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EL HADO PROPICIO


Por: Ramon Grimaldi | 

UNO

-Da, dum, da, da, dum.

El abuelo seguía los compases de Cuadros de una exposición mientras buscaba su corbata favorita, la tejida, de color negro, moteada de pinceladas de rojo. Aquel veterano de guerra condecorado con la medalla del Congreso Defensores del Chaco, no era un fanático de la obra de Músorgsky, pero prefería que la música del compositor ruso, intensa e inquietante al mismo tiempo, tomara por asalto hasta el último rincón de su despacho para evitar la contaminación sonora proveniente de la cocina donde Justina oía la radio a todo volumen. El viejo capitán Modesto Castellanos, empezaba a estar harto de aquella mujer que tenía una sonrisa congelada en su rostro indígena, quechua, del norte de Potosí. De hecho, el oficial retirado detestaba el eterno optimismo de Justina y esa alegría opuesta por definición a su visión agridulce de la vida. Sin tener un carácter sombrío, Modesto estaba más cerca de Ebenezer Scrooge que de Bob Cratchit.

  Así, serio y reservado, se había enfrentado a los avatares de la posguerra con admirable estoicismo y determinación, superando los traumas surgidos de las pesadillas del campo de batalla, los fortines en medio de la nada, hostigado por los voluntarios paraguayos y los miedos propios de quien ve de reojo la sombra de la muerte planeando parsimoniosa sobre un puñado de soldados que cumplían la orden de mantener aquella posición estratégica sin desmayar un segundo, con los ojos bien abiertos, alertas ante cualquier movimiento del enemigo.

  Por eso, cuando se firmó el armisticio, el capitán Castellanos cuestionó el patriotismo del que hacían gala los políticos, contentados con las migajas del poder. “Este país no tiene arreglo, ché. Siempre es la misma historia” solía decir a sus hijos cuando la tertulia de sobremesa de la comida familiar de los sábados derivaba en sesudos análisis de la actualidad nacional. “La culpa la tienen los cuatro que gobiernan Bolivia desde su fundación, esa maldita oligarquía”, pontificaba Pedro, el hijo mayor, teóricamente el heredero, que recién había llegado al país procedente del exilio forzado por los gobiernos militares. “Bah, son huevadas, hermano. Vos hablas así porque eres zurdo. Lo que se necesita es mano dura”, defendía Fernando, el segundo hijo en discordia. “Mejor déjense de discusiones ociosas y piensen en el regalo de cumpleaños para papá”, terciaba Margarita, la hija menor, evitando que sus hermanos subieran el tono de una discusión que no tenía ningún sentido. Modesto se limitaba a oírlos, en silencio, intercambiando miradas de complicidad y tolerancia con su esposa, Olga Villagómez de Castellanos, una dama de la alta sociedad chuquisaqueña que aseguraba descender de los mismos marqueses de la Glorieta. Ella sonría levemente, preguntando con la mirada limpia a su marido, por qué había encajado el debate político entre el postre y el café. Modesto encogía los hombros, divertido ante aquella licencia que él mismo se había concedido entre sus profundas elucubraciones sobre la guerra que enfrentó a una generación de jóvenes en el Chaco y que Augusto Céspedes había retratado en su célebre relato breve titulado El pozo. Fue el mismo autor quien, a propósito de una visita a Tarija, le autografió una edición de aquel cuento publicado en una compilación publicada en Argentina por la editorial Austral. “Para el capitán Castellanos de un camarada que supo luchar y sobrevivir”, escribió Céspedes con el pulso firme y la mirada lánguida y triste, reflejo de la pesadumbre que había conquistado su corazón, dejando atrás cualquier atisbo de esperanza en la redención del ser humano, brutal, despiadado, salvaje e inculto, únicamente programado para matar a su semejante por un metro de suelo yermo, inhóspito, caliente y desapacible.

“Sobrevivir”. Ese era el verbo que conjugaba Modesto con excesiva frecuencia, sobre todo tras el desplome de la pequeña bodega de vino que su familia administraba en el Valle Central. Una tormenta inesperada de viento y granizo fulminó las vides, dañó la infraestructura de los almacenes y provocó un daño irreversible a la pequeña empresa. No era extraño, por lo tanto, que Fernando estuviera siempre de malhumor porque aquel desastre natural le obligó a renunciar a sus sueños de prosperidad. Modesto era consciente de ello y lo lamentaba profundamente, pero la guerra le había enseñado que mantenerse con vida, al menos por unas horas más, ya merecía la pena. “Vos no sabes lo que es beberse la propia orina”, trataba de reflexionar a Fernando partiendo de la dramática experiencia que había marcado su juventud. “Por favor, no empieces a contarme batallitas”, respondía con cierta torpeza el empresario que había recogido con sus manos los restos de las vides destrozadas por el granizo. “No se trata de eso. Entiendo tu dolor. Pero ya verás cómo saldrás adelante”, insistía el capitán sin demasiada convicción, aunque sentía la necesidad de apuntalar a su hijo.

  Pedro, en cambio, estaba en otras cosas. Con el advenimiento de la democracia, se había afiliado al Movimiento de Izquierda Revolucionario, aprovechando su amistad con uno de los fundadores de este partido político, Jaime Paz Zamora. “Sé que otro país es posible. Lucharemos para conseguirlo”, afirmaba convencido de cada una de sus palabras pronunciadas con la vehemencia del militante que tuvo que escaparse para evitar ser represaliado por los militares golpistas. “¿Y cómo sabes lo que le conviene a Bolivia?” le preguntaba Olga, desde la altanería de su alcurnia sucrense, que Pedro definía con acritud como “trasnochada oligarquía criolla”. “De hecho, prefiero saber lo que no le conviene”, sentenciaba el izquierdista acostumbrado a dejar frases grandilocuentes para la posteridad. Margarita, naturalmente, estaba en las antípodas de sus hermanos. Se había casado muy joven, a los diecisiete años, embarazada de Ernesto, el niño que espiaba a su abuelo aprovechando el mínimo espacio entre la puerta del despacho y el pasillo.

-Ta ra, dum, du, da. Canturreaba Modesto, imbuido por el misticismo de la obra clásica que interpretaba al piano Vladimir Horowitz con pasión y maestría.

Ernesto tenía como referente al benemérito capitán de la Compañía Sajama, a falta de un padre que lo educara. Éste, un tal Manfredo Suárez Leyte, se separó de Margarita mudándose a su tierra natal, Santa Cruz, sin dar demasiadas explicaciones. El pequeño Ernesto, tampoco las necesitaba porque ahí, en aquel santuario cuajado de libros, enciclopedias e imágenes religiosas, siempre aguardaba el abuelo Modesto, con esa mirada suave y comprensiva que parecía desvanecerse en el espacio reservado a la intimidad del buen lector. “No bien tengas dudas, busca la respuesta entre estos amigos que jamás te traicionarán”, decía el abuelo a su nieto posando una mano en su hombro, dándole seguridad. El niño no entendía las referencias bibliográficas a las que recurría con frecuencia el oficial del Ejército; simplemente asentía con la cabeza hasta que su abuelo daba por concluida la conversación y se encerraba en su despacho. Ernesto, con doce años cumplidos, siempre se preguntaba por qué el viejo ajustaba la puerta con llave, manteniéndola en la cerradura para que a nadie se le ocurriera mirar por el hueco. Aquella mañana no era el caso porque Modesto se preparaba para participar en los actos conmemorativos del 12 de junio, fecha del armisticio.

  Para ello, se había levantado más temprano que de costumbre, desayunando apenas una taza de café con leche y abriendo de par en par las puertas del ropero donde guardaba su uniforme que Justina había planchado la noche anterior. El capitán cogió la percha con el uniforme y, con sumo cuidado, lo puso sobre el espaldar del sillón donde se sentaba todas las tardes a leer y recordar, dejándose llevar por el peso de la nostalgia. Pensaba, por supuesto, en sus camaradas, sobre todo en Wálter Iturre, el subteniente que había conocido en el fortín Esperanza, a cincuenta kilómetros de ninguna parte, una posición que cada bando reclamaba como propia y que terminó cayendo del lado paraguayo al cabo de una encarnizada batalla de tres días. “Este botón está un poquito flojo, pende de un hilo. Ojalá no se me caiga”, consideró Modesto cogiendo con los dedos pulgar e índice un botón mal cosido de la guerrera que había vestido por primera vez el 18 de julio de 1933.

  Aún recordaba aquel día. La tenue luz del sol invernal abriéndose paso entre los densos nubarrones grises que caían pesadamente sobre las montañas que circundaban el valle pintando las laderas de verde musgo, surcadas por profundos cañadones alejados de la perversa mano del hombre, manteniéndose incólumes frente a los elementos de una naturaleza tan sabia como cruel que empequeñece la voluntad humana reduciéndola a una mínima expresión, obligándola a someterse a desconocidas fuerzas telúricas.

  Era, pensaba el capitán, un paisaje salvajemente hermoso, capaz por sí mismo de cautivar el alma de un poeta atormentado y sometido por los designios de un destino incierto que lo guía entre la lucidez y el delirio. Eso mismo escribió en un diario que le había obsequiado su madre, la profesora Clara Acosta, sin duda la responsable de su temprana afición por la lectura. “Entre el cielo y los recovecos del infierno, se yergue desafiante el valle de las sombras donde no hay tiempo ni espacio, sólo la profundidad del sueño eterno de los justos y la purga de los pecadores”, escribió subrayando la palabra “eterno” sin que hubiera un motivo expreso salvo la necesidad de hallar las palabras que encajaran en un supuesto talento poético. Sí, Modesto Castellanos aspiraba a dedicarse a la poesía emulando de algún modo a Federico García Lorca cuyo Romancero gitano guardaba como libro de cabecera, el único analgésico posible contra la violencia que esperaba encontrarse en el frente. Algo de eso había oído de otros oficiales reunidos en el club social, militares sin experiencia en combate que habían perdido la inocencia con la detonación de una granada, el zumbido de las balas, el tableteo constante de una ametralladora, los obuses de la artillería perforando las casamatas y los alaridos de dolor de los desgraciados en primera línea, aquellos que ni siquiera habían tenido tiempo para cavar una trinchera donde meter la cabeza.

  Alguno de ellos había llegado con el petate liado a la espalda, los pies destrozados por las botas, y la piel picoteada por los mosquitos y otros parásitos que se alimentaban de la sangre. Provenían del norte del país, de la región andina, ese altiplano desabrido, que paría soldados de origen campesino, ojos rasgados, oscuros e inexpresivos, narices aguileñas, pómulos salientes, tan pronunciados como encrespadas colinas, espíritu silente, aimara, acostumbrado a obedecer y a resistir al invasor sin claudicar, manteniendo el pulso paso a paso, con absoluta parsimonia. Otros procedían de las zonas boscosas del oriente, poblaciones fronterizas con Brasil, donde a diario se lidiaba con el calor y los bichos, los ríos caudalosos y las lluvias, el contrabando y los traficantes de armas. Era gente afable y dicharachera, siempre de buen humor, predispuesta a marchar largos recorridos a través del chaco inhóspito. Sus oficiales también destacaban por ese carácter alegre opuesto a la rigidez prusiana de sus camaradas occidentales. Entre ellos estaba el teniente Salvador Ugarte, natural de Puerto Suárez, que cada noche entretenía a la tropa tocando la guitarra hasta que el comandante Fabián Quenallata interrumpía la diversión recordando que el enemigo se encontraba más cerca de lo que se suponía.

