No basta con que las urnas estén abiertas si las ideas están proscritas. La democracia no se mide por la cantidad de mesas instaladas, sino por la garantía efectiva de que todas las fuerzas políticas puedan concurrir sin miedo, sin bloqueos, sin limitaciones y sin vetos impuestos por los dueños de un territorio.
La advertencia reciente del viceministro de Régimen Interior, Jhony Aguilera, desnuda una realidad que se pretendía ignorar: en el Trópico de Cochabamba (histórico bastión de Evo Morales) existe un control político del territorio que ha expulsado a la Policía, restringido el ingreso de instituciones estatales y convertido la región en un espacio donde el poder ilegítimo se ejerce sin pudor.
Según Aguilera, la imposibilidad de retornar con normalidad a la zona responde a que “no hay condiciones de seguridad” y a que sectores movilizados - al amparo y bajo las órdenes de un liderazgo político - ejercen una autoridad paralela que decide quién puede entrar y quién debe callar. Si esto ocurre en tiempos ordinarios, ¿qué puede esperarse en un proceso electoral marcado por la desconfianza y la amenaza latente de violencia?
La respuesta llegó pronto. En las últimas horas, el propio ministro Álvaro Ruiz tuvo que salir a repudiar públicamente las amenazas de los grupos evistas que anunciaron que impedirán la campaña de cualquier candidato no alineado con Evo Morales y que, si no se acepta su exigencia de rehabilitarlo, boicotearán las elecciones en toda la región. Con absoluta impunidad, esos grupos han advertido que obligarán a los adversarios a vender sus tierras y abandonar el trópico si se atreven a disputar su hegemonía. Si no hay Evo en la papeleta, no habrá elecciones. Así de claro. Así de brutal.
La amenaza no se quedó en palabras. Este fin de semana, la casa de campaña y los afiches de la Alianza Popular - organización política que postula a Andrónico Rodríguez - fueron atacados y destruidos en el municipio de Yapacaní. El hecho reviste especial gravedad, no sólo por su carácter violento, sino porque se trata de un hijo del propio Chapare, formado bajo la tutela de Evo Morales y considerado durante años su pupilo más aventajado. Que ni siquiera él pueda ejercer libremente sus derechos políticos revela hasta qué punto el caudillismo ha derivado en una lógica de exclusión total.
La historia electoral de Bolivia tiene múltiples episodios de mesas anuladas por esa combinación tóxica de coacción y ausencia de participación plural. En 2002, varias mesas rurales del Beni fueron suprimidas porque los votantes eran conducidos en bloque a sufragar bajo la vigilancia de dirigentes locales. En 2006, durante el referendo autonómico, el Tribunal Supremo Electoral anuló 42 mesas donde se impidió el ingreso de opositores y periodistas. En 2011, brigadas de cocaleros en Shinahota y Villa Tunari atacaron buses con material electoral y expulsaron a los delegados de control, obligando a anular mesas por violencia política. Y en 2019, recintos del exterior y regiones rurales de Pando registraron bloqueos deliberados que derivaron en la anulación de actas enteras, según la auditoría de la OEA.
La pluralidad no se reduce al día de la votación. Antes de que se abra una sola urna, la democracia exige que todas las fuerzas políticas puedan ingresar a las comunidades, explicar sus propuestas, hacer campaña sin amenazas y ejercer su derecho a la propaganda electoral. Si estos derechos son obstruidos durante semanas o meses por el control territorial, el acto de votar deja de ser libre y se convierte en la última escena de una obra cuyo guion ya fue impuesto por la coacción.
Todos estos precedentes nos enseñan algo básico: una mesa donde no se permite la vigilancia plural ni la libre expresión del voto no es una mesa democrática. Es apenas un ritual vacío, un simulacro para convalidar un resultado que no nace de la soberanía popular, sino de la intimidación.
La pregunta es directa: ¿qué haremos si el 17 de agosto vuelven a reproducirse en esas zonas los mismos patrones de hostigamiento? ¿Qué garantía tendrán los partidos, los medios y los ciudadanos que pretendan ejercer sus derechos políticos en territorios donde el Estado no manda?
La respuesta no puede ser mirar a otro lado. El Tribunal Supremo Electoral está llamado - por mandato constitucional y legal - a velar porque el voto sea libre, igual, universal, directo y secreto. Y si en algún recinto estas condiciones no existen, la única medida justa y legítima es anular las mesas. No por cálculo político ni por revancha partidaria, sino porque aceptar elecciones vigiladas por comités de control paralelo sería convalidar una democracia secuestrada.
Ningún territorio puede convertirse en feudo electoral. Ningún ciudadano debe verse obligado a elegir entre votar o preservar su seguridad. La democracia no es un favor concedido por quien controla un pedazo del mapa: es un derecho esencial que debe ejercerse en condiciones de plena igualdad.
Si permitimos que las zonas de control político impongan su ley, si aceptamos que la pluralidad sea sustituida por la obediencia, estaremos enterrando cualquier ilusión de transparencia. Entonces, las mesas que no permiten la participación plural no son mesas de votación: son altares donde se inmola la voluntad popular y se consagra el capricho del mandamás. Los votos así emitidos deben ser anulados.
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