Por: Gonzalo Villegas |
La aprehensión de Luis Arce no sorprendió a nadie; lo que sí sorprendió fue el silencio monumental que la acompañó. Un silencio tan profundo que ni los parlantes estatales —esos que alguna vez retumbaban con el repetido “¡LUCHO NO ESTÁS SOLO!”, al mando entusiasta de Edgar Montaño— se animaron a emitir un susurro. Parece que el fervor militante dura lo mismo que un contrato eventual: mientras cobras, aplaudes; cuando el jefe cae, desapareces como si nunca hubieras existido.
Y Arce cayó solo. Solo como vivió.
Nunca logró construir una familia estable. Su vida privada fue siempre una cadena de rupturas, distancias y decisiones que dejaron más heridas que afectos. El episodio en el que embarazó a la novia de su propio hijo no solo reveló caos emocional, sino una profunda incapacidad de respetar límites básicos de cualquier convivencia humana. Hoy, mientras enfrenta su propio proceso, sus hijos también lidian con los suyos. No hay hogar que lo reciba, no hay mesa familiar que lo aguarde. Su segunda esposa, adelantándose a este epílogo, ya había iniciado el divorcio hace tiempo.
Tampoco aparecen los amigos. Claro, para eso habría que haberlos tenido alguna vez. Arce confundió obediencia con lealtad, protocolo con cariño, subordinación con afecto. Los ministros que sonreían lo hacían por cálculo; los militantes que lo ovacionaban lo hacían por obligación; los funcionarios que lo acompañaban lo hacían porque el Estado paga puntualmente. Arce creyó que eso era cercanía humana. Creyó que eso era amistad.
Hoy, en su peor momento, no hay una sola voz relevante que salga a defenderlo.
Ni una.
No hay marchas, no hay comunicados, no hay sindicatos indignados, no hay movilizaciones de emergencia. Ni siquiera los comentaristas orgánicos del oficialismo desperdiciaron tinta en él. Se esfumaron con la misma velocidad con la que se repartían cargos.
Es la soledad perfecta: la soledad que uno mismo construye ladrillo a ladrillo.
La ironía es brutal. Arce, que dirigió la economía de un país entero, jamás supo dirigir su propia vida emocional. Gobernó un Estado, pero nunca gobernó un hogar. Movilizó millones, pero no logró convocar un solo abrazo sincero. Fue aplaudido en actos multitudinarios, pero no fue querido por nadie en serio.
Y aquí hay un punto que no se puede obviar: el legado del evismo se redujo al saqueo del Estado sin importar absolutamente nada. Tras años de discursos épicos y promesas revolucionarias, lo único que quedó como herencia fue un aparato voraz que destruyó instituciones, manipuló conciencias y normalizó la corrupción como método. Arce es el reflejo patético de ese sistema, pero no su único fruto.
Lo que le espera a Evo Morales es aún más escalofriante. No por tribunales ni por fiscales —esos van y vienen— sino por la tormenta de conciencia que inevitablemente alcanza a quienes creyeron que el poder era eterno. La vida tiene una forma peculiar de ajustar cuentas: te recuerda que te mueres y no te llevas nada. Ni la coca sagrada, ni los miles de millones administrados, ni el culto a la personalidad, ni los aplausos obligados. Nada.
Y aquí aparece la reflexión moral inevitable.
Hay una vieja enseñanza que dice que el poder revela quién eres.
Cuando Arce tuvo poder, reveló frialdad, distancia y cálculo.
Ahora que lo perdió, la vida le revela otra verdad más dura:
los vínculos que no construyes cuando estás arriba no aparecerán para sostenerte cuando estás abajo.
Al final, la caída de Luis Arce no es solo política.
Es existencial.
Es la demostración de que el poder sin humanidad se evapora, y que la vida sin afectos termina sola, incluso antes de que cierren las rejas.
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