  “El comandante Quenallata”, se dijo Modesto Castellanos mientras repasaba el uniforme, bien planchado, tratando de hallar una excusa para quejarse de Justina. El capitán reparó en una pequeña mancha en la manga derecha de la chaqueta. Enseguida la asoció con su oficial superior y aquella mañana de febrero, un recuerdo             que siempre había tratado de eliminar de su memoria. Probó, para ello, varios productos de limpieza, llevó el uniforme a la tintorería de los Zenteno, en San Roque, pero todos los esfuerzos resultaron inútiles. “No sé con qué lo manchó, don Modesto. La cosa es que no sale”, le dijo azorado Fermín Zenteno. “Tampoco se nota tanto”, acotó para terminar. Pero Modesto Castellanos era un perfeccionista. La mancha ensuciaba el uniforme que había vestido con orgullo durante la guerra, al menos hasta que le dieron de baja por una herida en el hombro izquierdo. Nunca supo de dónde había venido la bala que atravesó la escápula como si fuera una barra de mantequilla. En invierno, sobre todo cuando el viento gélido del sur bajaba varios grados la temperatura, la herida le pasaba factura. Volvía, entonces, el dolor persistente y Modesto recurría a los analgésicos y a una cataplasma que Justina le colocaba en el hombro durante diez minutos.

  Una vez recuperado, cerraba los ojos y se recostaba en la butaca forrada en cuero con la cabeza hacia atrás, tratando de que los recuerdos se disiparan como la bruma que cubría la cuesta de Sama. Era una tarea difícil. El cerco y defensa del fortín Esperanza habían calado muy hondo en los combatientes bolivianos miembros de la Compañía de Infantería Sajama, desplazados a aquel punto estratégico localizado a doscientos sesenta kilómetros del fortín Esteros, sobre el río Pilcomayo, en el corazón del territorio de la etnia wenayek. El veterano de guerra se llevó una mano a la sien derecha. Sintió que latía y temió una de aquellas jaquecas que lo postraban en la cama al menos durante dos días. Pero no era el momento para esas consideraciones, sobre todo porque faltaba media hora para el acto en homenaje a los beneméritos. Puso el uniforme sobre el brazo de un sillón, se acercó al escritorio, abrió el primer cajón, halló una caja de aspirinas, cogió una y se la tomó sin agua. No era la primera vez. Había adquirido cierta experiencia con el paso de los años. “El abuelo no le teme a nada”, concluyó Ernesto, admirando la determinación del capitán que cerraba el cajón echándole llave. El niño se preguntó si el abuelo guardaba secretos y pensó en su diario. No era gran cosa, asumió, pero al menos le permitía expresarse libremente, alejado del fragor cotidiano de la escuela y el acoso de sus compañeros de clase, sobre todo uno de ellos, René Sotelo, un perfecto hijo de puta en toda la extensión del concepto. Ernesto estaba seguro de que más tarde, por la noche, aprovechando el silencio, escribiría sobre su abuelo. Ya lo había hecho, recordó, pero sólo se trataban de breves referencias del tipo “el abuelo volvió a discutir con mamá. La culpa es de mi padre”. No le faltaba razón. Manfredo Suárez jamás se tomaba la molestia de preguntar por Ernesto; ni siquiera había respondido a la demanda de divorcio. Simplemente metió cuatro cosas en una maleta y se marchó. Modesto siempre se lo echaba en cara a Margarita. De algún modo injusto que rayaba la perversidad, la responsabilizaba de su fracaso matrimonial. El capitán no concebía que su hija se quejara una y otra vez del menosprecio de Manfredo. “Esto es el matrimonio. Aún tienes mucho que aprender”, le decía y ella se limitaba a mirarlo a los ojos, sin reconocer a aquel hombre que la trataba como a una desconocida. Y quizás así era.

  La aspirina cumplió su cometido. Sintió que el dolor remitía poco a poco y suspiró. Después se quitó el batín y buscó los pantalones del uniforme. Ernesto vio las piernas delgadas de su abuelo. Una mancha rojiza teñía una porción de su muslo izquierdo. “Es de nacimiento. Digamos como si fuera un sello familiar. Mi abuelo tenía la misma mancha en el codo derecho”, le explicó a Ernesto cuando tenía diez años y era naturalmente muy curioso y preguntón. “Es curioso que tú no la tengas”, dijo Modesto con falsa extrañeza, encogiendo los hombros. El pequeño Ernesto le daba vueltas al asunto. Era, sin duda, una estupidez pero se cuestionaba sobre su pertenencia a aquella ilustre familia tarijeña. Él, por más que recorría su piel en busca del “sello de los Castellanos”, no hallaba mi un lunar que se aproximara a la mancha del abuelo. Por eso, al contemplarla, recordó aquellos días en que trataba de encontrar una señal que lo identificara como miembro del clan. El capitán se puso los pantalones que le venían un par de centímetros anchos y los ajustó con un cinturón de cuero que no pertenecía a la dotación del Ejército. Daba lo mismo. Tampoco la camisa blanca, de algodón, correspondía con el uniforme. Se la había regalado Fernando por su cumpleaños y era su favorita. Algo coqueto, se miró al espejo. Vio a un hombre mayor pero distinguido. Aún podía conservar la espalda erguida, y los hombros atrás, salvo por el izquierdo; sus piernas eran firmes y los brazos conservaban un punto de masa muscular que lo diferenciaba de los adultos de su edad, resignados a una vejez digna. Para evitarlo, Modesto hacía gimnasia cada mañana, muy temprano, y trataba de comer saludablemente alejándose de las grasas. Pecaba, sin embargo, de su afición por los dulces y, de tanto en cuando, tomaba una copa de vino por consejo de su primo, el doctor Adel Castellanos. “Lo importante es mantener la piel sana, sin arrugas”, le recomendaba el médico una vez al año, cuando lo visitaba el veterano oficial del Ejército. De hecho, se presentaba para certificar una salud que bien podía considerarse excepcional si olvidaba la herida de guerra. Por lo demás, ni un resfriado. “La clave, Ernesto, está en bañarse con agua fría”, le confesaba orgulloso a su nieto que lo miraba con incredulidad. Pero era cierto y Justina contaba aquella costumbre a todos sus conocidos entre la admiración y la burla. Modesto lo sabía. Era consciente de que podía resultar extraño y la idea le seducía. Tanto como el haz de luz que se filtraba entre la ventana y la cortina a aquella hora de la mañana, creando una atmósfera especial pintada de color vainilla pálido, con matices ocre y marrón sobre la superficie de los libros ordenados en la biblioteca. El capitán miró alrededor y sonrió complacido. No había otro lugar en el mundo mejor que ese; no podía haberlo porque allí se concentraba todo el conocimiento humano, incluso la guerra.

  Frente al espejo, ya de uniforme, Modesto se preguntaba qué quedaba de la guerra en su interior; mejor dicho, qué parte de él se había quedado en la trinchera que rodeaba al fortín Esperanza. Aquella fue una decisión de Quenallata que pretendía establecer un perímetro de defensa después de que un avión paraguayo de reconocimiento sobrevolara las posiciones bolivianas en el margen derecho del Pilcomayo. Entonces apenas quedaban provisiones, el pozo más cercano estaba a cincuenta y dos kilómetros del fortín, detrás de las líneas enemigas, y la moral de la tropa boliviana era baja.

  “La sed”, se dijo Modesto, recuperando aquella terrible sensación de sequedad en la garganta y se sirvió un vaso con agua que apuró de un trago. Ernesto no perdía detalle. Cada movimiento del abuelo le parecía una secuencia cinematográfica destinada a contar la biografía de un héroe. En realidad todo lo que rodeaba a Modesto parecía una película; él mismo tenía un halo de actor del Hollywood clásico, entre Lionel Barrymore y Clark Gable, sobrio, señorial, elegante y decidido. Lucía un bigote bien delineado que cuidaba con esmero, encerando la punta de las guías, peinándolo con un cepillo de la Villa Montenapoleone, la calle más elegante de Milán, y mantenía su cabello siempre limpio y sedoso, platinado en las sienes. “Todo un artista”, resolvió Ernesto viendo cómo su abuelo se miraba al espejo, abriendo levemente la boca, mostrando una dentadura bien cuidada a la que no le faltaba ninguna pieza. Sonrió de nuevo, satisfecho, y volvió la cabeza a la derecha. Allí, junto a una cómoda, le esperaba su par de botas altas, de montar, debidamente lustradas. Las cogió con cuidado, admirándolas como si contemplara una piedra preciosa y se sentó en una butaca para calzarse.

  Las botas, consideraba, tenían un significado muy especial porque su padre se las encargó a un zapatero pocos días después de que el Gobierno de Daniel Salamanca llamara a la movilización. Juan Alberto Castellanos, un prestigioso abogado que llegó a ser ministro de la Corte Suprema de Justicia, no veía un motivo válido para entrar en guerra con Paraguay. Sostenía abiertamente que Bolivia no estaba preparada para un conflicto armado y aquella opinión le granjeó algunos enemigos entre los tarijeños más nacionalistas. Por eso, cansado de las murmuraciones, se mudó a La Paz, donde vivía su hermano, Marcos. Modesto, que estudiaba en el Colegio Militar, agradeció que la familia lo acompañara habitando un inmueble de dos plantas en Obrajes, rodeado de arboledas. Para el cadete la guerra era como un sueño hecho realidad. Había leído La vida heroica de Napoleón Bonaparte, se imaginaba vistiendo el glorioso uniforme de un dragón, montando un brioso corcel mientras desenvainaba el sable que guiaría a la caballería contra los cañones prusianos en Austerlitz. “Ahora no lo ves de ese modo, eres joven y es comprensible pero la guerra es una estupidez”, trató de reflexionarlo el doctor Castellanos desde la lucidez. Pero es imposible apagar la ilusión de un chico que aspira a alcanzar la gloria en defensa de la Patria. “Ese es otro concepto erróneo, hijo. El hijo de tu tío Mario murió en el Acre. ¿Acaso alguien se acuerda de él? Nadie. Murió por nada”, lamentaba el jurista sin hacer mella en la voluntad del entusiasmado Modesto que una semana después se despidió de la familia y se subió a un camión rumbo a Tarija, su tierra natal. Habían pasado dos años de aquel día. “Tomá, esto es para vos”, dijo Juan Alberto Castellanos entregándole un reloj que había heredado de su padre. “Asegurate de traerlo de vuelta”, apostilló cariacontecido. Las palabras del magistrado aún se repetían en la memoria de Modesto cada vez que consultaba la hora. Sólo había una muesca en el enchapado como inolvidable recuerdo de la batalla del fortín Esperanza.

  “Faltan diez minutos” se dijo el capitán y miró por la ventana. Era una mañana soleada y Modesto aventuraba una plaza Luis de Fuentes radiante, engalanada con banderas tricolor y la presencia de las autoridades locales. “Desfiles” masculló y se puso la gorra de plato, un poco ladeada a la derecha. Ernesto se fue apartando lentamente de la puerta y con el corazón latiendo desbocado volvió a su habitación, entendiendo que no iba a perderse el desfile por nada, ni siquiera por el capítulo tres de El Corazón de las tinieblas que había dejado pendiente.  

  Por la mañana cuando iban a partir se oyeron gritos y los marineros querían atacarles pero Marlow tocó la sirena y éstos salieron corriendo. Marlow hablaba mucho con el señor Kurtz y éste le entregó unos papeles atados con un trozo de cordón y le dijo que no le lo enseñará al director”.

  Sí, valía la pena esperar.

