Por: Johnny Nogales Viruez |
Hay gestos que dicen más que los discursos. En la ceremonia de entrega de credenciales en Sucre, el presidente electo optó por una vestimenta formal y sobria, acorde a la ocasión y a la investidura. El vicepresidente electo, en cambio, eligió una chaqueta que evocaba el siglo XIX, como si quisiera inscribir su presencia en la escena fundacional de Bolivia. El contraste no es menor: mientras uno transmitió sencillez y continuidad institucional, el otro pareció buscar un lugar en el imaginario heroico de la historia.
¿Tiene ese gesto algún significado? Puede parecer anecdótico, pero en la política no hay símbolos inocentes. Y menos aún en un país donde el poder ha demostrado, una y otra vez, su inclinación por la teatralidad como sustituto de la autoridad moral. La intención declarada del vicepresidente de usar uniforme policial, pese a haber sido dado de baja de la institución, suma otra señal inquietante; devela una inclinación a construir un personaje antes que a encarnar una función.
Quien ocupa una alta responsabilidad en el Estado debe saber que actúa bajo la lupa pública. No hay espacio para el juego simbólico personal ni para el despliegue de atributos épicos cuando la tarea es estrictamente republicana. Debe servir, no encarnar epopeyas; gobernar, no representar glorias imaginadas. La democracia se fortalece con modestia en la forma y rigor en el fondo.
Nuestra historia reciente ya nos enseñó lo que ocurre cuando la política se disfraza de liturgia. Durante el ciclo masista, se sustituyeron gradualmente los símbolos republicanos por una estética de poder personal: la chakana ocupó el espacio visual del Escudo en la papelería y las comunicaciones oficiales, la wipala fue convertida en insignia partidaria, y la entronización en Tiwanaku coronó al líder con un aura casi sagrada, confundiendo cultura con culto y tradición con hegemonía. No fue la identidad la que falló; fue su instrumentalización para sacralizar al gobernante. Ese experimento dejó heridas profundas. No podemos permitirnos repetirlo bajo nuevas formas ni con nuevos protagonistas.
Las señales importan. En su discurso, el vicepresidente no mencionó al presidente electo, aunque saludó a su familia. El presidente, en cambio, lo nombró tres veces. Ese contraste no es irrelevante. Tampoco lo es que voces del masismo ya insinúen que el vicepresidente podría asumir el mando “con el apoyo del pueblo”. Los caudillismos no nacen de la noche a la mañana; se alimentan de gestos y ambiciones que encuentran eco en la ansiedad de quienes buscan recuperar el poder perdido.
No se trata de sospecha anticipada ni de condena prematura. Se trata de prudencia democrática. Cuando los símbolos comienzan a disputarle espacio a las instituciones, cuando la estética quiere ocupar el lugar de la ética, la República debe encender sus alarmas.
Bolivia necesita sobriedad, sensatez y un compromiso radical con la institucionalidad. No héroes improvisados ni aspirantes a libertadores tardíos, sino servidores públicos conscientes del momento histórico que vivimos. La teatralidad conduce al extravío; la mesura, a la estabilidad.
Este país ya pagó el precio de confundir poder con puesta en escena. Por ello, la ciudadanía estará vigilante. La libertad no se defiende con símbolos, sino con conducta. Y la República no admite protagonismos personales; exige responsabilidad, respeto y humildad ante la historia.
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