Por: Gonzalo Chávez Álvarez |
Después de seis meses de silencio
estadístico, el Instituto Nacional de Estadística (INE) publicó finalmente el
dato oficial de crecimiento económico de Bolivia para 2024: apenas 0,74 %. Una
cifra decepcionante que contrasta con el optimismo inicial del gobierno, que
había presupuestado un 3,71 %. El país, sencillamente, no crece.
Desde 2014, Bolivia ha experimentado
una desaceleración paulatina. A la caída de los precios internacionales del gas
natural, nuestra principal fuente de divisas por más de una década, se sumaron
factores internos como la reducción de la inversión pública, desajustes
macroeconómicos, quiebra de las instituciones, escasez de divisas y
combustibles, y un entorno político marcado por la conflictividad y la
desconfianza. Todo esto ha debilitado seriamente las capacidades del país para
generar crecimiento sostenido.
Pero más allá de los problemas
coyunturales, la economía boliviana enfrenta dificultades estructurales: una
productividad estancada, especialmente en el capital humano, y un modelo de
desarrollo que ya no responde a las nuevas exigencias del entorno global.
La evolución del Producto Interno
Bruto (PIB) en la última década confirma este debilitamiento progresivo. En
2013 se registró el mayor crecimiento del ciclo, con una tasa del 6,8 %, en el
apogeo del auge exportador de materias primas. A partir de entonces, comenzó
una desaceleración sostenida: 5,0 % en 2014; 4,9 % en 2015; 4,3 % en 2016; y
4,2 % en 2017 y 2018. En 2019, ya antes de la crisis política y sanitaria, el
crecimiento se redujo al 2,2 %. Luego vino la pandemia y el retroceso fue
abrupto: en 2020, la economía cayó -8,7 %. El rebote estadístico de 2021, con
un 6,1 %, no logró cambiar la tendencia estructural. En 2022, el crecimiento
bajó al 3,6 %, en 2023 al 3,1 %, y en 2024 tocó fondo con un magro 0,74 %.
Muchos economistas advirtieron
oportunamente sobre este escenario. Algunos estimaban un crecimiento cercano al
1 %, cifras que fueron desacreditadas por el discurso oficial. Las críticas se
respondieron con descalificaciones ideológicas, en lugar de con argumentos
técnicos. Pero los datos han terminado por imponerse.
También con datos oficiales, la inflación
general interanual (junio del 24 a junio del 25) es del 24% y la subida de
precios es casi 38%.
Hoy, Bolivia ha entrado formalmente en
un proceso de estanflación, una combinación de estancamiento económico e
inflación elevada. Este fenómeno es especialmente complejo de gestionar, porque
las herramientas clásicas de política económica se vuelven contradictorias:
estimular la demanda puede agravar la inflación, mientras controlar la
inflación puede profundizar la recesión.
Las causas de esta estanflación son
múltiples, pero destacan los siguientes: la caída del sector de hidrocarburos,
la parálisis de la inversión pública, la pérdida de confianza del sector
privado, crisis fiscal, descontrol monetario y escases crónica de divisas. Todo
esto ocurre en un contexto donde el Estado ha ido perdiendo capacidad para
intervenir de manera efectiva y donde la política fiscal y monetaria están cada
vez más limitadas por la escasez de recursos.
Frente a este panorama, el gobierno ha
recurrido nuevamente a su arsenal narrativo habitual. Las causas de la crisis
se atribuyen al “contexto internacional”, al “imperialismo financiero”, a la
“herencia neoliberal” o incluso al “hermano Evo”. La lista de excusas es larga
y conocida.
En el fondo, lo que enfrentamos no es
solo una crisis coyuntural del modelo estatista implementado desde mediados de
los 2000, sino una crisis estructural del patrón de desarrollo extractivista
que ha dominado la economía boliviana durante dos siglos. Es importante
precisar: el patrón de desarrollo se refiere a la manera en que una sociedad
genera y organiza su riqueza. En el caso boliviano, este patrón ha estado
basado casi exclusivamente en la extracción y exportación de recursos
naturales. El modelo económico, por su parte, es la forma en que se gestiona
ese patrón, que puede ser
privado como público o mixto. En este caso, estamos frente al
agotamiento del `extractivismo y el modelo estatal de gestionarlo.
En suma, hoy patrón y modelo están
agotados. Ya no es posible sostener el gasto público ni financiar políticas
sociales con una base fiscal dependiente del gas o los minerales. La producción
estancada, el empleo informal y la baja productividad reflejan un sistema que
no se ha transformado a tiempo. Caminar hacia un modelo privatizador es una salida de corto plazo, es
empujar al emprendedurismo boliviano a los laberintos del extractivismo.
Las propuestas económicas de los
candidatos en esta campaña electoral se quedan encerradas en la vieja dicotomía
Estado vs. sector privado, debatiendo quién debe administrar mejor el
extractivismo. Es decir, se concentran en los instrumentos y no en los
objetivos del desarrollo. Todos giran en círculos alrededor de la idea del modelo
que puede admisnistrar un “mejor extractivismo”, pero nadie plantea, con
claridad, un cambio de patrón de desarrollo. Ningún candidato se atreve a
proponer una nueva misión de desarrollo que encienda una pasión colectiva por
el mayor tesoro que Bolivia posee: su capital humano y como resultado, se dé un salto cualitativo en la
productividad de los factores de producción y una mejora significativa en la
innovación tecnológica.
Y este capital humano necesita con
urgencia un shock brutal de mejora. Un dato reciente es alarmante: de cada 100
bachilleres en Bolivia, solo 3 aprueban una prueba básica de matemáticas,
química y física. Con ese nivel de formación, ningún modelo económico funciona,
ni estatista ni privatizador. Así estamos
condenados a caminar en círculos en torno del extractivismo.
Por tanto, la nueva obsesión nacional
debe ser la educación. Por supuesto, existen también desafíos institucionales,
ambientales y de inclusión social, pero el eje ordenador de toda política
pública, sectorial, regional, macroeconómica de corto y largo plazo y de comercio
exterior, debe ser resolver el drama educativo en el corto plazo. El abordaje
gradual ya no basta. No se trata solo de una reforma educativa desde el
ministerio, sino de un cambio de paradigma nacional: desde las familias, las
empresas, las ONG y los gobiernos locales, todos deben comprometerse a mejorar
diariamente la calidad del aprendizaje y las capacidades de nuestra población. Por lo tanto, la idea del shock de
política pública no está solamente en el tema de la estabilización y si en una
política social de shock, centrada en la educación.
Porque no solo educa el aula. También
educa el entorno laboral, la comunidad, la cultura productiva, la empresa.
Reformar la educación no es tarea exclusiva del sistema escolar, sino de toda
la sociedad y su Estado, por supuesto más pequeño y eficiente. Y solo así, con
un nuevo proyecto de país que invierta en su gente, Bolivia podrá construir una
economía moderna, competitiva, justa y sostenible. Por supuesto el desafío de geometría variable
está en pavimentar el futuro y al mismo tiempo recuperar la estabilidad.
Eliminar la estanflación es una tarea, que junta, el corto y el largo plazo.