DOS

El teniente Ángel Silvestre había cumplido tres años en la Policía, dos de ellos destinado en Tarija. El coronel Horacio Sirpa le había dicho que aquel era un lugar seguro y apacible, “nunca pasa nada. Al menos que yo tenga noticia de lo contrario”, acotó con una sonrisa complaciente. Silvestre no estaba de acuerdo.

  En junio, un par de ladrones de poca monta encañonaron a Julio y Marita Majluf para robar su joyería. Lo hicieron a las tres de la tarde, aprovechando la hora de la siesta. Julio, cuyos padres habían cruzado el Atlántico procedentes de Siria, trató de resistirse al asalto y uno de los ladrones, un hombre de estatura media, piel cetrina, contextura delgada y voz atildada, le apuntó con su pistola directo a la frente.

-¡No hagás ruido o te vuelo la cabeza! le amenazó tratando de mantener el pulso firme.

Su compañero, un hombre de mirada triste, ojerosa, nariz aguileña y cuerpo rechoncho a quien en la cárcel los reclusos apodaron “Beto”, lo miraba de reojo, pidiéndole que no se dejara llevar por los nervios.

-¡Váyanse! ¡No tenemos nada caro! ¡Son joyas de fantasía! vociferaba Marita alzando los brazos, mostrando vacías las palmas de las manos.

 Su marido, soliviantado por los sollozos, apretó rabioso la dentadura pero un diente de oro brilló en la oscuridad, avivando la codicia del ladrón que lo apuntaba. Julio vio el cañón oscuro del arma, como el único ojo del monstruo del cíclope, y se estremeció.

-¡Dígale a su mujer que meta todas las joyas! Le ordenó el ladrón volteando la cabeza hacia Beto que había sacado una bolsa oculta en el bolsillo derecho de su gabán mostrándosela a Marita que balbuceaba incoherencias religiosas como “Señor ten piedad de mí”.

-¡Cállese! le espetó Beto pero nada ni nadie podían detener aquella letanía.

-¡Cállela! Ordenó el ladrón que apuntaba a Julio.  

  Éste desvió la mirada hacia su mujer. La vio indefensa, acobardada por las circunstancias, inmersa en una especie de trance místico, con la mirada clavada en el cielo raso de la joyería.

-Marita…

-¡Señor, ten piedad de mí! ¡Señor ten piedad de mí!

-¡Cállela o lo hago yo! Insistió el ladrón flaco hasta la extenuación.

-Marita, por favor.

Julio recordó fugazmente a su padre, Abraham Majluf, atendiendo a la clientela con una sonrisa.  Aquel inmigrante sirio invirtió sus ahorros y, con estos, un porcentaje de su vida en aquel negocio y no estaba dispuesto a deshonrar su memoria.

-Por favor, váyanse. Les juro que no los denunciaré. Dijo Julio tratando de mantenerse firme, aunque la procesión, sin duda, iba por dentro. Sentía que los músculos de las piernas se agarrotaban y la sangre fluía más rápido, embotando su cerebro. Debía, sin embargo, contener la furia que se acumulaba en sus sienes perturbando su raciocinio.

-¡Acabá con esto, Rubén! Gritó Beto que sudaba copiosamente.

Rubén Minetti, natural de Rosario, posó una mirada difusa en su compañero. Era un tipo de estatura media, desgarbado, con los hombros vencidos adelante y nariz roma y ancha. “Ya has revelado mi nombre, pelotudo” le dijo sin pronunciar una palabra; hablaba a través de sus ojos enrojecidos de ira.

-¡No! Estalló Rubén.

-¡Por Dios! ¡Ayúdanos Señor!

-¡Cállese!

Rubén echó un vistazo alrededor mientras Marita clamaba ayuda divina y Julio buscaba el modo de llegar a un acuerdo.

-Señores…

-¡Ponga las joyas en la bolsa! Insistió Rubén con energía.

-Señores, yo…

-¿No me ha oído? ¡Las joyas!

Julio Majluf entendió que aquella pareja de ladrones no iba a aceptar su propuesta. Vio, con el rabillo del ojo, a Beto y su revólver y a Marita perdida en aquel delirio religioso. Enfrente, tenía a Rubén y sus labios gruesos, carnosos, desgastados por el viento del sur y el polvo del camino. Su mirada reflejaba el cansancio de una larga jornada que no parecía tener fin. Como fuere, Julio debía tratar de resolver aquella situación, al menos hasta que las calles recuperaran su vitalidad y para eso faltaban quince minutos, de acuerdo con un rápido cálculo de la cotidianidad y las costumbres locales. Era cuestión, por lo tanto, de contemporizar. Para ello, primero debía pedirle a su esposa que se calmara lo cual era imposible; luego, estaban aquellos tipos que no eran, ni mucho menos, profesionales sino vulgares asaltantes. Consideró, por ejemplo, que los ladrones inteligentes y avezados, expertos en la materia, sopesaban todas las variables posibles de un golpe estructurado hasta el mínimo detalle. Un profesional jamás recurría a la violencia, salvo honrosas y desesperadas excepciones. Por eso, Beto y Rubén, concluyó, eran unos cacos que no merecían…

¡Bang!

El disparo descerrajó la cabeza de Marita, estampando sangre y sesos en el papel pintado. Julio sólo atinó a ver de reojo cómo su esposa durante cuarenta y cinco años, se callaba de golpe, sin emitir un quejido, sorprendida por la reacción visceral de Beto que miraba atónito el humo que salía del cañón del revólver justo cuando la mujer caía de espaldas con la boca entreabierta y los ojos entornados como si realmente hubiera visto a Dios todopoderoso abriéndose paso entre las mullidas nubes de su conciencia para apagarla por siempre.

-N…

Rubén reprimió el impulso de caerle a golpes a su compañero porque no estaba previsto asesinar a alguien, mucho menos a una vieja indefensa. Tampoco contemplaba podrirse en una cárcel boliviana y, coligió, no debía dejar un testigo con vida. Así, instintivamente, cerró el ojo izquierdo, afirmó el revólver que empuñaba y haló el gatillo.

¡Bang!

La detonación reverberó en algún rincón de su cerebro que le devolvía la imagen de un hombre marcado por la mala suerte. Había fracasado en todos los intentos de establecerse con un negocio de choripanes en Jujuy, su mujer decidió abandonarlo en el peor momento, llevándose con ella al pequeño Alcides a quien no veía desde hacía demasiado tiempo y medio mundo llamaba a su puerta para cobrarle varias deudas. La única alternativa posible era asociarse con alguien lo bastante loco para cruzar la frontera y asaltar un par de comercios. Ese orate era, naturalmente, Beto.

  “Ojalá no la tengamos que usar nunca”, le dijo a Beto cuando éste le entregó un revólver. Su compañero reaccionó apretando los párpados hasta que sus ojos se convirtieron en un par de líneas horizontales, agarrando el arma con la solvencia de un pistolero. No necesitó decir nada más, simplemente se embarcaron en un bus en Tartagal, llegaron a Bermejo en siete horas y se hospedaron en un hostal ubicado en las afueras de la ciudad fronteriza. Al día siguiente, desayunaron en el mercado, apenas intercambiaron unas palabras y caminaron hacia la plaza principal. Beto vio el edificio municipal y al lado, a la derecha, una pequeña comisaría. “Seguro no pasan de cinco policías. En estos pueblos hay poco movimiento”, supuso Beto como si conociera la población. Rubén asintió arrebujado en su chaqueta de mezclilla con cuello forrado en lana de oveja que le había regalado su madre por su cumpleaños, buscó un cigarrillo, lo encendió con un fósforo y aspiró con fuerza. El tabaco era lo único que le calmaba los nervios en situaciones límite y aquella, definitivamente, lo era. Fumando, ambos preguntaron dónde podían comprar ropa, aduciendo que estaban de paso por Bermejo y su intención era dirigirse a Sucre para cerrar unos negocios.  Un lugareño les indicó que la mejor opción era la calle 23 de Marzo y caminaron hasta allí. Los ojos de Beto brillaron codiciosos al ver los puestos de venta de los ropavejeros y los contrabandistas; Rubén se quitó el cigarrillo de los labios y se secó el sudor de las manos en las perneras de sus pantalones. No podía evitar el hecho de pensar todo el tiempo en el arma alojada en su cinturón. La sentía como una pesada piedra que estaba obligado a cargar a modo de penitencia por sus pecados, pero al mismo tiempo suponía la redención de los mismos y una salida rápida, expedita, a sus problemas. “Sería estúpido asaltar a estos pendejos. Busquemos otra cosa”, propuso Beto algo atribulado por las voces del gentío que circulaba por aquella calle colapsada de puestos de venta que ofrecían desde un tornillo a un televisor, pasando por quesos, fiambres y vinos internados de Argentina.

  Así, después de tomarse una cerveza fría, cruzaron la calle y, por casualidad, se hallaron frente a una casa de cambios bajo un rótulo que rezaba “Shalom”. “Ésta es nuestra oportunidad. Entrar y salir, viejo”, decidió Beto sin admitir ninguna observación de su compañero. Rubén advirtió que no había vigilancia. Aunque la luz del sol golpeaba sin piedad y le resultaba difícil ver cuántas personas estaban en el interior del local, Rubén hizo un esfuerzo. Vio un mostrador, bastante amplio, y una pizarra que anunciaba la compra y venta de dólares. Un hombre alto y gordo, probablemente un transportista de los muchos que cubren la ruta entre Bermejo y Tarija, contaba detenidamente un fajo de billetes. “Vamos, ché”, dijo Beto con decisión. Rubén dudó un segundo y se llevó la mano derecha a la empuñadura del revólver, deseando no tener que utilizarlo; de hecho, nunca había manipulado un arma de fuego y su experiencia se limitaba a navajas que empalmaba con un movimiento rápido de muñeca. Esperaron a que el transportista saliera de la casa de cambios y entraron. Rubén cerró de un portazo soliviantando al propietario que alzó la cabeza entre un montón de notas de venta, facturas y papelería.

-¡Ni un movimiento o te timbro acá mismo!- Le gritó Beto apuntándolo con su revólver-¡Danos todo lo que tengas!

El cambista, un hombre de mediana edad de aspecto desaliñado, hurgó en un cajón y sacó un voluminoso fajo de billetes en moneda boliviana.

-¿Qué mierda es esto?

-Pesos. Repuso el cambista sin perturbar el rostro serio y aburrido.

-¡Esto no me sirve para nada! ¡Quiero los dólares! ¡Ahora!

El cambista se mordió el labio inferior y deslizó su mano izquierda debajo del mostrador.

-¡Apurate! ¡Sin trucos!

Rubén vigilaba mirando por la ventana sin deprenderse de la empuñadura de su revólver. No podía negarlo, estaba nervioso. Temía que en cualquier momento alguien se apercibiera de que algo raro sucedía en el negocio de Fidel Mamani. Éste palpó un fajo de billetes americanos y lo puso sobre el mostrador.

-Ya está mejor. Contalos.

Fidel lo hizo.

-Setecientos dólares. No tengo más. Dijo encogiendo los hombros.

-¡Seguro tienes más en la caja fuerte!

-No tengo una caja fuerte.

-¡Todas las casas de cambio la tienen!

-Yo no. Tengo muy mala memoria y sería incapaz de recordar la contraseña. Explicó el cambista suavizando el gesto con una sonrisa tibia.

-¡Mierda! Exclamó Beto lamentando su suerte.

-Agarrá lo que hay y vámonos. Le dijo Rubén sin perder de vista la calle.

