“Todos los hombres desearían ser Dios si ello fuera posible, y algunos de ellos encuentran difícil admitir esa imposibilidad” –esto escribe con mano tersa el filósofo Bertrand Russell en su libro El poder–. Este deseo vehemente arde, sobre todo, en el pecho de los gobernantes como una antorcha con los ojos cargados de sangre. Para librarse de tal tentación extrema los romanos inventaron un recurso digno de alabanza que se perdió en la bruma de los tiempos: cuando un general se alzaba victorioso de una batalla memorable, le estaba reservada la doble cara de la sabiduría romana, un desfile de gloria donde era aclamado y vitoreado, pero detrás suyo y en medio de una carroza dorada, flanqueada por una multitud delirante, un esclavo le susurraba al oído como una incansable letanía: Memento mori (“Recuerda que eres mortal”). Con estas dos palabras de toque se pretendía conjurar que el general victorioso se creyera un dios, y recordarle, martillando su tímpano, que su poder y su éxito era pasajero como una ola que llega hasta un punto determinado y nunca más lejos.
A Evo Morales le sobraron aduladores, pero le faltó ese hombre justo que le recordara que no debía ir más lejos. A Luis Arce, siguiendo la saga, también le sobraron quienes taladraron su tímpano con trompetas que le convencieron que la corona de laurel era suya y de ningún otro. Ni siquiera de quien poco antes había sido aclamado como “jefe histórico”. Y que debía ir a por más con el MAS. Ahí están ambos, en la cuneta insensible, ingrata y parapléjica de la historia, donde ni siquiera quienes fueron beneficiados con las mieles del poder luego agradecen por su intenso sabor. Entonces vuelcan la cara y la entregan al nuevo astro que se encumbra deseo de voces alabanciosas, no del susurro de ese esclavo ingrato que trae palabras que un poderoso no quiere escuchar, que se resiste a escuchar porque lo destierra del olimpo y lo retiene a su humanidad perenne.
Hoy tenemos dos candidatos a la presidencia y dos a la vicepresidencia que requieren prestar atención a la vieja sabiduría romana. Y quien resulte ganador deberá buscar infatigable, como lo hizo el propio Marco Aurelio, el último emperador de la Edad de Oro del imperio romano, esa voz que le recuerde su mortalidad y el movimiento cierto del oleaje del poder. A diferencia de Roma, hoy esa voz no yace fuera, sino deberá buscarla dentro suyo. [P]