Por: María José Rodríguez Beller |
En público ya nadie se avergüenza de decir “el masca coca”, “el paco ese”, “el colla…”. Cambian las palabras, pero no el veneno. Es el mismo racismo social que sostenía las frases más infames de aquella diputada chilena que tanto nos indignó. Levantamos el grito al cielo cuando la intolerancia viene de afuera, pero dentro del país esas voces se multiplican sin pudor. Las distancias se hacen casi infranqueables. Somos una nación partida, y parece que sin capacidad de aprender.
Este país me duele. Y me duele más porque la intolerancia y la división crecen como leche hervida cuando pelean por el poder dos binomios contrarios al MAS. Años de racismo solapado, de prácticas abusivas de las élites en el poder y más de veinte años de confrontación cultural sin aprendizaje real sobre la tolerancia y el respeto, nos dejan atrapados en un estrecha vía de odios y resentimientos.
¿Qué despierta estos odios si ya no se enfrentan masistas contra antimasistas? ¿Por qué las élites están dispuestas a perdonar los desatinos y torpezas de unos, pero no las de otros? Intuyo que tiene poco que ver con el contenido de lo que se dice, y mucho con el lugar de clase desde donde se habla. Las élites disculpan a los suyos por solidaridad de cuna y crucifican a los otros por el mismo motivo: porque vienen de abajo, porque no son “de los nuestros”. Nos revuelve la idea —todavía intolerable para muchos— de tener gobernantes que representen realmente a las mayorías.
El voto del 19 se definirá menos por ideología o propuestas que por sentimientos de pertenencia, prejuicio y estamento. Las élites pueden comprender y hasta justificar que Jorge “Tuto” Quiroga se haya aliado con un personaje cuestionado en cuanto a ética y moral, con sospechas no resueltas de violencia, racismo y deshonestidad. Lo excusan con condescendencia y dicen entre guiños: “bueno, es así nomás, pero eso no lo hace peligroso”. Porque el peligro se pinta de popular.
A Rodrigo Paz no se le perdona haber elegido a Lara. No por su falta de equilibrio o su exceso de pasión, ni por su torpeza al hablar, sino porque es un “paco”, alguien que viene de otro mundo social.
Pensemos un segundo: si un “colla” hubiera llegado el 24 de septiembre a Santa Cruz y, bajo el Cristo, felicitaba a Sucre, no salía en andas. Habría tenido que cubrirse de una lluvia de piedras mientras escapaba. Y, sin embargo, las élites paceñas permiten que un candidato a la vicepresidencia confunda el nombre de la sede de gobierno en su aniversario y salga sin pena y hasta con algo de gloria.
Las élites sonríen con esa condescendencia tan suya cuando dicen: “Tuto eligió mal, pero bueno…”. La imagen —no comprobada— de alguien conduciendo ebrio y pidiendo favores para evitar la ley, o la de un banquero que se apropia de los ahorros de miles, o de un político que insulta a la mitad del país, no los quema. Pero la decisión de Rodrigo, en cambio, sí. Se la castiga con furia por haber elegido a un tipo que vive como la otra mitad de los bolivianos. Atemoriza porque es parte del “populacho” y no lo disimula, porque tiene una causa y ella le apasiona, aunque no sea un intelectual ni un técnico.
Al final, lo que irrita no es la acción, sino el origen social de quien la ejecuta. Lo que se juzga no es la política, sino el linaje.
En vano se exigen propuestas: lo que realmente guiará la decisión del voto será la intolerancia y los sesgos racistas, conscientes o no, del votante.
Este domingo 19, el voto lo decidirán el miedo y la intolerancia. No la razón, no las propuestas. El miedo de clase, que se disfraza de sensatez. La intolerancia, que aprendió a hablar con modales.