Beto negó con la cabeza pero reconoció que su compañero tenía razón. Cogió los billetes de dólar con un gesto de desprecio y los metió en el bolsillo derecho de sus pantalones. Luego agarró el revólver por el cañón y sin darle tiempo al cambista para reaccionar, le asestó un fuerte culatazo en la cabeza. Fidel Mamani se desplomó aturdido.

-¡Larguémonos de aquí! Voceó Rubén agitando el brazo derecho y Beto escondió el arma entre los pliegues del gabán que vestía; poco después salieron de la casa de cambios.

  Rubén le dio la vuelta al letrero que decía ABIERTO y ambos caminaron rápidamente confundiéndose entre el gentío y sólo se detuvieron cuando alcanzaron el límite de la plaza de armas. Allí, Beto sacó el dinero y le dio la mitad a Rubén.

-¿Estamos?

-Estamos.

Beto estaba satisfecho porque el primer golpe había salido bien. R ubén lo leía en su mirada vivaz. Él, en cambio, vivía en un permanente sobresalto.

-Tenemos que salir de este pueblo-Propuso Beto-Vamos a la terminal de buses y compremos un pasaje al sur. La conmoción no le durará demasiado a ese indio cabrón.

Los ladrones abordaron un bus que se dirigía a la ciudad de Tarija sobre la cual ninguno de ambos tenía una referencia. Rubén compró La voz del Sur, un periódico local y, mientras el vehículo abandonaba la estación entre las voces que despedían a seres queridos deseándoles un buen viaje, leyó el titular de apertura: “Muere púgil boliviano en heroico combate de boxeo”. En la foto que ilustraba la noticia aparecían tres policías alejando a los curiosos del ring donde, en segundo plano, se veía un bulto del que sólo emergían dos botas de color dorado y a un hombre vestido con una chaqueta con el nombre “Kid Ciclón” impreso en la espalda, arrodillado frente al cadáver, cubriéndose el rostro con las manos.

  La noticia parecía interesante pero no bien empezó a leerla, un profundo sopor fue apoderándose de él. Lo último que vio, antes de quedarse dormido, fue a Beto contando su dinero una y otra vez, como si ello fuese a multiplicar la cantidad.

  Seguramente era lo mismo que pensaba hacer en cuanto los ladrones pusieran tierra de por medio entre la joyería de Julio Majluf y la tranca que marcaba el límite de la ciudad. Pero los gritos de aquella maldita vieja habían alterado los planes de lo que pensaban sería un golpe fácil.

-¡Acabalo! Le ordenó Beto a Rubén, que era incapaz de controlar el pulso.

-¡Te digo que lo acabes!

La voz de Beto taladraba con persistencia los oídos de Rubén y, aunque trataba de espantarla, ésta se repetía en un bucle continuo. Por otro lado, nunca había tenido a nadie a su merced y esto le generaba sensaciones contradictorias.

-¡Dale! ¡Dispará! Le apuraba Beto consciente de que la fuerte detonación del disparo habría quebrado la siesta de los vecinos.

-N-no puedo.

-¡Dispará de una vez!

Julio Majluf vio la película de su vida en cámara rápida. Su esposa yacía sobre un charco de su propia sangre y él se preguntaba si aquello no era más que un capricho del destino o, quizás, ese desenlace ya estaba escrito en algún lado. Como fuere, no se imaginaba una vida sin su compañera. Aquello era demasiado terrible, una condena eterna de la que sólo podía liberarse con un tiro que pusiera punto final a su historia de amor por la vía rápida, sin sufrimiento.

-Dispara. Musitó el joyero con los ojos inundados de lágrimas.

Rubén no daba crédito a las palabras que surgían de la boca balbuciente de Julio Majluf.

-Hazlo.

-Pero yo…

¡Bang!

La paciencia no era, precisamente, una de las virtudes de Beto. Esta vez disparó al pecho del joyero que cayó hacia adelante, llevándose la mano derecha a la herida, intentando contener la sangre.

-¡Vamos, carajo! Le espetó Beto a Rubén que, en aquel momento, tenía serias dudas sobre si esos acontecimientos eran reales o formaban parte incuestionable de una pesadilla. Pero no había tiempo para debates existenciales.

 Los ladrones salieron de la joyería dejando moribundo a Julio Majluf que trataba de alcanzar un teléfono con la dificultad que conlleva una bala en el plexo solar. Corrieron calle Sucre abajo, aprovechando que apenas había transeúntes y enseguida se encontraron en la plaza Luis de Fuentes. Alberto “Dippi” Sánchez, taxista de profesión, vio a aquella pareja y le pareció “extraña” de acuerdo con su declaración en calidad de testigo ante la Policía.

-¡Eh, ustedes! Les gritó moviendo los brazos.

Beto apenas viró la cabeza hacia donde provenía la voz. Vio a un hombre calvo y panzón, con unos lentes muy gruesos, con montura negra. Rubén sentía el corazón en la garganta y respiraba con dificultad.

-Seguí vos-dijo jadeando-Será mejor que nos separemos.

-¡Dejate de joder! ¡No nos vamos a separar! ¡Sólo tenemos que salir de esta mierda!

Rubén maldijo el momento en que descubrió el placer que le proporcionaba un cigarrillo. El tabaco le pasaba factura, sentía los pulmones inflamados, a punto de entrar en erupción y el corazón latía herido de muerte en un cuerpo muy delgado, consumido por la nicotina.

-¿Les pasa algo, amigos?

Beto negó abriendo la palma de su mano derecha. Rubén estaba doblado por la cintura, tratando de recuperar el resuello.

-Veo que ese amigo está mal. ¿No quiere que los lleve a un hospital? Preguntó Dippi acercándose a los ladrones hasta que se detuvo abruptamente a un metro de distancia.

-Espere… ¿Eso es sangre?

Beto no necesitó responder. Voces desesperadas pidiendo socorro se acercaban por la calle Sucre. Habían descubierto el cadáver de Marita Majluf y, para colmo, gotas de su sangre habían ensuciando la manga derecha del gabán del asesino.

-L-lo siento mucho. Tartamudeó Rubén, abatido por las circunstancias.

-Más lo siento yo.- Dijo Beto enarcando la ceja izquierda-No te vayas a morir ahora.

-¡Socorro! ¡Ayuda!

Ahora era Dippi quien gritaba como si alguien le hubiera arrancado el hígado. Uno de sus compañeros se le acercó y en un segundo, dos taxistas liaban un escándalo monumental llamando la atención de Carlos Sedano, propietario de Diversiones Montecarlo que salió de su local para ver qué pasaba en la plaza. Casi al mismo tiempo, Pajarito Aldana, un fotógrafo de retratos y recuerdos, cogió su máquina y corrió lo más rápido que le permitía una muleta, seguido por su leal Titán, un perrillo de pelo sucio que había rescatado del sacrificio, mientras la familia Prada se asomaba al balcón y Ricardo Tejada, cajero del Banco del Estado, se apartaba de las operaciones pendientes, soliviantado por aquel griterío.

-¡Policía! Clamó el colega de Dippi.

-¿Dónde están cuando se los necesita? Preguntó Marili Prada a Óscar, su marido.

-Éste, un abogado de renombre, la miró condescendiente y respondió:

-También hacen siesta.

Lo cierto era que el policía Asbel Andrade recibió una llamada no identificada denunciando el robo en la joyería y éste, se comunicó con el teniente Ángel Silvestre que recién se había tumbado a la sombra de un churqui para hacer la digestión de un buen plato de picante mixto servido al mejor estilo de don Pedro Vaca.

“El caso de los abuelos Majluf”, se dijo el oficial mientras cruzaba el Puente San Martín en dirección a la banda del Guadalquivir. Los vecinos, gente que había emigrado del área rural para asentarse en los límites de la pequeña ciudad, denunciaron el hallazgo del cadáver de una niña. Antes de partir, el coronel Sirpa le recomendó “prudencia”. “Deja tus impulsos juveniles, teniente. No quiero que pase como con esos viejos turcos”, le recomendó trazando una sonrisa críptica en su rostro de piel castigada por la viruela. “Ya son tres cadáveres en dos meses. Esas cosas no suelen pasar aquí”, apostilló sin que le faltara razón. “Corrijo el tiempo verbal: solían”, apuntó Ángel evocando el asesinato de Marita Majluf. Julio le sobrevivió cinco horas en la unidad de terapia intensiva del Hospital. El mejor cirujano de Tarija, el doctor Eduardo Farfán, hizo un esfuerzo descomunal para sacarle la bala alojada en el pecho pero el herido había perdido mucha sangre y se trataba de un hombre de ochenta y dos años. “Esos gauchos hijos de puta”, masculló el teniente Silvestre al recordar a los ladrones que, además, habían asesinado a la pareja de ancianos. Cuando alcanzó la banda del río, giró el volante a la izquierda y vio tres precarias construcciones de adobe. Una mujer vestida con pollera corta, blusa con flores bordadas y sombrero a la usanza chapaca1, preparaba un horno de barro alimentándolo con leña recién cortada por su marido, un campesino de mirada huidiza que portaba un hacha, mientras tres críos desnudos jugaban al escondite revoloteando como zánganos entre risas y chanzas.

-Buen día. ¿Saben dónde está la muertita? Preguntó el teniente con educación, evitando demostrar el asco que le provocaba la peste del abono animal amontonado al lado de una pequeña chacra donde el campesino cultivaba lechuga que vendía en el mercado central.

El hombre miró a su esposa buscando una respuesta; ella no se dio por aludida.

-¿Dónde está la changuita muerta? Insistió el oficial de policía, sin perder la compostura aunque consideraba reprochable aquella actitud. Al fin, la mujer reaccionó.

-Ahí. Dijo secamente apuntando con el dedo al cauce del río.

-¿Es lejos?

-Ahicito nomás.

-Gracias, señora.

La mujer gruñó.

Ángel no podía llegar con el jeep hasta el lugar señalado.

-¿Puedo dejar aquí la movilidad?

-Siga.

El policía echó un vistazo a la mujer. La expresión de su rostro reflejaba una vida de escasez. Curiosamente, su marido tenía la misma cara de parsimonia, como si su existencia sólo se cifrara en subsistir a toda costa. Luego, Silvestre se quitó la chaqueta del uniforme y, más cómodo, en mangas de camisa, se dispuso a descender la pendiente. Entonces, por instinto, ojeó el reloj. “El jodido desfile”, se dijo al constatar que faltaba una hora para el inicio de la ceremonia en homenaje a los beneméritos del Chaco. Aún recordaba vivamente las anécdotas que solía contar su abuelo. Hugo Silvestre había combatido en la Cañada Strongest y de aquella memorable batalla conservaba el uniforme de combate, un quepi bastante maltratado y una bandera tricolor boliviana bordada en una camisa blanca carcomida por las polillas. Lo interesante, más allá de aquellos recuerdos, era la jocosidad con que Hugo narraba las anécdotas, como si la guerra hubiera sido una especie de campamento de verano. Pero nadie en la familia se animaba a preguntarle sobre el fragor del combate, los alaridos de dolor de los heridos y los cadáveres descomponiéndose con el calor y la humedad.

  Eso era lo que sentía el cuerpo de Ángel a medida que descendía por aquella escarpada pendiente de rocas y vegetación salvaje.

-¡Urgh! Se quejó al sentir cómo una rama rasgaba sus pantalones, hiriéndole la piel. Pero no podía parar. Apretó los dientes y siguió bajando, envuelto en una nube plomiza de mosquitos que había renunciado espantar a manotazos porque era simplemente inútil.

