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MÁS LEYES, MENOS LENGUAS

Por: Patricia Alandia | 

El pasado viernes 5, tuve el grato honor de comentar el libro Despertando la lengua uru: Contribuciones a la revitalización cultural y lingüística, del joven sociolingüista Carlos Callapa, quien, junto a otros investigadores, trabaja con comunidades indígenas para revitalizar sus lenguas y mejorar su educación, desde la Fundación Proeib-Andes. En este artículo recupero algunas ideas del comentario y otras en respuesta a la actual coyuntura.

La revitalización lingüística ya no es un tema novedoso en nuestro contexto, como hace unos 40 años, cuando no se hablaba de las lenguas indígenas ni se tenía conciencia de su situación de vulnerabilidad y riesgo de extinción. La discriminación de las lenguas minoritarias o minorizadas, obligadas a recluirse en el ámbito familiar, la imposición de políticas lingüísticas de silenciamiento de lenguas, el desplazamiento lingüístico, con la consecuente extinción que amenaza a más de la mitad de lenguas en el mundo, y por lo menos al 70% de lenguas en Bolivia, han generado en hablantes e investigadores de distintas partes del mundo la necesidad de volcar sus mayores esfuerzos en acciones urgentes. Así es como se ha ido desarrollando la planificación lingüística, aún muy incipiente en Bolivia, y con muy pocas acciones como respuesta estatal.

En Bolivia, la situación de las lenguas es muy grave, pues de 33 lenguas identificadas (aunque podrían ser más), 25 están en situación de eminente peligro de extinción, y todas se encuentran en alta vulnerabilidad frente a la constatación de que no están siendo transmitidas a un porcentaje significativo de las nuevas generaciones. Esta situación no es solo consecuencia de la Colonización, como se hace referencia siempre en los discursos oficiales, las peores agresiones a los pueblos de tierras bajas, por ejemplo, se han perpetrado durante la República y se mantienen sistemáticamente en pleno Estado plurinacional. En este momento, no contamos con los datos precisos de la cantidad de hablantes por lenguas, y es muy posible que muchas, que en el Censo del 2012 (cuyos datos fueron muy cuestionados) aparecían con menos de 20 hablantes, ya estén extintas. 

Paradójicamente, somos uno de los países con más leyes e instituciones dedicadas al reconocimiento, la protección, la revitalización y el desarrollo de las lenguas. Desde la aprobación de la Constitución Política del Estado en el 2009, que oficializó 36 lenguas, se han aprobado leyes favorables no solo a las lenguas, sino a los derechos indígenas en general: Ley 269 Ley de derechos y políticas lingüísticas, Ley 3760 que ratifica la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos indígenas, La ley 070 Avelino Siñani y Elizardo Pérez de educación intra-intercultural plurilingüe, además de la creación del Instituto Plurinacional de Estudios de Lenguas y Culturas (IPELC), que a su vez creó los institutos de lengua y cultura para cada nación indígena; la Ley 269 Ley general de derechos y políticas lingüísticas, Ley 045 Contra el racismo y toda forma de discriminación, Ley N.° 450 de Protección a Naciones y Pueblos Indígena Originarios en Situación de Alta Vulnerabilidad. 

En este año sumamos la Ley N°1426, que declara el Decenio de las Lenguas Indígenas del Estado Plurinacional de Bolivia al periodo comprendido entre el año 2022-2032, como forma de adhesión a la Proclamación del Decenio Internacional de las Lenguas Indígenas, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas. Esta nueva ley establece: “Las operaciones y acciones que comprendan el Plan Estratégico del Decenio de Lenguas Indígenas de Bolivia, tienen la finalidad de la implementación y el uso de los idiomas de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, en aplicación a lo establecido en la Constitución Política del Estado” (art. 2). Es decir, se ha aprobado una nueva ley para hacer cumplir las ya existentes. El Decreto Supremo N.º 2477, del 5 de agosto de 2015, que reglamenta la Ley 269 del 2012, ya establecía responsabilidades para la implementación de las políticas lingüísticas, pero es fácil constatar que la protección de las lenguas, en este país, no es una prioridad.

No obstante, no debemos asumir que el Estado es o debe ser el único responsable. El uso de las lenguas, su transmisión y revitalización necesariamente responden a una decisión política de los hablantes, que requieren articular varios ámbitos: familia, comunidad y escuela, comprometiendo a sus miembros en las diferentes acciones. El fracaso de la educación bilingüe, no solo en Bolivia, sino en la región, se debe, para empezar, a que se le delegó a la escuela toda la responsabilidad, mientras las familias se desentendieron de su transmisión. Y las lenguas son vitales en la medida en que los hablantes las llevan con ellos a cada lugar, en cada momento de su vida, no solo a la escuela. Por ello, es importante que se hablen, además de al interior de las familias, en las instituciones públicas, en los medios de comunicación, en los hospitales, en los bancos…en todas partes. Y, en esos ámbitos, el Estado sí tiene la responsabilidad de generar las condiciones para su uso. 

