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2020, el año en que el mundo cambió


Por Ernesto Guhl Nannetti, vía Semana.com.-

El ingeniero e intelectual Ernesto Guhl Nannetti reflexiona sobre los cambios que traerá para el mundo la pandemia causada por el covid-19.

Todo parecía estar avanzando normalmente. El hambre en el África aumentaba, la cantidad de desplazados de sus hogares en Siria también, los Estados Unidos trumpistas seguían destruyendo el multilateralismo y negando el cambio climático, los chalecos amarillos en Francia protestaban y los neofascistas resurgían en Europa, Putin buscaba eternizarse en Rusia, las bolsas de valores subían y bajaban y los petroleros contaminaban generosamente la atmósfera, las megaciudades jugaban a ser sostenibles, las multinacionales crecían a costa del medio ambiente de los países del tercer mundo, nuestros compañeros de la red de vida planetaria seguían extinguiéndose, Bolsonaro no paraba de quemar la selva, los pesqueros industriales depredaban los mares y los turistas confundían los lugares de vida y los venerables monumentos con parques temáticos. Todo estaba bajo “control”. La codicia como motor del mundo seguía en marcha, la desigualdad se acentuaba y la humanidad avanzaba engañada hacia el desastre, bailando al borde del precipicio.

En nuestro entorno, el aire de las ciudades en alerta, la deforestación avanzando aceleradamente, las mineras al acecho del oro incluso a costa de la destrucción de los ecosistemas y la contaminación de las aguas, los petroleros buscando llegar hasta los más íntimos rincones de la madre tierra para proseguir su insostenible tarea y los carboneros buscando mercados para seguir exportando contaminación, el narcotráfico prosperando y los defensores del medio ambiente y los líderes sociales muriendo. La codicia como motor del país seguía en marcha, el extractivismo se imponía, la gente protestaba y se decía que la economía iba mejorando. Todo era “normal”.

Súbitamente todo cambió. Un nuevo virus, muy probablemente conectado con un murciélago y salido de un mercado de una gigantesca ciudad China, amenazó a la humanidad y nos recordó que todos somos iguales. Los aviones que eran parte esencial de nuestra vida no volaron más, las fábricas pararon, los hoteles no tuvieron clientes y los cruceros multitudinarios quedaron quietos, las ciudades bulliciosas y que nunca dormían se callaron, las fiestas se apagaron, los restaurantes se cerraron y las gentes buscaron sus hogares y a su familia para aislarse persiguiendo la seguridad.

Todo esto mostró que el Antropoceno, la era humana, en la que nos hemos convertido en la fuerza transformadora más poderosa del planeta, había cruzado los límites de seguridad de los sistemas planetarios y se hizo evidente la extrema fragilidad de las creaciones humanas, simples castillos de naipes frente al azar y a las fuerzas de la naturaleza. El miedo se apoderó de todos, de los pobres y los ricos, de los gerentes y de los operarios, de los directores y los dirigidos, de las gentes de todos los países y de todos los colores de piel. Todos tememos que el otro nos contagie. ¿Qué había sucedido?

Simplemente que a pesar de las reiteradas señales de angustia que nos dio la naturaleza y de las múltiples advertencias de los científicos sobre la necesidad de cambiar nuestra relación con ella y adoptar formas de vida más austeras y sencillas, que exigieran menos de los ecosistemas de los que vivimos, ignoramos estos mensajes seducidos por el brillo ilusorio de la sociedad de consumo globalizada y seguimos explotando el mundo natural como si fuera infinito, superando su resiliencia y su capacidad de soporte.

La pandemia nos ha ayudado a entender que algo muy grave nos amenaza a todos, que lo que nos decían los científicos sobre el cambio de las condiciones de habitabilidad del planeta por nuestra causa es cierto y que los síntomas de deterioro de los sistemas de la Tierra, acelerados especialmente durante el último medio siglo, por la adopción de los valores y las formas de vida impuestas por los modelos neoliberales no pueden continuar. Sin embargo, seducidos por el brillo ilusorio de la sociedad de consumo seguimos avanzando hacia la insostenibilidad.