  De pronto, miró hacia arriba. Vio la arboleda de troncos que parecían cruzarse entre sí en una danza tan erótica como macabra, mientras los rayos del sol se filtraban por las frondosas copas, dibujando figuras geométricas imposibles en la superficie de las rocas musgosas teñidas de verde y ocre hediendo a humedad. Aquel olor intenso y profundo, lo transportó al jardín de la casa de Francisco Pulido, el promotor de espectáculos. Recordó, inevitablemente, aquella atmósfera bochornosa, a pesar del invierno, y el pedido expreso del empresario de estar presente en la declaración informativa de su hija Teresa que había escapado de milagro de las garras de sus captores. La niña, con quince años recién cumplidos, tuvo la entereza de huir de dos secuestradores, uno de los cuales, un tal Johnny Castro, había sido acuchillado por su compinche, Ángel Quispe, detenido por la policía. El coronel Sirpa le pidió a Ángel Silvestre que tomara debida nota de “todo lo que la niña pueda aportar a la investigación” y así lo hizo, quedando muy impresionado de la madurez de Teresa.

  “¿Tiene usted una idea de por qué alguien querría secuestrar a su hija?”, le preguntó a Paco Pulido, acostumbrado a salir por la tangente. El empresario negó con la cabeza y encogió los hombros. Luego, frunció el ceño y se ruborizó al sentir la mirada franca y directa de Teresa. Ese detalle no pasó desapercibido para el teniente Silvestre. “¿Quiere decir algo, señor Pulido?”, persistió el policía. Teresa sabía que las deudas contraídas por su padre y la cadena de favores relacionada con el Capítulo, eran motivo más que suficiente para que alguien le pasara factura y así se lo reprochó la noche de su increíble hazaña. Por supuesto, aquello quedaba entre padre e hija, nada debía saber la policía. “Sólo hablaré en presencia de mi abogado”, repuso Pulido con solvencia.

  Aquella noche, por cierto, el teniente había levantado el cadáver de Ovidio Cala, alias Kid Ciclón, un boxeador muerto en el último asalto de un cruento combate con un púgil argentino, bastante más joven. El fiscal de turno determinó que no era necesaria una autopsia, aunque Silvestre insistía en un examen forense. “Nosotros nos encargaremos”, le dijo el representante de Kid Ciclón, muy serio y compungido y el policía no le dio mayor importancia, al menos hasta ese momento en que se adentraba en una maraña de ramas tejidas de un modo perverso por la madre naturaleza como una trampa para moscas. Aquella pesadilla le parecía una metáfora de la sociedad local que, en apariencia, se mostraba plácida, sencilla, afable y cercana, pero existía un trasfondo de complejas relaciones sociales heredadas de la colonia donde las élites locales ejercían un control absoluto de las instituciones para mantener su estatus de privilegio en relación al pueblo llano. La policía era el brazo operativo llamado a mantener el orden establecido. El coronel Sirpa lo sabía perfectamente y, con cierta frecuencia, se reunía con las autoridades políticas y administrativas, sin descartar breves encuentros con personas influyentes vinculadas con el Capítulo. Esta hermandad que databa de los primeros días de la república, manejaba los hilos de la sociedad tarijeña, garantizando los negocios entre sus miembros, apoyando aquellos proyectos políticos funcionales a sus intereses y protegiendo un modo de vida tradicional basado en los valores y principios de cada una de las familias que contribuían financieramente con un aporte voluntario. Para ingresar en este círculo tan cerrado era imprescindible haber nacido en Tarija y contar con un padrino que garantizara su lealtad.

-Esa gente. Escupió Ángel con desprecio. Tenía cierta idea sobre el Capítulo a partir de una desagradable experiencia en su Sucre natal que prefería mantener en el limbo de su memoria, sobre todo porque implicaba a Blanca Hurter, una poetisa de quien se había enamorado con inusitada pasión. No era el momento de pensar en ella, mucho menos en esas circunstancias, con las botas y el uniforme sucio de lodo y hojas secas. Además, el calor era insoportable, el sudor se pegaba a la ropa dificultando aún más su movilidad y dudaba sobre si lograría su objetivo. Al fin, el policía apeló a su orgullo y apuró el paso.

Crash, crash.

Silvestre usaba sus brazos para apartar las ramas, trataba de pisar con seguridad pero el terreno era blando y húmedo. Así, calculó que estaba a unos cincuenta metros del cauce del Guadalquivir. Vio, entre el enramando, que una sombra se movía rápidamente de derecha a izquierda. Ángel se estremeció. No estaba solo. Alguien se le había adelantado. Pensó que quizás se trataba de uno de los vecinos, probablemente quien había denunciado el hallazgo del cadáver.

-¿Hay alguien ahí? Preguntó elevando el tono de su voz.

Sólo oyó el trino de una chulupía que no era una respuesta convincente para un policía. Dio un par de pasos, miró atrás, no distinguió nada, siguió adelante, tomó una bocanada de aire que le resultó demasiado denso y, en cuclillas, oteó el espacio que le restaba por alcanzar. “El asesino siempre vuelve a la escena del crimen”, recordó maldiciendo las clases de criminología en la Academia Nacional de Policía, y consideró que la sombra podría corresponder a quien le había arrebatado la vida a una niña.

  El denunciante lo hizo por teléfono, optando por mantener su identidad en el anonimato. Sí dijo, y figuraba bien apuntado en el cuaderno de investigaciones, que se trataba de “una menor de edad, de cuerpo menudo y desnuda”. La referencia resultaba válida y Ángel revisó su libreta de anotaciones donde había escrito y subrayado la palabra “desnuda”. A dos metros del cauce, pensó que no era tan difícil encontrar un cadáver desnudo en aquel lugar.

  “La Academia te da la base teórica pero otra cosa es con guitarra”, le confesó uno de los oficiales a cargo de la instrucción de los cadetes, el mayor David Vargas. “Imagínese usted una enorme y profunda trinchera en medio de un campo de batalla devastado por los obuses enemigos. Ahora, métase en esa trinchera y no asome la cabeza porque se la puede volar un francotirador. Usted está hacinado con ratas, liendres, piojos, compañeros que transpiran miedo y jefes que sólo cumplen órdenes superiores sin permitir que nada ni nadie las cuestione. Atrás quedan los cuerpos cálidos de las mujeres, la sonrisa limpia de los niños, la música y el arte, la comedia y las ilusiones. En la trinchera todo es humanidad en su más pura expresión y créame, no le va a gustar”. Aquella visión derrotista de la vida contrastaba con el entusiasmo de sus camaradas y Ángel terminó contagiándose del espíritu romántico que envolvía a la policía. Le bastó un año destinado en la Policía Técnica Judicial de La Paz para desencantarse. Nada era como lo había soñado, ni siquiera imaginado. La corrupción impregnaba la institución, muy resistida durante la dictadura militar por colaborar en la represión de opositores. Cuando el país recuperó la democracia, muchos policías hicieron borrón y cuenta nueva; otros se emplearon como seguridad privada de gente poderosa, entre ésta, las familias del Capítulo. El teniente Silvestre reconoció a uno de sus compañeros de la Academia entre los matones de Paco Pulido. Por supuesto, mantuvieron la distancia, no cruzaron ni siquiera un saludo; cada quien iba a lo suyo y el teniente se había comprometido con su trabajo porque no se imaginaba guardando las espaldas de nadie.

-¡Carajo! Exclamó adolorido. Había pisado en falso, torciéndose el tobillo izquierdo. Entonces vio la sombra ocultándose tras el tronco rugoso de un churqui.

-¡Ya puedes salir! Vociferó tratando de contener el dolor que le paralizaba el pie. Pero la sombra no salía de su escondite.

-¡Salí de una vez, mierda!

No es que Ángel Silvestre tuviera una voz intimidatoria, pero consiguió que la sombra se moviera un poco a la derecha. El teniente dedujo que se trataba de alguien de baja estatura.

-¡Salí!

La sombra, entonces, osciló a la izquierda y el policía la llamó con una mano.

-Vení. No tienes nada que temer.

La sombra volvió a su posición inicial detrás del tronco.

-No estoy para jueguitos-dijo Silvestre-Salí. Podemos hablar.

-¿Hablar?

Ángel sonrió.

-Sí, hablar.

La voz de la sombra era atildada como la de un chiquillo.

“Es un changuito” dedujo el policía, ya más recuperado.

-Dale, vení. Acabo de torcerme la pata y, como verás, no estoy para perseguirte.

-No hice nada malo.

Ángel sonrió de nuevo.

-Eso yo no lo sé.

-Es verdad.

-Entonces, si no hiciste nada malo, ¿por qué no sales de tu madriguera?

Hubo un par de segundos de silencio y la sombra dijo:

-Porque tengo miedo.

-¿De qué?

-De los milicos.

-Yo no soy un milico. Soy policía.

-Es lo mismo.

-No lo es.

Silvestre supuso que había resultado convincente porque la sombra, al contacto con la luz, adquirió forma humana. El policía no se había equivocado. Se trataba de un crío, a quien Ángel calculó unos doce años, corto de piernas, brazos menudos y delgados, la cabeza algo ovalada, cabello muy negro, con tonos azulados, y una expresión desconfiada que resaltaba sus rasgos indígenas: ojos rasgados, boca amplia con labios gruesos, nariz curva, y orejas ligeramente despegadas del cráneo. Vestía una camiseta de The Strongest, pantalones cortos y calzaba ojotas.

 -Hola. Al fin decidiste salir.

El niño reaccionó alzándose de hombros.

-¿Cómo te llamas?

-Efraín. Susurró.

-¿Sabes? Conocí a un Efraín en la Academia. Hace años.

El comentario cayó al vacío.

-¿Me ayudas a levantarme? Me he lastimado-Dijo el policía extendiendo su mano derecha-Acercate. No te voy a morder.

El niño dudaba.

-Por favor.

El niño se rascó la cabeza, ladeándola a la izquierda.

-Yo no hice nada.

-¿Qué quieres decir? Preguntó Ángel manteniendo la mano extendida.

-Yo no hice nada.

-Entiendo.

El niño miró al cielo como si las palabras que buscaba se encontraran entre las nubes.

-Mi papá llamó.

El teniente Silvestre asoció las ideas: la llamada que había reportado el cadáver de una niña ya tenía una identidad.

-¿Quién es tu padre?

-Se llama Fermín.

Ángel trazó una media sonrisa y Efraín se le acercó.

-¿Ves? No muerdo.

Efraín ayudó a Ángel a ponerse en pie.

-Gracias.

El niño resopló como si hubiera hecho un gran esfuerzo y se frotó las manos.

-Yo fui… El que vio a la muerta. Dijo entrecortando las palabras.

-¿Cuándo?

-Ayer… Después del almuerzo.

-¿Dónde vives?

-Al otro lado.

-¿Del río?

-Sí. Yo salí a buscar cangrejitos. Mirá.

Efraín sacó una bolsa de nailon y la abrió.

-Ya veo.

Los cangrejos aún se movían, abriendo y cerrando sus tenazas. Ángel frunció la nariz. No podía concebir que alguien pudiera comerse a aquellos bichos, ni siquiera para dar sustancia a una sopa.

-¿Y qué pasó después?

-La vi.

-¿Así nada más?

-Sí.

-¿Y me puedes llevar donde está?

Efraín asintió. El policía dedujo que el niño no mentía; tampoco tenía por qué hacerlo. Sus palabras parecían sinceras, alejadas de cualquier interés malicioso. Pero no podía pensar lo mismo del padre del chiquillo. Necesitaba interrogarlo y a eso apuntaba.

-¿Y tu papá?

-Creo que fue a la ciudad.

-¿Crees?

-No lo vi salir. Desperté tarde.

