Por: Hernán Terrazas |
Las campañas quedaron atrás y la guerra sucia también. En menos de una semana el presidente Electo demostró que no era el “caballo de Troya” del MAS, ni aliado de Evo Morales, ni el ínterprete de una nueva versión del socialismo del Siglo XXI. En suma, dejó en evidencia cuánto se mintió en los días previos al balotaje y cuán incautos – con todo respeto - fueron los muchos que repitieron esa narrativa como si fueran víctimas de una asombrosa hipnosis.
Si lo que se dijo hubiera sido real, a estas alturas Rodrigo Paz estaría envuelto en una bandera roja, celebrando con chicha y un plato de tambaqui, en un almuerzo de camaradería en el Chapare, junto a un capitán Edman Lara devenido en protagonista de un reloaded del “proceso de cambio”.
Pero no fue así. Todo lo contrario. A Paz le dieron la bienvenida presidentes y representantes de la mayoría de los gobiernos democráticos, incluido el de Donald Trump, a través de su poderoso secretario de Estado, Marco Rubio. Los que le dieron la espalda, de entrada, fueron los países de el ALBA, Nicaragua, Cuba y Venezuela, todos regímenes autoritarios y “socialistas” de los dos siglos.
No es que el mandatario electo se hubiera alejado repentinamente de la izquierda en la que forzosamente lo habían ubicado sus adversarios, sino que nunca estuvo allí, ni representó esa manera de ver la realidad.
Durante la campaña las redes sociales crearon una realidad paralela, la otra película de una elección decisiva, en la que se explotaron las fobias, los miedos más básicos y los traumas de ciertos sectores de la sociedad, con el propósito de incidir en los resultados electorales.
Era una apuesta por el clásico de los buenos – decentes, serios, educados y políticamente conservadores –, contra los malos – izquierdistas, medio hippies, liberales en el sentido progre, muy apegados al discurso social y de esos que insisten en rescatar algo bueno del pasado inmediato -, para inclinar la balanza en dirección al candidato impoluto, virtuoso y devoto de todas las vírgenes nacionales, amén.
Mientras la realidad encajó en el guion, mientras los asistentes se sintieron parte de la película y representaron el papel para el que fueron convocados por el director, las cosas iban más o menos bien y hasta se había creado un espíritu de equipo, la sensación compartida de que todos formaban parte de una misma historia y estaban llamados a ser los salvadores de la patria que iban a evitar una nueva recaída en la trama popular.
Pero en la película, los “extras” se rebelaron y armaron su propia historia. Fue una sorpresa para un director acostumbrado a que todo se acomode perfectamente a sus deseos y necesidades, y dejó una sensación de estafa para las “estrellas” cuyos nombres aparecían en la marquesina, porque el desenlace no era el que les habían prometido y porque, peor aún, los espectadores no eran solo los que les habían dicho, sino que había otros, decididos a irrumpir para cambiar irreverentemente el argumento.
Fue el Black Mirror nacional, la simulación de la realidad, el mapping electoral que se proyecta en los muros de aspiraciones postergadas, la apelación al suspiro colectivo, la convocatoria nostálgica de los viejos héroes, de los únicos capaces de ponerle un hasta aquí a los intrusos que se apropiaron de la escena nacional durante tantos años.
Pero los espectáculos tienen un inicio y un final, las pantallas se apagan, los mitos se esfuman, y la vida sigue su curso, caprichosa en sus definiciones, reacia a aceptar argumentos de cartón, y el encuentro con la realidad no necesariamente es tan amargo, porque las derrotas de unos nunca son las de todos, y porque los caballos de Troya finalmente no son más que parte de la escenografía que los responsables del montaje comienzan a levantar.
.jpg)




%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1)%20(1).jpeg)
