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¡BRUTALIDAD INAUDITA!

Por: Jenny Ybarnegaray Ortiz | 

Ante los feminicidios de los que informan los medios de comunicación, no puedo tener otra reacción que la de calificarlos como ¡brutalidad inaudita! Lo peor de todo es que se repiten semana tras semana sin que, al parecer, sea posible detenerlos.

Es preciso recordar que antes de que esta figura penal fuese reconocida por el estado boliviano, el CIDEM se dio a la tarea de registrarlos año tras año a través de su “Observatorio Manuela”. Ese trabajo, agregado el empeño de múltiples colectivos y organizaciones de mujeres, contribuyó a la redacción y posterior promulgación de la Ley Nº 348 que, intencionalmente “garantiza una vida sin violencia hacia las mujeres”.

Sin embargo, aún hoy vemos que muchos juristas, apegados a la “doctrina jurídica clásica” (algunas mujeres incluidas), discuten la pertinencia de incorporar el feminicidio en el código penal boliviano, argumentando que no se trata de otra cosa que homicidio o asesinato. Al parecer, estas personas no alcanzan a aquilatar la magnitud de este tipo de crimen que, si no se lo nombra, no existe en el imaginario colectivo.  

Desde 2013, año de la promulgación de la mencionada ley, la fiscalía comenzó a registrar los feminicidios. En promedio, cada año ciento diez mujeres son víctimas de feminicidio en Bolivia, una cifra que estremece hasta a las personas más insensibles, y es que representa una de las tasas más altas de la región según la CEPAL.

Como lo hemos dicho en reiteradas oportunidades, el feminicidio es la forma más brutal, definitiva e irreversible de un fenómeno mucho más amplio, el de la violencia hacia las mujeres, que está enraizada en la “cultura colectiva” hasta el límite de su “naturalización”, reconocida como derecho (y deber) de los hombres en su mandato masculino de disciplinar y poner bajo su control a las mujeres con las que se relacionan, sean hijas, hermanas, parejas íntimas. Ese es el contexto en el que se llega al extremo del feminicidio y, aunque le resulte chocante a mucha gente, hay que decirlo una vez más, hace parte de la estructura patriarcal que está en la base  de (casi) todas las sociedades humanas, tal cual las conocemos hoy en día.

Los estados tienen la obligación de garantizar los derechos humanos reconocidos en sus respectivas constituciones y el derecho a vivir sin violencia lo está en el artículo 15 de la actual CPE. Sin embargo, esto no está sucediendo. En el ámbito ejecutivo, el estado boliviano no sabe cómo hacer frente a esta brutalidad o, mejor dicho, sí lo sabe, pero no tiene la voluntad política para hacerlo. Desde el nivel nacional, declarar 2022 como “año de la despatriarcalización” es un acto simbólico y nada más. Que yo conozca, ya llevamos décadas de diseño de políticas públicas destinadas a modificar esta situación; pero, la ausencia de voluntad política y la complicidad con quienes ejercen esa violencia se expresa claramente en la falta de inversiones públicas para aplicar esas políticas. Son tan irrisorios los presupuestos destinados a las mismas, que provocan vergüenza, indignación e impotencia.

Lo más grave de todo esto es que esa falta de voluntad política, en realidad, sólo es el reflejo del “sentido común” general de nuestra sociedad. Por ejemplo, cuando se elaboran los planes de desarrollo municipales o departamentales (quinquenales) y sus correspondientes planes operativos anuales, no aparece por ningún lado la demanda por inversiones destinadas a fortalecer los servicios municipales ni departamentales destinados a la prevención de la violencia, tampoco al apoyo, protección o contención a las víctimas. Esos servicios suelen funcionar con presupuestos marginales, como “proyectos”, no como instancias integradas a la gestión regular de gobernaciones ni municipios. Si a ello se suma que el personal destinado a estos servicios suele ser gente no especializada, a la que se paga con una “pega” los “servicios” de campañas electorales (pintar paredes, volantear, asistir a mítines, halagar a los candidatos), las cosas se ponen peor aún, porque no sólo no saben qué hacer ahí, tampoco se dan a la tarea de aprender y asumir ese trabajo como “causa propia”, presumen que tienen derecho ganado a la “pega” y punto.

En el ámbito legislativo, cumplida la tarea de legislar (como es el caso de la Ley Nº 348), ¿quién se ocupa de fiscalizar a las instancias del órgano ejecutivo destinadas a realizar este trabajo? ¿Qué legislador o legisladora pone la mirada atenta a los presupuestos generales que se aprueban en esa instancia año tras año para asegurarse de que existan recursos suficientes para enfrentar la violencia en contra de las mujeres? ¿Cuándo se ponen contra la pared a las autoridades responsables (en este caso, ministro de justicia) para reclamarles su inoperancia frente a ello? Y si alguna vez se lo hace, de seguro que el ministro (o ministra) en cuestión saldría ratificado y con aplausos de cualquier interpelación por simple consigna partidaria y no como efecto de demostración de que está cumpliendo con su deber. Lo del ámbito legislativo se hace extensivo a las asambleas legislativas departamentales y a los concejos municipales.