Ángel notó que Efraín empezaba a incomodarse, miró de nuevo el reloj y decidió darse prisa porque debía certificar el hallazgo del cadáver y la radio estaba instalada en el jeep.

-Llevame donde la muerta-dijo agravando el tono-Vamos.

Efraín apuntó con un dedo hacia un recodo, cubierto de maleza, donde el agua del río adquiría un color terroso y, por lo tanto, era poco profundo. Caminaron en silencio unos cincuenta metros en esa dirección, acompañados por el trino de las chulupías que anidaban en la copa de los árboles y alertaban a la naturaleza de la presencia de aquel par de intrusos. De súbito, Efraín se detuvo y palideció como si hubiera visto un espectro.

-¿Pasa algo?

El niño negó con la cabeza.

-¿Entonces?

-Es…

-¿Sí?

-Es-tá a-hí.

Aquel no era el primer cadáver para Ángel Silvestre. Reconoció que el disparo en la cabeza de Marita Majluf le había impresionado sobremanera. Pero hubo otros. Dos, exactamente.

-Quedate aquí. Yo me encargo.

Efraín se frotó el ojo derecho con una mano; seguramente un mosquito había errado su vuelo. El teniente le pidió calma y con la mano izquierda, recorrió las ramas apelmazadas caprichosamente. Sintió, entonces, la pestilencia del cadáver en descomposición envuelto por un enjambre de moscas de cabeza verde que zumbaba como el motor de una fábrica. El cuerpo estaba desnudo, salvo por los pies, cubiertos con calcetines deportivos blancos con dos franjas azul y roja. Los calcetines, impecables, contrastaban con el lodazal, y los insectos que se movían furiosamente alrededor de la niña muerta. Sí, se dijo Ángel, era una niña. Su cuerpo era menudo, calculó un metro quince centímetros, piel blanca, cabello color castaño, muy claro, largo hasta la cintura, brazos extendidos, abiertos, tanto como las piernas, en forma de X. El policía sacó su cuaderno de apuntes y tomó nota: “Cabeza vencida a la derecha. Ojos vidriosos. Un poco enrojecidos”. El asesino había acomodado el cadáver en esa posición, colocándolo de espaldas, con el vientre abajo. Ángel ladeó el cadáver a la izquierda, buscando una herida. La encontró enseguida, sin ninguna dificultad. Se trataba de un corte, probablemente hecho con un arma blanca, que había cercenado la yugular provocándole una muerte inmediata. Como fuere, necesitaba el informe oficial del forense. Lápiz en mano, observaba aquel cuerpo tierno, inocente, mancillado por un hombre que no había tenido reparo en degollar a una niña. Atribulado, pero sin perder la perspectiva, Silvestre buscaba otras pistas. Le pareció curioso que no hubiera rastro de ropa; el asesino se había tomado la molestia de quitarle cualquier otro tipo de detalle que ayudara a su identificación como una cadena de oro o pendientes. En cambio, hubo algo que llamó la atención del policía.

  En el muslo derecho del cadáver vio un tatuaje o algún tipo de grabado con tinta en la piel. “Ninguna niña se hace eso”, dedujo y se acercó al cuerpo. El dibujo representaba un triángulo que albergaba un sol en su interior. Calculó que el grabado medía unos dos centímetros a lo sumo pero destacaba en una piel tan blanca, como si el asesino lo hubiera impreso con un hierro al rojo vivo, similar al que se usa para marcar el ganado.

  -¿Qué es esto? Preguntó en voz alta el teniente, entre la molestia y la indignación.

  Quien había grabado la piel de la niña tuvo tiempo suficiente para ello; quizás lo hizo antes de asesinarla. La cabeza de Ángel comenzó a barajar posibilidades. “Secuestro”, apuntó en su cuaderno. “¿Violación?” acotó seguidamente. “Arma”. “¿Cuchillo?” “¿Navaja?”. “Identidad”.

Sí, lo próximo era identificar el cadáver y para ello sólo podía acudir al doctor Jaime Castellanos.


TRES

-Le queda muy bien esa corbata, don Modesto.

El capitán del Ejército entrecerró los ojos. Sabía que cualquier comentario de Justina solía ser condescendiente.

-Gracias.

-Seguro irá mucha gente al desfile.

Modesto Castellanos, contrariado, frunció los labios. Le importaba muy poco la asistencia al evento; el país se había olvidado de aquella guerra que el ensayista antibelicista, Tristán Marof, definió como un “matadero donde los soldados bolivianos habían sido llevados como un rebaño”.

-No olvide la escarapela, don Modesto.

-Ah, sí. La escarapela.

-¿La señora lo acompañará?

-No creo. Esta mañana le dolía la cabeza.

-Sí. Eso me dijo.

Dos segundos fueron suficientes para que Modesto Castellanos analizara a Justina Tapia. Aquella mujer había migrado desde la empobrecida región norte del departamento de Potosí con la esperanza de encontrar trabajo en el sur. Seguramente, pensó Modesto, era joven pero su rostro ajado por la brisa gélida de su tierra natal la había avejentado. Su origen quechua, además, era innegable, reflejándose en su piel cobriza, cabello muy oscuro y mirada absorta, la misma que había visto en los ojos de algunos soldados de la Compañía de Infantería Sajama, tipos muy duros y sufridos, siempre callados y silenciosos, desconfiados por naturaleza, que jamás rehuían el combate porque nada tenían que perder. Por otro lado, eran obedientes que no sumisos, acataban las órdenes con notable disciplina y mantenían su fusil siempre limpio y engrasado, lo que provocaba las burlas de sus camaradas orientales y tarijeños siempre dados a la broma y la fiesta. Justina contaba que sus vecinos habían perdido dos hijos en la guerra. Al margen del drama familiar se sentían honrados.

  “No hay mayor gloria que morir por la Patria”, repetía hasta la saciedad el comandante Quenallata a sus subalternos que, cansados y sedientos, se limitaban a oír aquella voz de barítono educada en el Colegio Militar. “Maldito hijo de perra”, se dijo Modesto que recordaba las arengas trasnochadas que nada tenían que ver con la sensación de abandono de la tropa. “Capitán, usted tiene la responsabilidad de mantener la moral bien alta”, le recomendaba día y noche, mientras los “pilas” aguardaban con paciencia cualquier descuido en la línea de defensa boliviana. Quenallata había establecido un perímetro alrededor del fortín con dos ametralladoras, considerando que podrían repeler un asalto masivo, aprovechando la superioridad numérica del ejército paraguayo. Pero la estrategia enemiga era otra; se basaba en el desgaste continuo con francotiradores apostados en los árboles, que por regla general disparaban a los centinelas. Por ello, nadie quería hacer guardia y a quien le tocaba el turno se encomendaba de inmediato al capellán castrense. Era, sin duda, una situación desesperada que probaba el temple de la compañía.

 -Lo esperamos a almorzar, don Modesto. Dijo Justina interrumpiendo los pensamientos del veterano de guerra. Era lo mejor, concluyó, mirándose en el espejo del zaguán. Se vio elegante y le sonrió a su imagen. Luego abrió la puerta principal y salió de casa.

La mañana era calurosa pero Modesto no lo sentía. Su cuerpo se había adaptado a los rigores climatológicos del Chaco después de dos años sobreviviendo en el frente. Sobrevivir a la guerra era la única heroicidad. Atrás quedaban los valores que pontificaban los políticos desde la comodidad de su curul parlamentario, la prensa obsecuente dedicada a exacerbar el espíritu nacionalista y los altos mandos militares. Uno de ellos, Hans Kundt, una especie de asesor militar del gobierno boliviano, había asegurado que la campaña no se prolongaría por más de un año. Formado en la vieja escuela prusiana, estaba convencido de la supremacía militar boliviana, menospreciando al ejército paraguayo. A todas luces, se equivocaba. Los paraguayos conocían muy bien aquel terreno agreste, estaban adaptados a las altas temperaturas, los mosquitos y las privaciones propias de la guerra, entre éstas la falta de agua potable. Asimismo, tenían bien ubicados los pozos resguardándolos adecuadamente, previsión que no había tomado el ejército boliviano. Por eso, uno de los objetivos expuestos por el comandante Quenallata a sus oficiales era encontrar un pozo. “¿Cómo podemos hacerlo, señor, si estamos rodeados?” cuestionó el teniente Walter Iturre?” Quenallata miró con desprecio a su oficial. “Es usted un cobarde Iturre”, le arrojó a la cara. El oficial no respondió. Irónicamente, hizo el saludo militar, sacó pecho, metió barriga y enderezó el espinazo.

  Walter Iturre era díscolo, un rebelde con aspiraciones a novelista que se había alistado en busca de aventuras. La primera refriega le mostró que la guerra es sucia y miserable. Una columna de reconocimiento que él mismo comandaba cayó en una emboscada. El teniente perdió cuatro soldados, uno de ellos, un guía guaraní. Aquel fue su bautizo de fuego. Las balas paraguayas acribillaban a sus hombres desde todos lados, no había dónde ponerse a cubierto y los heridos bramaban de dolor pidiendo la ayuda de un enfermero que corría como un pollo sin cabeza. Iturre desenfundó su pistola y vació el cargador contra las sombras que se movían frenéticamente entre los árboles. Era una pesadilla producto de una mente enferma. Cuando cesaron los disparos el teniente no sabía qué hacer. Su mano izquierda temblaba sin control, se había cagado encima y la sensación de impotencia superaba la de vergüenza. En resumen, un desastre. Al margen de las bajas y los heridos, se le habían caído, uno por uno, los mitos que romantizaban la guerra. El joven oficial, con apenas un rasguño en el antebrazo izquierdo, se había convertido en un hombre maduro obligado a enfrentar las más adversas condiciones del campo de batalla.

  Era el mismo hombre que Modesto Castellanos vio sentado en la Plaza Luis de Fuentes haciéndose lustrar los zapatos. Si bien no eran amigos, ni a ninguno de los dos le interesaba serlo, habían compartido las penurias del fortín Esperanza y ello establecía un lazo que sólo podía deshacer la muerte. De modo que apretó el paso y se le acercó. Walter permanecía ensimismado en la edición de aquel día del periódico La Voz del Sur. Vestía de civil, pantalón de franela gris marengo, zapatos negros, con cordones, camisa blanca y corbata azul marino. Lo único en común con el resto de excombatientes que se organizaban para participar en el desfile, era la guerrera del uniforme y la gorra de plato.

-Teniente Iturre-dijo Modesto elevando un poco el tono de voz para llamar su atención-Sabía que usted no iba a fallar a sus camaradas.

Iturre levantó la vista del diario y entornó los ojos por la luz del sol.

-Capitán.

-Escuché por ahí que su estado de salud era delicado.

-Nada serio-minimizó el oficial respaldándose con un gesto displicente con la mano-Problemas digestivos. Hay cosas que me gustan mucho y que ya no debo comer.

-Entiendo.

-Cuestión de edad, supongo.

Modesto hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa quedándose en la intención. Una pausa de dos segundos le permitió comprobar que Walter Iturre también había sido condecorado por los méritos contraídos al servicio de la Patria. Creyó que, tal vez, no lo merecía. Ahora, tantos años después, no valía la pena recordarlo porque de un modo u otro el Estado estaba en deuda con cada uno de los que fueron a la guerra.

-¿Y qué tal?-preguntó el capitán Castellanos para salir del paso-¿Cree usted que vengan todos los camaradas?

-Um-Dudó Iturre cerrando los ojos por un instante como si buscara una respuesta-No sé si usted se enteró de la muerte de Chaly Sotelo.