Pero generar las condiciones no solo supone asegurarse de que se cumpla la obligatoriedad de que los funcionarios hablen una lengua indígena, que brinden servicios en esas lenguas o que se cuente con información institucional traducida a las lenguas. Eso está bien para las ciudades. El problema lingüístico es más complejo, y no puede resolverse sin considerar el problema territorial, el político, el socioeconómico. De nada sirve invertir recursos en la revitalización si las comunidades se quedan sin sus lagos, sin sus ríos, sin los recursos que sustentan su economía. De nada sirven las políticas lingüísticas si las comunidades pierden sus territorios, sus tierras, si los hablantes están condenados a múltiples enfermedades producto de la contaminación, del cambio climático. De nada sirven los institutos de lenguas si las comunidades no pueden decidir libremente, si se las conduce a dejar su identidad, si se denigra su forma de vida.

En este momento, la mayor parte de áreas protegidas, que además son territorios indígenas, están sufriendo todo tipo de amenazas y agresiones. En el Tipnis, con la eliminación de la Ley de intangibilidad en el 2017, en cualquier momento se construirá la carretera que motivó la Octava Marcha en el 2011. Mientras, el avance de las plantaciones de coca al interior del parque no ha cesado, además de la instalación de fábricas de droga, con todos los males que estas actividades suponen para los comunarios.

La exploración hidrocarburífera en la Reserva Nacional de Flora y Fauna Tariquía es un hecho, además de proyectos de hidroeléctricas, que producirán daños irreversibles al medioambiente. Las actividades mineras, legales e ilegales, se han multiplicado, y están contaminando los ríos y envenenando a comunidades enteras; es el caso de los lecos. El parque Madidi está en una situación similar, ya que los explotadores de oro ilegales se han apropiado de la zona, y mantienen en zozobra a la población. No solo envenenan sus fuentes de agua, sino están sometiendo laboral y sexualmente a las comunidades. Por otro lado, el decreto N° 3973, aprobado por Evo Morales en el 2019, ha generado un desmonte descontrolado en beneficio de la ampliación de la frontera agrícola, y en breve empezaremos a sufrir con intensidad, como cada año, los efectos de los chaqueos legalizados para ese fin. A ello debemos sumar los avasallamientos de grupos autodefinidos como interculturales, que están afectando a comunidades indígenas y campesinas, que se encuentran en total indefensión. 

Las comunidades de tierras altas también sufren los efectos de las actividades extractivistas de más larga data, que han envenenado sus únicas fuentes de agua e inhabilitado sus tierras. Recientemente se ha producido una catástrofe ambiental en el río Pilcomayo por la ruptura de un talud de acumulación de residuos en la comunidad de Agua Dulce, donde están ubicados varios ingenios mineros. Pese a las consecuencias devastadoras de este hecho, no hubo casi repercusiones, solo las denuncias de la senadora Cecilia Requena, acompañada por sus colegas de bancada. 

Las acciones gubernamentales, a fin de implementar sus políticas extractivistas, han silenciado las voces indígenas y campesinas mediante la cooptación, la imposición de organizaciones paralelas o la acción frontal de persecución judicial y represión policial. En ese sentido, es incomprensible que, como si nada ocurriera, el Gobierno celebre la aprobación de una ley que supuestamente protegerá y revitalizará sus lenguas, como si estas fueran dispositivos ajenos a su vida social, como si no se conectaran con sus entornos, como si no sirvieran para nombrarlos, como si no fueran sus repositorios, sus diccionarios mentales, como si no fueran sus instrumentos de expresión para pensar y decidir sus destinos.

En ese contexto, volviendo a la responsabilidad de los hablantes en la revitalización de sus lenguas, ¿qué lugar podría ocupar ese proceso en su lista de prioridades si es que están siendo desplazados de sus territorios y con ellos están perdiendo los referentes que les dan sentido? ¿Para qué hablantes o con qué hablantes el Gobierno pretende implementar el Plan de acción mundial para el Decenio Internacional de las Lenguas Indígenas (IDIL2022-2032), al que se ha comprometido? 

En un país donde las acciones ilegales no tienen consecuencias, donde la Justicia solo persigue a quienes se enfrentan al poder, y donde las instituciones están más comprometidas con la propaganda política que con el cumplimiento de sus funciones, la aprobación de una nueva ley es la constatación de que no hubo capacidad ni voluntad para hacer nada, y que solo servirá para más actos y discursos intrascendentes, que satisfarán en algunos casos la curiosidad de organismos internacionales  que aún creen, quieren creer (o les conviene creer) que Bolivia es un Estado plurinacional. En Bolivia, ya nos curamos por el espanto de esas ilusiones.

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