Por: @gatovillegas |
Susana Bejarano, autodenominada analista política, lleva años transitando los pasillos del poder con el disfraz de independencia intelectual. Una escena la retrata con precisión: tres horas de entrevista a Evo Morales en el avión presidencial, mientras el caudillo sobrevolaba Bolivia como un dios menor, con ella ejerciendo no tanto el periodismo, sino el acompañamiento ideológico. Ahora, fiel al libreto del reciclaje masista, Bejarano aparece como candidata a senadora por La Paz, bajo el ropaje del MTS, esa franquicia de ocasión con la que el MAS intenta volver al escenario bajo otra máscara, esta vez la de Andrónico Rodríguez, alumno obediente del viejo patrón.
Del otro lado de la cama —literal y políticamente— está su esposo, Fernando Molina, quien desde hace años juega a ser la conciencia crítica de la República, pero no ha dudado en arrodillarse ante el poder empresarial. Candidato a diputado plurinominal por Unidad Nacional, Molina acompaña hoy a Samuel Doria Medina, de quien fue biógrafo, asesor y vocero oficioso. Nada mal para alguien que se presentaba como pensador incómodo y defensor de la ética pública.
Lo que vemos aquí no es una contradicción, sino una perfecta coherencia dentro del cinismo contemporáneo. Mientras uno rema en la balsa de la socialdemocracia de cartón, la otra surfea la ola del populismo disfrazado de novedad. La fusión del autoritarismo plebeyo con la tecnocracia acomodada. Ni izquierda ni derecha, ni revolución ni república: simplemente una alianza matrimonial por conveniencia ideológica.
¿Se sentarán a la misma mesa después de los mítines?
¿Compartirán la cama luego del reparto de curules?
Desde luego. En Bolivia, el poder también es asunto doméstico.
Así se consolida la nueva elite: sin vergüenza, sin pudor y sin principios, pero con cargos y candidaturas aseguradas. El populismo y la socialdemocracia, cuando dejan de fingir que se odian, terminan durmiendo juntos. Y como siempre, es Bolivia la que paga la cuenta.