-La verdad que no.

-Cáncer. Dicen.

-Vaya.

-Sí. Ya estaba mal. La última vez que lo vi fue cruzando la Plaza Sucre. Tenía muy mala cara. Por supuesto, nos saludamos.

-Claro, recuerdo a Chaly. Combatió en Villamontes.

-Exactamente, capitán. Allí quedó rengo de la pierna derecha. Por eso siempre se levantaba con el pie izquierdo.

Modesto entendió la gracia y sonrió sin querer. Iturre no había perdido su cáustico sentido del humor.

-Creo que hoy vendrá su viuda.

-Ah, es probable.

-Bueno, espero que lo haga. De un tiempo a esta parte estos actos han perdido su importancia. Lamentó el subteniente con un mohín de decepción, curvando los labios.

-Usted ya lo dijo, Walter: cuestión de edad.

Iturre asintió mientras el lustrabotas terminaba su trabajo frotando los calzados con un paño encerado. En ese momento, dos camiones del Ejército ingresaron en la plaza de armas. Modesto volteó hacia los vehículos que de detuvieron frente al edificio prefectural. La máxima autoridad del departamento, salió al balcón y saludó con una mano al comandante del Batallón Chorolque de Ingenieros que correspondió con un saludo militar. Poco después, una compañía salió de los camiones, formando marcialmente frente a la estatua de Luis de Fuentes y Vargas, el adelantado que fundó la Villa de San Bernardo de la Frontera el 4 de julio de 1574. “¡Mirá mamá. Soldados!” exclamó un niño halando de la mano a su madre que no parecía tener tiempo para aquellos actos protocolares. Un hombre, que caminaba deprisa con un voluminoso portafolio bajo el brazo, tampoco se detuvo a ver la formación militar y una mujer mayor, con la cabeza cubierta con un pañuelo, los miró con recelo. Había pasado muy poco tiempo desde la recuperación de la democracia y era natural que la presencia militar generara desconfianza e incluso repudio.

  “¡Hijos de puta!” se oyó desde algún rincón. La imprecación provocó que el comandante alzara la cabeza por encima de la tropa. El prefecto, Alcides Vacaflor, se llevó un dedo a la sien. “Es un loquito”, le dijo al comandante desde el balcón para tranquilizarlo. Éste se acarició la barbilla y miró a su izquierda. Un hombre de mediana edad, sucio, con una melena apelmazada, la ropa hecha jirones y barba larga e hirsuta, se despachaba a gusto faltándole el respeto a la tropa en posición de firme. “¡Asesinos de mierda!” “¡Cabrones!”. El comandante, de algún modo, se lo esperaba; no era la primera vez que sucedía aunque en Tarija la gente guardaba mejor las formas que en La Paz.

  Jesús Antonio Márquez Varela, había llegado a Tarija procedente de la sede de gobierno para sustituir al comandante del Batallón Chorolque. Natural de Riberalta, participó en el golpe de estado del general Luis García Meza pero siempre mantuvo un perfil bajo a pesar de su amistad con el coronel Saúl Ontiveros, allegado del ministro del Interior, Luis Arce Gómez, quien comandaba la represión asesorado por un tal Klaus Barbie. Márquez aún recordaba a aquel “gringo que no hablaba una palabra de español”. Lo vio entrar en el Palacio Quemado secundado por paramilitares armados con metralletas, con la cabeza altiva, la mirada fría e intensa y el porte severo de un eficaz oficinista presto a cumplir con su tarea. Márquez regresaba de una operación de búsqueda y captura de dirigentes universitarios. Gracias a la denuncia de un vecino, los hallaron en un segundo piso en un edificio en Miraflores. No fue difícil reducir a aquel puñado de “troskos revoltosos” a base de culatazos y lacanazos, esos golpes en el cogote con la palma de la mano. Luego, maniatados, los condujeron al matadero de Achachicala poniéndolos a disposición del Señor Numbella, quien llevaba a cabo los interrogatorios.

  “Sí. Creo que tienen derecho a odiarnos”, pensó el comandante Márquez viendo cómo un policía reducía al pordiosero que la gente conocía como “El Sombreros” porque usaba un enorme sombrero de copa de cartón mendigando un peso en inmediaciones de una gasolinera en la Avenida de las Américas. La gente comentaba, siempre que el tema salía a colación de un modo u otro en una conversación, que “El Sombreros” era hijo bastardo del presidente Víctor Paz Estenssoro quien se negó a reconocerlo legalmente; otros sostenían que había sido un brillante estudiante de Sociología que leyó tanto hasta perder la razón. Lo cierto era que fue “El Sombreros” quien vio a los ladrones de la joyería de los Majluf, comenzando a dar unos gritos terribles que despertaron a los vecinos de la siesta.

-Otra vez ese indigente-protestó el teniente Iturre-Se debería hacer algo con él.

Modesto se frotó el dorso de la mano derecha con la mano izquierda y enarcó una ceja, como si realmente estuviera interesado en continuar con aquella conversación cuyo único objetivo era hacer hora hasta que comenzase el desfile.

-¿Cómo qué? Preguntó pasándose la punta de la lengua por el labio superior.

-No sé. Algo.

-Podría usted ser un poco más imaginativo…

-Capitán, creo que no es una cuestión de imaginación.

-¿Entonces?

-Creo que, simplemente, se trata de desarrollar políticas desde el Estado para…

-Por favor-interrumpió Modesto respaldándose en un gesto displicente con la mano derecha-Ya está usted hablando como un político.

-Tal vez.

-Le recuerdo que los políticos son bastante culpables de este descalabro.

-De ello no me cabe la menor duda, capitán. Lo digo desde los días de la guerra. ¿Se acuerda?

Modesto Castellanos se llevó el dedo índice acariciándose la punta de la nariz, activando su memoria. Vio, con claridad, al teniente Iturre tratando de convencer a la tropa de que aquella guerra carecía de sentido. “Esto es una soberana estupidez. ¿No lo ven? Estamos peleando por nada. Por un pedazo de tierra que se quieren repartir las petroleras. El presidente es un títere de esas empresas. Los paraguayos no nos han hecho nada. Son nuestros hermanos. ¡Nos estamos matando entre hermanos!”, decía apasionadamente hasta que Quenallata lo frenó en seco acusándolo de traición. “Usted no puede alentar este tipo de cosas, teniente. Es usted un oficial del Ejército de Bolivia, carajo. Por favor, compórtese o lo haré arrestar”, lo amenazó el comandante con un dedo admonitorio. “¡Lo que digo es verdad! ¡Moriremos por nada!”, insistió el oficial lo bastante perturbado para contravenir a la autoridad. “¡Cállese, Iturre! ¡Nos avergüenza! Sargento Torres, cárguelo al depósito!”. El sargento obedeció la orden y Walter Iturre pasó aislado cuarenta y ocho horas, sin agua ni rancho, si es que podía considerarse comida aquella masa grumosa de harina de yuca que preparaba Claudio Quispe, el cocinero de la división. Cuando fue autorizado a abandonar el encierro, el teniente ni siquiera tuvo tiempo para colocarse la canana; al menos un centenar de soldados enemigos iniciaba su undécimo intento de asaltar las defensas del fortín Esperanza apoyados con fuego de mortero y ráfagas de ametralladora.

¡Spud! ¡Ruuum!

Los proyectiles de mortero trazaban una parábola desde las posiciones paraguayas y caían entre las filas bolivianas causando estragos. Modesto vio horrorizado cómo una explosión destrozaba los cuerpos de tres soldados que no se habían puesto a cubierto a tiempo. “Estúpidos”, maldijo, aunque se trataba de reclutas sin experiencia en combate, con escaso adiestramiento, que al oír la primera detonación, trataron de protegerse en una zanja con tanta torpeza que acabaron chocando entre ellos convirtiéndose en un blanco muy fácil. Otros, un par de bisoños que difícilmente podían con el Máuser, fueron arrasados con una ráfaga de ametralladora. Quienes consiguieron mantener la entereza, lo cual era una tarea muy difícil entre el griterío, las órdenes y el fragor del combate, respondieron disparando contra una densa humareda de pólvora. “¡Fuerza! ¡Fuego a discreción!” Animaba el comandante Quenallata pistola en mano. Modesto advirtió que el oficial al mando del fortín parecía disfrutar el momento, como si fuera el despiadado capitán de un barco pirata, encaramado en el puente, arreando a los suyos a un abordaje con destino incierto.

  Por un lado, Modesto Castellanos admiraba el valor del comandante; por otro, lo despreciaba profundamente. Pero aquel no era el momento para debates. El capitán ocupó la posición asignada en el flanco derecho de la defensa del fortín, alentando a sus hombres a no ceder ni un milímetro. Honestamente, se sentía un tanto ridículo dando aquella orden aunque había estudiado para ello en el Colegio Militar.

¡Sotang! ¡Badum!

Las balas rasgaban el espacio, zumbando sobre las cabezas agachadas de los soldados bolivianos. Modesto vio, estupefacto, cómo un recluta apellidado Linares, perdía el brazo izquierdo arrancado de cuajo por sólo Dios sabe qué tipo de proyectil, quizás una granada de mano. El capitán atinó a mantener el pulso firme, descargando su pistola, ignorando si, efectivamente, había abatido a algún enemigo. La única referencia que tenía, eran las voces en guaraní que chocaban contra aquel muro de lamentos y maldiciones quechuas y aimaras, una torre de Babel de intolerancia y sinsentido construida sobre los cimientos de la pobreza y la derrota. “Recargar” se decía el oficial boliviano, sacando la munición de su bolsón de lona. Modesto realizó esta operación al menos dos veces durante el ataque paraguayo que se prolongó unos diez minutos hasta que alguien dio la orden de repliegue. Ese tiempo fue lo que calculó el capitán echando un vistazo al reloj que le había regalado su padre. Entonces vio cómo la nube de pólvora retrocedía amparando a los paraguayos en retirada mientras cesaba el fuego de los morteros. “Dios”, deslizó horrorizado, enjugándose el sudor del rostro. Cuando se disipó la humareda, el campo de batalla sólo reflejaba desolación. Contó una veintena de cadáveres paraguayos, contorsionados de un modo grotesco, alguno desmembrado, y una decena de heridos moribundos que se arrastraba clamando ayuda y agua.

  El comandante Quenallata se frotó los ojos, cogió sus prismáticos y oteó el horizonte. Vio a los últimos combatientes paraguayos perderse entre la maleza de aquel infierno verde y sonrió complacido. “¡Felicidades! ¡Lo hemos conseguido de nuevo!” Dijo exaltado, disfrutando del triunfo aunque, en su fuero interno, no sabía cuánto más podía resistir sin provisiones ni agua potable. Un día antes había enviado a un mensajero guaraní que conocía perfectamente el territorio para que cruzara las líneas enemigas hasta Villamontes y pedir refuerzos. Cabía, naturalmente, la posibilidad de que fuera capturado y ejecutado por espionaje, por lo que el comandante cifraba sus esperanzas en la habilidad de Bruno Meneses para confundirse entre los matorrales, burlar a los centinelas paraguayos y recorrer los ciento veinte kilómetros, aproximadamente, que separaban el fortín de las posiciones bolivianas.