En el ámbito judicial ¿qué podemos decir al respecto? Ya todo se ha dicho, existe consenso absoluto de que, de los cuatro órganos del poder estatal, es el que peor está, se lo vea por el ángulo que fuere. La #JusticiaPodrida en este país ha llegado a tal nivel de descomposición, que ya nada bueno esperamos de ella; pero, al menos podríamos esperar que no vaya en contra nuestra, y cuando nos enteramos que jueces y fiscales excarcelan a sentenciados por feminicidio (incluso con sentencia ejecutoriada) con cualquier excusa, ya las cosas no pueden ser peores. ¿Qué nos están diciendo? ¿Qué la única salida que tenemos es “tomar la justicia por mano propia”? “Justicia” que suele ser también injusta porque no tiene otra motivación que la venganza.

Finalmente, en el ámbito electoral, si al menos los tribunales aplicasen el principio de que ningún violento debería tener  el derecho de presentarse como candidato a representante público, si interpusiesen sus buenos oficios para desaforar a cualquiera que hubiese cometido actos de violencia en contra de niñas y mujeres, algo bueno estarían haciendo. Pero, “apegados a la ley” (más cuando les conviene) las y los vocales electorales hacen a la vista gorda frente a todo ello, consideran que esa no es su atribución, ni siquiera cuando las víctimas de la violencia machista son representantes electas y en funciones, como fue, por ejemplo, el caso de la concejala Juana Quispe que fue asesinada, sin consecuencias hasta la fecha. ¿Y de dónde salen esos sujetos? Pues, de las organizaciones políticas a las que pertenecen, organizaciones que ningún esfuerzo hacen para eliminarlos de sus filas, por el contrario, los apañan y quitan relevancia a sus acciones y delitos, así saben que son impunes, y si quienes alcanzan los niveles de poder pueden ser impunes ¿qué se puede esperar de los ciudadanos “de a pie”? Pues, que emulen ese comportamiento y esos contravalores. En suma, los cuatro órganos del poder concurren en omisión de deberes, cuando no complicidad, con los violentos. 

Sin embargo, hay que decirlo una vez más, lamentablemente,  esa actitud es reflejo fiel de la sociedad en la que vivimos. Cada vez que sale a la luz un acto de violencia en contra de una mujer y cualquier persona (sea hombre o mujer) sale con los consabidos argumentos “pero, también las mujeres son violentas, los hombres también son víctimas de violencia”, “es que ellas se los permiten”, “ella sabía con quién se metía”, “ella lo provocó porque andaba vestida así o asá”, y otras decenas de argumentos similares destinados a culpabilizar a las víctimas, la sociedad está justificando, por acción u omisión, a los violentos, y ¡nada cambia!

Lastimosamente, la violencia en contra de las mujeres no termina de "hacer carne" en la sociedad, no es una prioridad, no es una demanda sentida ante los poderes públicos (esos a los que les reclamamos voluntad política). Un caso sonado en los medios suele provocar indignación, alboroto, manifestación, repudio. La respuesta del estado es siempre parecida, comisiones, promesas y ningún resultado, hasta que se amaina la bronca y vuelve a girar la rueda del hámster hasta otro caso "sonado". 

En suma, la voluntad política no va a nacer de las instancias de poder hasta cuando la sociedad misma la demande seriamente, y cuando digo esto interpelo a todos y cada uno de ustedes, a todas y cada una de nosotras, quienes, desde el lugar que ocupamos en la sociedad, así fuere un micro espacio de no-poder, somos capaces de posicionarnos como intolerantes hacia cualquier tipo de violencia, porque sólo así se podrá promover un cambio generalizado de actitud frente a todo esto. Cada persona que se enfrenta a un violento, cada persona que lo repudia, cada persona que lo denuncia, cada persona que levanta su voz en contra de la violencia hacia las mujeres, está haciendo “algo” que sí importa, aunque no lo crea. No se trata, simplemente, de que una persona cualquiera, por mucha palestra pública que tenga, entre en las oficinas públicas pateando puertas e increpando a sus funcionarios, no se trata de hacer espectáculos grotescos para impresionar a la gente, para cosechar aplausos, para aparecer como protagonistas únicas de una indignación que nos concierne a todos y cada uno de nosotros. Al fin de cuentas, resulta muy cómodo dar vivas a las alboroteras, hacer que se hinchen sus egos como globos de helio y dejar en sus manos la responsabilidad sobre algo que tiene que ver con nosotros mismos. Así nada va a cambiar, terminado el espectáculo, cada quien para su casa, y “esito sería”, como decimos por estos lares.



| Jenny Ybarnegaray Ortiz es psicóloga con estudios de Maestría en Filosofía y Ciencia Política.

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