Por: Carlos Ibañez Meier |
La comparación internacional basada únicamente en el PIB nominal o en el PIB per cápita ha dominado la política y el debate público durante décadas. Sin embargo, como muestra la evidencia contenida en las tablas globales del Legatum Prosperity Index y los ajustes por Gini e IHDI, esta métrica aislada es tan limitada que, en muchos casos, describe un país que sólo existe en el papel. Tomemos cifras concretas: Luxemburgo, Irlanda y Singapur aparecen en lo más alto del PIB per cápita PPP, con 143.743; 133.820 y 133.895 dólares respectivamente -significado del PPP: el PIB en paridad de poder adquisitivo compara economías corrigiendo por diferencias en precios locales y costo de vida, por eso reordena el ranking respecto al PIB nominal-, cifras que hacen pensar en sociedades casi perfectas. Pero cuando se introducen los ajustes por desigualdad e institucionalidad, el retrato cambia radicalmente. Irlanda cae de 133.820 a 107.993 dólares cuando se aplica el IHDI; Singapur baja de 133.895 a 105.777, y Estados Unidos —quizá el caso más simbólico— pasa de 85.373 a apenas 40.561 dólares tras el ajuste por Gini, es decir, pierde más de la mitad del “ingreso promedio” cuando se toma en cuenta la concentración del ingreso. Incluso países muy desarrollados como Suiza o los Países Bajos muestran reducciones significativas: Suiza baja de 111.716 a 92.166 dólares con IHDI y a 64.792 con el ajuste por Gini; los Países Bajos caen de 75.424 a 42.984 dólares con Gini. Esto revela que la desigualdad no es un matiz: es una variable que puede cambiar por completo la posición relativa de una nación.
El contraste más revelador aparece cuando observamos a los países nórdicos. Aunque no encabezan la lista del PIB per cápita puro, su desempeño ajustado es extraordinario. Dinamarca pasa de 74.992 a 63.406 dólares con IHDI y mantiene 47.174 dólares ajustados por Gini; Noruega cae de 106.594 a 89.102 por IHDI y aun así conserva 66.203 dólares tras el ajuste por desigualdad. Suecia y Finlandia muestran patrones similares. Estos países terminan ocupando los primeros puestos cuando lo que se mide no es cuánta riqueza produce el país, sino cuánta llega efectivamente a la población y bajo qué condiciones de salud, educación y seguridad económica. Es decir, son sociedades donde el ingreso medio refleja al ciudadano típico y no a una minoría ultra rica. La tabla global confirma este fenómeno: en prácticamente todos los casos, los países nórdicos tienen los Gini más bajos (entre 25 y 28) y las pérdidas de ingreso ajustado son las menores.
En el extremo contrario, economías con altísima producción por habitante pero estructuras institucionales o fiscales distorsionadas cambian de posición de forma dramática. Singapur, con un Gini de 45,9%, experimenta uno de los descensos más pronunciados; Hong Kong —fuera del top 30 en PIB pero presente en rankings de prosperidad— presenta una situación similar con un Gini de 53,7%. Incluso Estados Unidos, que suele liderar los rankings nominales, cae por detrás de varias economías europeas cuando se ajusta por desigualdad e IHDI. La narrativa del “país más rico del mundo” pierde sustento cuando se descubre que su ingreso ajustado se sitúa en niveles similares o inferiores a los de Francia, Nueva Zelanda o incluso Eslovenia.
La crítica principal a la última afirmación del presidente Trump (en su “Nueva Estrategia Geopolítica Mundial”) de que los niveles de vida en EE.UU. superan a los de la UE radica en que él ignora la desigualdad de ingresos y el ajuste por calidad de vida, pese a que el PIB per cápita PPP de EE.UU. ($86,601) excede el promedio de la UE ($62,660). El coeficiente de Gini de EE.UU. (41.1) es más alto que en la mayoría de países europeos, lo que indica mayor desigualdad y reduce el impacto del PIB alto para la población media. Además, el Índice de Desarrollo Humano ajustado por desigualdad (IHDI o IDIH) de EE.UU. (0.823) queda por debajo de varios países de la UE como Suiza o Noruega, y el promedio europeo podría superarlo considerando la expectativa de vida y educación más equitativas. Por otro lado, la crítica a China por enfocarse solo en su PIB nominal total (segundo mundial) omite su bajo PIB per cápita PPP ($23,846 en 2024), que representa solo el 28-33% del de EE.UU., limitando el impacto en el ciudadano promedio. Con un Gini de 35.7 (moderado pero en aumento histórico) y un IHDI inferior al de naciones desarrolladas (alrededor de 0.76 subnacional), priorizar el tamaño agregado oculta desigualdades urbanas-rurales y rezagos en desarrollo humano. Esto distorsiona comparaciones globales, ya que el PPP per cápita revela un nivel de vida lejos del de EE.UU. o la UE
¿Qué lecciones deja esto para Bolivia y América Latina? La primera es evidente: fijarse únicamente en el tamaño de la economía o en el PIB per cápita puede llevar a decisiones equivocadas de política pública. En la narrativa política y de prestigio de los gobiernos de la región, el crecimiento del PIB se asocia intuitivamente con empleo, negocios y riqueza nacional —es políticamente útil: “mi gobierno aumentó el PIB”. Es un atajo cognitivo para “progreso”. Sin embargo, América Latina presenta Gini’s elevados —frecuentemente entre 40 y 50—, lo que implica que el PIB per cápita exagera sistemáticamente el nivel de vida real del ciudadano promedio. Un país puede duplicar su PIB per cápita y aun así no mejorar su bienestar si la distribución empeora. La segunda lección es institucional: los países más exitosos según los ajustes (nórdicos, Suiza, Países Bajos, Canadá) combinan altos niveles de ingreso con baja desigualdad y con instituciones robustas, particularmente en protección de la propiedad, estado de derecho y servicios públicos universales. La tercera lección implica estrategia de desarrollo: la evidencia muestra que la productividad sostenible —y no el crecimiento extractivo o coyuntural— es la que permite mantener un alto IHDI sin generar rupturas sociales.
Para Bolivia, el mensaje es nítido: no solo importa tanto el tamaño de la torta, sino también quién se la come. Las políticas que prioricen capital humano, servicios públicos universales, instituciones independientes, eficiencia estatal y redistribución progresiva no sólo mejoran el IHDI sino que, paradójicamente, también elevan el crecimiento potencial. América Latina debe abandonar el fetiche del PIB nominal y adoptar indicadores que midan la vida real y no los promedios estadísticos. Solo así podremos aspirar a un desarrollo que no sea una ilusión aritmética, sino una realidad sentida por la mayoría.
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