Lo que percibimos hoy con claridad es que al modificar con nuestras acciones las benignas condiciones para el avance de la especie humana que ofreció nuestra casa planetaria durante los últimos 12.000 años, iniciamos un viaje sin retorno hacia el mundo diferente que estamos creando, que resulta de creer que la naturaleza nos pertenece y que podemos apropiárnosla con base en el falso supuesto de que el crecimiento continuo de la economía es posible, con el objetivo principal de seguir viviendo indefinidamente de ella, sin respetarla ni cuidarla. Esta carrera contra nosotros mismos está impulsada por la búsqueda miope de rendimientos económicos a corto plazo, por la codicia y la prepotencia características del capitalismo de consumo globalizado, que supuestamente había derrotado a la naturaleza esclavizándola.

Este nuevo período de la historia planetaria, que se ha dado en llamar Antropoceno en referencia a nosotros como sus causantes, nos presenta la disyuntiva de escoger dos posiciones excluyentes: que se consolide la crisis civilizatoria si continuamos por el mismo camino, o adaptarnos al nuevo e incierto escenario que hemos creado, para vivirlo y aprovecharlo estableciendo una relación diferente con la naturaleza y entre nosotros, aprovechando sosteniblemente los bienes y servicios, esenciales para la vida y el progreso, que generosamente nos brinda.

El dilema de escoger cuál de ellas seguir se origina en dos emociones muy poderosas, que han orientado desde siempre el comportamiento de la humanidad, pero que para no frenar su exitosa historia deben coexistir e interactuar: el miedo y la esperanza.

El miedo nos ha hecho detener, reflexionar y ver que tenemos que cambiar. Lo ocurrido en este corto tiempo en que ha reinado el temor causado por el virus, también nos ha mostrado la esperanza; salieron a flote las mejores características humanas con la capacidad de sacrificio y la generosidad del personal médico, también volvieron los delfines a Cartagena y a los canales de Venecia y los animales a las avenidas vacías de las grandes ciudades, la atmósfera se ha limpiado, el mar ha descansado, y vislumbramos que podemos lograr tener un mundo mejor para todos si actuamos en conjunto, impulsados por la esperanza. 

Boaventura de Souza Santos nos recuerda que Spinoza propone estos sentimientos como base fundamental de la conducta humana, y que la incertidumbre es la vivencia de las posibilidades que surgen de las múltiples relaciones que pueden existir entre ellos, y que cuando cada uno de ellos no está acompañado por el otro, la incertidumbre es insoluble. Hay unas épocas y circunstancias en las que predomina el miedo y otras en que predomina la esperanza. 

El miedo sin esperanza conduce a la resignación y a la parálisis ante un destino inevitable, anclado en la idea de la incapacidad humana para prevenir y controlar unas condiciones o unos impactos cuya magnitud sobrepasa enteramente las posibilidades individuales y colectivas, con consecuencias que pueden llegar a ser catastróficas.

La esperanza sin fundamentos reales y sin las advertencias creadas por el miedo, es apenas una ilusión que puede llevar a la negación de los problemas o a confiar en resolverlos con base en una exagerada confianza en la creatividad y las capacidades de la mente humana, o en que la suerte o la intervención de alguien muy especial o un ser de naturaleza superior, nos salvará de las amenazas y el desastre. El puente que haría posible que estas emociones actúen armónica y eficazmente para evitar o solucionar los problemas en un contexto tan incierto, es en el conocimiento, es decir, en la fuerza de la razón.

Pero la superación de la crisis que vivimos no es solamente un asunto que debe abordarse desde la ciencia y la tecnología; es esencialmente un asunto cultural y político. La armonización entre el miedo y la esperanza implica, además de apoyarse en la ciencia para entender la realidad, la transformación de los valores sociales y de las formas de gobierno, reemplazando el egoísmo por la acción colectiva, la avaricia por la generosidad, la violencia por la tolerancia, el autoritarismo por la participación, la corrupción por la honestidad y el consumismo por la mesura.

Si esta transformación se logra, será posible entender la realidad que vivimos y adaptarnos a las nuevas condiciones que nos impone. Si no se logra, no habrá futuro. En el Antropoceno no se trata simplemente de vivir; se trata de sobrevivir.

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2020, el año en que el mundo cambió
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