grandes que no quepan en los límites del poder ni se reduzcan a la rutina del cargo. Que tenga el deseo insobornable: de servir, la esperanza tozuda de mejorar un país fatigado, y la humildad de reconocer que la democracia no es una fiesta de una noche, sino un trabajo de todos los días, que tenga el deseo luminoso de aumentar de manera significativa tanto la productividad de la economía como el coeficiente felicidad de la sociedad. Y comprenda que la única vía sostenible para lograrlo es apostar fuerte, sin complejos ni medias tintas, por el capital humano, el recurso renovable más valioso y el único que paradójicamente, crece cuanto más se usa
Así mismo, uno quisiera desearle a la ciudadanía algo más que paciencia. Se vienen tiempos muy difíciles. Que los amigos sean más cómplices en la construcción del bien común, que las familias sean más unidas para resistir los tiempos difíciles, que la vida colectiva sea mejor vivida y menos rabiosamente discutida. Que aprendamos a celebrar las diferencias como parte del mismo coro democrático.
Drummond, con su ironía suave, decía que ningún deseo es suficiente, que lo único importante es seguir deseando. Tal vez ese sea el secreto de las democracias: sobrevivir al cansancio, al desencanto, a la frustración, y volver a empezar. Creer que esta vez, con otro número en el calendario y otro nombre en el Palacio, algo puede cambiar.
El tiempo y la democracia comparten la misma fragilidad: dependen de nuestra fe. Y aunque esa fe se desgaste, siempre llega el milagro de la renovación. Porque al final, como en los versos del poeta, la esperanza no se decreta: se construye cada día, con deseos grandes y con pequeñas acciones.
Y entonces, una vez más, el país vuelve a respirar, a soñar, a creer. Porque empieza otra vez el tiempo, y con él, el milagro cívico de comenzar de nuevo.
La ciudadanía boliviana, esa vieja sabia que ha sobrevivido a todos los experimentos de la historia, ha vuelto a hacer su milagro: reinventar la esperanza en Paz. Lo ha hecho con la calma de quien mezcla fe y cansancio en un mismo vaso, dividiendo el futuro en periodos democráticos, como si el destino pudiera cocinarse por tandas de cinco años. Con el voto en la mano, esa herramienta tan humilde y tan poderosa, ha entregado al presidente Paz una tarea digna de epopeya: reconstruir no solo la economía, que a estas alturas parece el menor de los males, sino el alma misma de la nación.
Le toca ahora reencender la ilusión colectiva, desempolvar los sueños que la rutina y el autoritarismo enterró, reconciliar al país consigo mismo. No se trata solo de estabilizar cifras ni de domar déficits, sino de volver a creer. Y hacerlo protegiendo nuestro mayor tesoro: el capital humano, esa mezcla de ingenio, terquedad y ternura que respira en cada boliviano y que, bien cuidada, puede mover montañas, derretir burocracias y, si se le da la oportunidad, encender una nueva aurora para esta patria cansada, pero eternamente dispuesta a volver a empezar.
En suma, Bolivia le entrega a Paz, en paz, su tesoro más valioso: el mejor latido de su corazón y la mirada más limpia hacia el horizonte. Le entrega, sin reservas, la esperanza. No hay espacio para el error, ni refugio para la duda, ni indulgencia para la traición. No se le entrega un cheque en blanco, sino un puente inacabado que debe unir montañas y almas heridas y regiones, pasados rotos y futuros posibles. Ese puente, hecho de confianza y fe, solo se sostiene si se construye con verdad, justicia y valentía. Si fracasa, si se derrumba, la historia será implacable: el país volverá a hundirse en el mar denso de la incertidumbre, y las olas de la crisis arrastrarán incluso los sueños más nobles. Pero si logra cruzarlo, si cumple con la promesa de reconciliar, reconstruir y reinventar, entonces habrá conquistado lo que muy pocos gobiernos logran: que un pueblo cansado vuelva a creer… y que la esperanza, una vez más, lleve nombre propio.
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