Me ha tocado vivir a la distancia la peor experiencia de mi vida, el deceso de mi papá y de mi tío.
Estas líneas las escribo no en homenaje a mi padre, ni en búsqueda de simpatía por su muerte, más bien las escribo como una acusación a quienes han destruido un país hasta sus más profundas raíces.
Él se contagió de COVID 19 en el intento de salvar a su hermano de la misma enfermedad y por el lapso de 3 semanas mi familia intentó atenderlo y tomar las mejores decisiones posibles para poder vencer al virus.
Se decidió que lo mejor para mi padre era que pase la enfermedad en casa, pues al mismo tiempo vivimos la penosa experiencia de mi tío, su hermano, quien aún estaba internado en un hospital público, y la falta de medicamentos, doctores y atención era tan evidentemente mala que todos los remedios importantes que podían hacer una diferencia, tenían que ser comprados por los familiares fuera del hospital, y cuando esforzadamente se los conseguía, no eran administrados oportunamente. Días después mi tío murió.
Esta increíble e inentendible realidad, nos llevó a concluir que mi padre estaría mejor atendido por mi hermano y parte de la familia en su propia casa que en un hospital. Es decir que tenía mayor probabilidad de salir vivo quedándose en casa. Yo, viviendo en el exterior, era muy poco lo que podía hacer.
Durante tres semanas todas las tareas que se necesitaban realizar se tornaron increíblemente difíciles y angustiantes.
Las empresas proveedoras de tubos de oxigeno triplicaron los precios; las empresas que cargan dichos tubos de oxigeno no abastecían a toda la demanda; los servicios a domicilio tenían su agenda copada y negaban su servicio muy consciente de que esto podía causar la muerte de una persona.
Casi todas las enfermeras que podíamos contratar estaban ocupadas, contagiadas o atendiendo a personas con mayores riesgos de ser abatidas por el virus.
Cuando se recetaba cierto diurético, el mismo no se lo encontraba en las farmacias y mi hermano desesperado tuvo que peregrinar por la ciudad de El Alto hasta encontrarlo. Cuando se mencionaba el REMDESEVIR ninguna farmacia lo tenía pues no lo están importando. El Estado boliviano no ayuda a los privados para importaciones directas, más bien perjudica y disminuye las chances de que enfermos como mi padre tengan lo que necesitan para salvarse.
No estoy acusando ni culpando a ninguno de estos actores, solo quiero expresar el hecho de que todos estamos en un barco que siento se está hundiendo y el gobierno, el capitán, no hace nada porque quizás quiere que se hunda, como Venezuela y Cuba.
La desesperación frente de todas estas carencias nos llevó a buscar una clínica privada. Su salud empeoraba y ya no podía respirar. Después de recurrir a amigos, decenas de llamadas, idas y venidas, finalmente encontramos la única clínica que tenía un espacio para recibirlo.
Se necesitó coordinar su traslado en una ambulancia privada y mal equipada con el riesgo de que en el trayecto se le acabe el oxígeno. Además, tuvimos que llevarlo a otro centro médico para que se le haga una tomografía y allí el oxígeno se le agotó y sorteando el pánico mi hermano tuvo que conseguir y cambiar el oxígeno de emergencia.
La esperanza era que con la internación en esa clínica termine el stress causado por todo el caos del traslado y mi padre se tranquilice y que finalmente la atención mejore.
Mi hermano, horas después de la internación, decidió visitarlo y al mismo tiempo llevar los medicamentos que pidieron y que se compraron fuera de la clínica. Horrible fue su sorpresa al encontrarlo en una posición contraindicada por su médico. La oxigenación estaba por debajo de 70% y sus pulsaciones cardiacas muy altas.
Ante sus quejas, el personal no supo explicar tal negligencia, pero aseguró a modo de justificación que estaba haciendo “todo lo posible” en esta pandemia.
Los exámenes de sangre dieron como resultado lo que en Bolivia en estos días es una sentencia de muerte: “El paciente requiere con urgencia una Unidad de Terapia Intensiva, UTI”. Esa clínica no la tenía.
Se buscó durante casi 24 horas un espacio en una UTI, pero todo el sistema hospitalario de La Paz está ocupado y colapsado. En algunos lugares, los espacios abiertos están ocupados por pacientes que llegan hasta las puertas de dichos centros sin poder ser internados. Tuvimos que peregrinar a cuestas con mi padre de casi 80 años para encontrarle un espacio.
Para entonces, mi padre ya tenía una infección que afectaba a todo su cuerpo y el daño en sus pulmones era muy extenso. Todo esto terminó por quitarle la vida y parte de la nuestra.
Quizás él estaría vivo si en Bolivia existiera un sistema de salud aceptable, quizás él estaría vivo si el Estado boliviano hubiese invertido en hospitales, equipos, médicos y enfermeras en vez de gastar en canchas de futbol.
Nuestro país no le brinda a nadie una oportunidad real de combatir al virus, el Estado es un espejismo, donde cada uno tiene que cuidarse y valerse por si mismo. Es un salvajismo.
Los bolivianos parecemos estar resignados ante esta realidad, aceptamos la indolencia del presidente, los parlamentarios y líderes políticos quienes por omisión son responsables de esta carnicería. Son los mismos que el año pasado se dedicaron a bloquear camiones de oxígeno y medicamentos, a quemar buses y casas y destruir lo que estuvo a su alcance con tal de recuperar el poder.
¡Yo no me resigno! Esta realidad ha golpeado a mi familia sin piedad. Yo quiero gritar a todo pulmón ante todo el mundo, que esto no debería estar pasando, que esto tiene responsables.
Todos los días hay víctimas fatales del Covid-19 y de la negligencia del gobierno. Casi cinco mil en total han muerto. Todos los días nos arrebatan a un ser querido cuando NO DEBERÍA SER ASÍ.