Un 10 de octubre de 1982, Bolivia inició un nuevo rumbo político: comenzó el periodo más largo de vigencia democrática desde su fundación en 1825. Como señala Carlos Mesa, hasta ese momento habíamos vivido más entre fusiles que entre urnas.
Cada elección en Bolivia renueva la esperanza de encontrar líderes capaces de transformar las profundas desigualdades que arrastra el país. Sin embargo, esa ilusión suele tropezar con la misma realidad: caudillismo, corrupción y una desconexión alarmante entre gobernantes y gobernados. Lo que debería ser un proceso de fortalecimiento democrático termina evidenciando la fragilidad institucional y el hartazgo ciudadano.
Pero este fenómeno no es exclusivo del poder. Los líderes no emergen del vacío. Son productos —y reflejos— de las estructuras sociales, del sistema político, y, sobre todo, de una ciudadanía que, por acción u omisión, legitima el estado actual de las cosas. Bolivia enfrenta una crisis de representación no solo por la falta de líderes éticos, sino también por una sociedad que, en muchos casos, ha abandonado el rol de vigilante y constructora de la democracia.
La crisis de representación: ¿Quién falta, el líder o el ciudadano?
Durante décadas, los partidos políticos fueron los vehículos naturales del debate ideológico y la representación popular. Hoy, en Bolivia, estos espacios han sido sustituidos por movimientos personalistas y alianzas oportunistas que priorizan el acceso al poder sobre el diseño de un proyecto nacional.
Más del 70% de las organizaciones políticas inscritas en las últimas dos décadas desaparecieron tras su primera elección, según datos del Tribunal Supremo Electoral (TSE, 2023). Este fenómeno evidencia la débil institucionalización de los partidos, convertidos en simples trampolines para candidatos que, en muchos casos, se erigen como “salvadores” sin propuestas concretas.
Al otro lado de la ecuación está la ciudadanía. Es común escuchar críticas hacia la clase política, pero menos frecuente es la autocrítica social. Elegimos por afinidad emocional, por carisma o por rechazo visceral, y no por propuestas de gobierno. Después de las elecciones, abandonamos nuestra responsabilidad cívica hasta la siguiente crisis.
Un informe del PNUD (2022) reveló que solo el 35% de los bolivianos participa en veedurías ciudadanas, lo que refleja un preocupante nivel de pasividad ante la gestión pública. Esta desconexión alimenta un círculo vicioso en el que la falta de control permite el abuso, y el abuso refuerza la desconfianza.
Corrupción: La epidemia normalizada
Hablar de corrupción en Bolivia es tocar una herida abierta que supura impunidad. No se trata de hechos aislados, sino de un sistema que reproduce prácticas como el nepotismo, el clientelismo y la compra de lealtades. Según la Fundación Jubileo (2023), el 43% de los altos cargos en gobiernos subnacionales están ocupados por familiares directos o cercanos a autoridades electas. Esto no solo atenta contra la meritocracia, sino que afianza redes de poder cerradas y opacas.
Además, el uso de programas sociales como moneda de cambio electoral es otra forma extendida de corrupción. Se ofrecen empleos, subsidios o favores a cambio de votos, lo cual erosiona la autonomía del electorado y distorsiona la competencia política.
El resultado es devastador. Transparencia Internacional calcula que Bolivia pierde anualmente alrededor del 8% de su PIB a causa de la corrupción. La CEPAL, por su parte, ubica al país como el tercero más desigual de América Latina, una consecuencia directa del mal uso de los recursos públicos. La desconfianza también se ha institucionalizado: según Latinobarómetro (2023), el 82% de los ciudadanos desconfía de sus autoridades.
Los valores perdidos y la urgencia de reconstituirlos
La crisis política boliviana no puede resolverse únicamente con nuevas leyes. Requiere un cambio cultural. Demandamos coherencia, transparencia y participación de nuestros líderes, pero ¿practicamos esos mismos valores en nuestros entornos cotidianos?
Cuando toleramos el “contacto” para conseguir un trabajo, cuando justificamos el "favorcito" en la alcaldía, o cuando evitamos fiscalizar a nuestras juntas vecinales, estamos perpetuando los mismos vicios que criticamos. Solo el 20% de los jóvenes bolivianos se informa sobre propuestas electorales antes de votar, según la Encuesta IPSOS 2023. Esto refleja una ciudadanía aún débil, sin herramientas críticas ni hábitos democráticos consolidados.
Revertir este panorama requiere acciones a múltiples niveles. Primero, impulsar una ciudadanía activa: fomentar veedurías permanentes, exigir debates públicos con métricas claras y fortalecer los mecanismos de control social sobre la gestión pública. Segundo, promover reformas institucionales: una nueva Ley de Partidos que obligue a la democracia interna, formación ideológica obligatoria, y un sistema judicial donde la elección de autoridades incluya participación ciudadana. Y finalmente, sembrar una cultura de integridad desde la escuela, premiar a gobiernos transparentes y generar incentivos para la ética pública.
Nuevos desafíos: la era digital y la desinformación
Un aspecto cada vez más relevante es el impacto de la tecnología y las redes sociales en la política boliviana. Si bien las plataformas digitales han facilitado la organización ciudadana y la denuncia de irregularidades, también han abierto la puerta a la desinformación, la polarización y la manipulación del voto.
El uso de “fake news” y campañas de desinformación ha sido documentado en los últimos procesos electorales, dificultando aún más el acceso a información veraz y el debate informado. Para fortalecer la democracia, es imprescindible educar a la ciudadanía en el pensamiento crítico digital y promover la transparencia en la comunicación política.
¿Es posible cambiar? Lecciones desde el extranjero
Aunque el panorama boliviano es complejo, hay países que han superado escenarios similares. Costa Rica, por ejemplo, enfrentó a finales del siglo XX una ola de escándalos de corrupción que golpeó su clase política. La respuesta fue una reforma profunda del sistema judicial, el fortalecimiento de órganos de control y la incorporación activa de la sociedad civil en los procesos de fiscalización. Hoy, Costa Rica se ubica entre los países más transparentes de América Latina.
Chile, por su parte, ha implementado mecanismos de presupuestos participativos a nivel municipal, donde los ciudadanos deciden directamente en qué invertir parte del presupuesto local. Esto ha permitido mayor participación y transparencia en la gestión pública.
Uruguay, por otro lado, destaca por su estrategia de digitalización del gobierno. A través de plataformas electrónicas, cualquier ciudadano puede consultar en tiempo real el uso de recursos públicos. Además, ha integrado la educación cívica como parte esencial de la formación escolar, lo que ha contribuido a consolidar una cultura democrática fuerte y sostenible.
Conclusión: La democracia como reflejo
Bolivia no necesita un líder iluminado, necesita un pueblo despierto. La política no cambiará hasta que dejemos de ver al Estado como una fuente de favores y comencemos a verlo como un espacio común que debemos vigilar, proteger y construir.
La próxima vez que señalemos a un corrupto, preguntémonos si nosotros también callamos frente a la injusticia. Cuando exijamos propuestas, cuestionemos cuántas analizamos antes de votar. La democracia no es un espectáculo que se consume cada cinco años; es una tarea diaria.
La Bolivia que anhelamos no se forjará en un palacio, sino en la conciencia de cada ciudadano que decide dejar de ser espectador para convertirse en arquitecto de su destino.