Por: Patricia Alandia |
La carta que Impuestos Internos envió al escritor y comediante Pablo Osorio, en la que se le exigía el retiro de su publicación de la red TikTok, por considerarla difamatoria, a riesgo de sufrir un proceso judicial, no es un caso aislado de intimidación, responde a una cultura ya bastante arraigada en países en los que el autoritarismo avanza de la mano de su sistema judicial sometido.
De acuerdo con estudios sobre los delitos de difamación, injuria y calumnia, estas figuras penales han merecido un amplio debate en la doctrina jurídica, sobre todo porque han sido utilizadas por los funcionarios públicos como un arma para frenar todo tipo de crítica y fiscalización por parte de la población, restringiendo así la libertad de expresión.
En Bolivia, hasta el 2012, estuvo vigente el delito de desacato que, de manera directa, limitaba las acciones ciudadanas en contra de funcionarios públicos. A partir de las reiteradas recomendaciones de la Relatoría para la Libertad de Expresión de la CIDH fue declarado inconstitucional por el Tribunal Constitucional Plurinacional de Bolivia, que, bajo el mismo criterio, resolvió que el artículo 162 del Código Penal, que establecía pena de privación de la libertad de 1 mes a 2 años para quien por cualquier medio injuriare, calumniare o difamare a un funcionario público, “afectaba de manera desproporcionada el derecho a la libertad de expresión, creaba una situación inconstitucional de desigualdad entre funcionarios y ciudadanos, y era incompatible con los compromisos internacionales del Estado boliviano en materia de derechos humanos”. Asimismo, subrayó que los funcionarios públicos “deben ser objeto de una fiscalización especial y amplia’’, pues sus acciones se constituyen en asuntos de relevancia pública.
Al respecto, cabe recordar que, según el Principio 11 de la Declaración de Principios de la CIDH, “[l]os funcionarios públicos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la sociedad. Las leyes que penalizan la expresión ofensiva dirigida a funcionarios públicos generalmente conocidas como ‘leyes de desacato’ atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la información”. Si bien nuestra normativa mostró un avance en ese campo con su derogación, está claro que el desacato está siendo sustituido por los delitos de difamación e injuria, y, en casos sobre todo de autoridades del Gobierno central, por los delitos de racismo y discriminación.
Es muy sintomático que las autoridades se expresen en sentido de que la libertad de expresión está garantizada, pero (el pero restrictivo) a continuación añadan que esta no es absoluta. Normalmente sus restricciones aluden a daños a la imagen institucional, a “atribución de falsos hechos o conductas negativas” o, finalmente, a agravios a su honor y dignidad que, según ellas, deberían ser resguardados principalmente por el cargo que ocupan. De esta manera, se intenta trasladar el debate sobre hechos concretos que lesionan derechos de acceso a la información, a servicios básicos o al trabajo, entre otros, a “amenazas” a las instituciones, deslegitimando así las denuncias, e intentando estigmatizar y amedrentar a los ciudadanos que las realizan.
La fiscalización de autoridades no es solo un derecho, sino un deber, que deriva de nuestra condición de ciudadanos, fundamento de toda democracia. Ese deber no consiste solo en acudir a votar, sino en participar activamente en el control del cumplimiento de las ofertas electorales, de las normas, de la transparencia, de manera que, cuando nos desentendemos, nos convertimos en corresponsables de los daños que los funcionarios pudieran ocasionar. La corrupción, el nepotismo, el clientelismo, que aquejan actualmente a todas nuestras instituciones, son resultado de la falta de fiscalización y del silencio ciudadano. La apatía, el egoísmo y sobre todo el temor están fomentando la naturalización de ese estado de cosas, como si no mereciéramos mejores instituciones, mejores autoridades.
Lo sucedido con el comediante Osorio nos ha permitido ver de cerca los mecanismos activados para restringir la libertad de expresión y escarmentar a quienes se atreven a cuestionar a los poderosos. Asimismo, ha develado la acumulación de la indignación ciudadana, que rápidamente se ha canalizado por la vía del humor, el peor enemigo de los prepotentes. Y, finalmente, ha demostrado que la valentía es el más poderoso escudo ciudadano frente a los berrinches autoritarios.
Dos lecciones quedan: primera, los autoritarios retroceden frente al concierto de voces que los interpelan; mientras más estas sean, mejores son los resultados. Segunda, la población no tolera los actos de prepotencia, por lo que, en lugar de repartir amenazas y juicios, ciertas autoridades deberían ajustar sus conductas y acciones a las normas, y no olvidar que son simples servidores públicos.