  “Buen trabajo, capitán Castellanos” le dijo a Modesto dándole una palmada en la espalda. El oficial odiaba aquellas familiaridades pero, dadas las circunstancias, las dejaba pasar. Fabián Quenallata era un oficial de carrera. Provenía de una familia de Colcapirhua, en el valle cochabambino, propietaria de una hacienda ganadera. Su abuelo había combatido en la Guerra del Acre y su padre jamás estuvo de acuerdo con la idea de que Fabián se postulara al Colegio Militar. Allí, no sólo destacó por sus excelentes calificaciones, sino también por sus dotes de mando y liderazgo que puso a prueba como oficial al mando de una patrulla en la frontera entre Chile y Bolivia. De aquellos días, conservaba una fotografía tomada en la población de Charaña, vistiendo un abrigo largo, con capote, que resaltaba su corpulencia y unas botas de montar que parecían recién lustradas. El entonces capitán Quenallata portaba un fusil Mauser V224 que exhibía con orgullo. Atrás, en segundo plano, aparecían retratados cuatro soldados de rostro adusto, como si un escultor lo hubiera cincelado sobre una roca, sin expresión alguna. En cambio, el oficial boliviano, rezumaba soberbia, con la mirada dura y penetrante, capaz de trascender el marco de la misma fotografía para enclaustrarse en el alma de quien tuviera la posibilidad de verla. Años después, aquel hombre apenas había cambiado.

  “Tráigame un fusil, capitán”, le pidió a Modesto Castellanos. “¿Señor?” “Le digo que me dé un fusil”. Modesto se estremeció, sin saber con exactitud para qué el comandante necesitaba un Mauser. Walter Iturre, que había defendido el ala oeste del fortín, negó con la cabeza. “No lo haga, capitán”, dijo el teniente herido en el antebrazo, con el rostro compungido. “Es una orden, Iturre”, respondió Modesto resignado. “Ese tipo no está en sus cabales, capitán”, persistió el oficial escogiendo las palabras. “Eso no es asunto mío”, zanjó Castellanos que tomó prestado el arma de un soldado que llevaba el brazo izquierdo en un improvisado cabestrillo, liado con un pañuelo lo bastante grande. Poco después entregó el fusil al comandante que lo sopesó, como si estuviese calibrándolo, revisó el cañón y la cureña, contando el número de balas. “Es inhumano permitir que sufran esos valientes”, dijo agarrando el fusil con la solvencia de un experto. “Perdone señor, pero…” “Oh, Castellanos. Mi intención es absolutamente cristiana. Dios la aprueba”. “¡No creo que nadie apruebe lo que usted pretende hacer, comandante!” observó Iturre desaforado. Quenallata le dedicó una mirada despectiva y levantó el fusil, acomodando la culata en el hombro izquierdo. “Señor, le pido que no lo haga”, dijo Modesto apelando a su apego a las llamadas reglas de la guerra. “Ja, capitán. Le falta mucho por aprender”. “No lo entiendo, señor”. “Algún día lo hará. Estoy completamente seguro de ello”, reforzó el comandante cerrando un poco el ojo derecho, apuntando el fusil contra un desdichado con las manos en alto, invocando una intercesión divina que le salvara la vida. No era el caso, cuando Fabián Quenallata jugaba a ser dios.

¡Zud!

Una bala acabó con el sufrimiento del paraguayo que nunca supo de dónde provenía aquel rayo que desconectó su cerebro del cuerpo.

-¿Todavía se acuerda de la guerra, capitán?

La voz, un tanto nasal, de Walter Iturre, quedó anclada en la mente de Modesto Castellanos cuyo rostro había palidecido de pronto.

-¿Está usted bien?

-Sí, Iturre.

-No lo creo. Parece como si hubiera visto un fantasma.

-Es posible.

Walter Iturre suspiró hondo.

-A mí también me sucede. Esos fantasmas aparecen inesperadamente. A veces, la mayoría, en medio de la noche; otras, a plena luz del día, detrás de una esquina o al final de una calle. Es igual. Ellos se dan modos para surgir de algún lado.

“Fantasmas” se dijo Modesto tratando de espantarlos de su mente pero le resultaba muy difícil. En ocasiones, sobrevenían los rostros desfigurados de los muertos y heridos, pululando como zombis por un campo de batalla infinito, con enormes cráteres, trincheras y árboles incinerados. Oía con claridad el ulular de un viento sucio, teñido de sangre, recorriendo cada uno de los rincones del fortín Esperanza, arrastrando consigo los sueños de una generación abandonada a su suerte. Lo más triste de todo ello, pensaba el capitán Castellanos, era la reiteración sistemática del error, como si no se hubiera aprendido nada de las lecciones de la Historia.

-Están ahí, capitán. Sentenció Walter mientras pagaba los servicios del lustrabotas.

-Me he pasado toda la vida expulsándolos. Uno por uno.

-Es inútil enfrentarlos. Sólo queda acostumbrarse a vivir con ellos.

Modesto se frotó la nuca. La jaqueca comenzaba a reaparecer con fuerza. Ni siquiera se dio cuenta de que un joven oficial del Ejército se les acercaba.

-Señores, por favor acomódense allá, detrás de la bandera. Dijo sonriente.

Un benemérito portaba el emblema nacional. A su derecha, un camarada enarbolaba la bandera de la Compañía Sajama. Sólo faltaban cinco minutos para que comenzaran los actos conmemorativos.

-Yo ni siquiera sé por qué estoy aquí. Dijo Walter Iturre-No tengo nada que ver con todo esto.

Modesto se formuló la misma cuestión, aunque resolvió el dilema rápidamente: no tenía otra cosa mejor que hacer aquella mañana de julio.

 CUATRO

El doctor Jaime Castellanos había pasado una noche terrible, indispuesto, sentado en el inodoro, dejando que pasaran las horas arrepintiéndose de haber cenado aquel picante mixto. Por eso, se sirvió un vaso de agua y tomó una pastilla digestiva efervescente. Lejos de sentirse mejor, volvió al baño y vomitó dos veces. Admitió que iba envejeciendo y que ya no estaba para aquellos excesos nocturnos. Para colmo, tenía pendiente un par de hemogramas y un análisis de orina y se había comprometido a entregar los resultados aquella misma mañana, antes de mediodía. “Mierda”, protestó sentado detrás de su escritorio, en el despacho que ocupaba en el Hospital San Juan de Dios, donde era jefe de la unidad de terapia intensiva. Bebió un sorbo de agua fresca y cerró los ojos. Sólo esperaba a que terminara aquella semana para dedicarse plenamente a acabar el cuadro de un paisaje que tenía entre ceja y ceja. Aquello le interesaba mucho más que coordinar operativos de vacunación contra la tosferina para niños menores de cinco años y supervisar que el personal sanitario recibiera el pago de sus horas extra en conformidad con la Ley General del Trabajo. Además, una hora antes la policía había levantado el cadáver de una niña, hallado en la orilla del Guadalquivir y el investigador a cargo, un tal teniente Silvestre, esperaba en el vestíbulo dando muestras de una notoria impaciencia, moviendo la pierna derecha de arriba abajo.

  El doctor cogió el auricular del teléfono intercomunicador y llamó a una enfermera.

-¿Dolores?

-Sí doctor.

-Dígame, ¿dónde han trasladado el cuerpo?

-Al quirófano dos, doctor.

-¿Quirófano dos? ¿No había otro sitio?

-No. Lo siento, doctor.

-Eso es una contrariedad, Dolores-dijo el doctor Castellanos rascándose el occipital-Sólo espero que hayan sido discretos.

-Sí, supongo que nadie se fijo en el bulto.

“El bulto”. Rezongó el médico, poniéndose en pie y abandonando la oficina. Afuera, se topó con el teniente Silvestre que se incorporó de inmediato, irguiendo la espalda. Jaime Castellanos se fijó en las botas sucias de barro del policía y frunció el ceño.

-Podría haberse limpiado, teniente. Esto es un hospital. Le dijo con severidad.

Silvestre le respondió con una sonrisa irónica.

-La verdad, doctor, es que no lo tomé en cuenta. Acabo de levantar el cadáver de una niña.

-Eso me han dicho.

Hubo un incómodo silencio entre ambos que el doctor aprovechó para reconocer al policía. Su mirada actuó como uno de esos modernos escáners tomográficos que había conocido en el Hospital New Jerusalem en El Paso, Texas, invitado por unos colegas estadounidenses miembros de la Sociedad Médica Americana. Tardó un segundo en hacerlo. Era el mismo oficial que había levantado los cadáveres de Julio y Marita Majluf.

-Venga por aquí, teniente-le dijo abriendo la puerta de su despacho-Creo que ya estuvo por aquí, ¿no es cierto?

-Así es, doctor.

-Um. Va a disculpar si estoy un poco torpe. Apenas dormí dos horas anoche.

-Entiendo.

-Tome asiento.

El teniente lo hizo. El despacho era sobrio. Un par de diplomas colgaban de una de las paredes atacadas por la humedad. Sobre el escritorio tenía el retrato enmarcado de su familia, esposa y dos hijos ya mayores que estudiaban en Estados Unidos. Jaime Castellanos también se sentó, sacó un cuaderno del primer cajón del escritorio y un bolígrafo, disponiéndose a tomar nota.

-Usted dirá, teniente. Dijo aclarando la voz con un sorbo de agua.

-A ver-Introdujo Silvestre tratando de mostrarse lo más eficaz posible-Niña, aproximadamente doce o trece años. Con un corte en el cuello que probablemente le causó la muerte. En el momento del levantamiento del cadáver su cuerpo estaba desnudo. No descarto un posible abuso sexual.

-¿Eso es todo?

El policía tomó aire. Estaba física y mentalmente agotado pero continuó.

-Busqué evidencia alrededor del cadáver.

-¿Y?

-Nada. Ni rastro.

El doctor Castellanos junto las puntas de los dedos de sus manos en una actitud reflexiva. Aunque su especialidad no era la medicina forense, era el único en Tarija capacitado para realizar una autopsia.     La restauración de la administración de justicia, después de la dictadura, resultaba demasiado lenta y aquella tranquila ciudad en el sur del país, no era una prioridad en aquellos momentos. De modo que Jaime Castellanos asumió una responsabilidad que no le competía pero que llevaba a cabo impelido por la admiración que le merecían los protagonistas de las películas de detectives privados que cautivaban el interés de la audiencia en los cines de El Paso. En el Odeon, por ejemplo, asistió al estreno de una película titulada Anverso y Reverso y consideró estudiar un par de cursos sobre criminalística y medicina forense en la universidad de Dallas.

  No pudo ser. Su esposa estaba embarazada del segundo de sus hijos, Franklin, y debía acompañarla. Tampoco tenía dinero y apenas le alcanzaba para pagar el alquiler de un pequeño departamento. Decidió, entonces, regresar a Bolivia con tan mala suerte que su arribo a Santa Cruz coincidió con el golpe de estado de García Meza. Forzado por los acontecimientos, se hospedó en un hotel del centro de la ciudad, encerrándose durante dos días hasta que se consolidó el alzamiento militar. Durante ese tiempo, oía las sirenas de la policía, las órdenes de los militares golpistas registrando casas en busca de subversivos de izquierda y el rumor de las tanquetas sobre las calzadas empedradas del casco viejo. “Creo que hemos escogido el peor momento para volver a casa” le dijo a Margarita, su esposa, que descansaba en la cama embarazada de cuatro meses, mientras él entretenía al pequeño Gilberto tan travieso como caprichoso. A los cuatro días del golpe, compró tres pasajes de bus con destino a Tarija. Su primo mayor, Modesto Castellanos, ofreció alojarlos hasta que encontraran una casa. “Si quieres, puedes atender pacientes en esta habitación. Creo que funcionaría muy bien como consultorio”, le dijo mostrándole un cuarto al lado de su despacho. Agradecido, el doctor Castellanos se instaló y publicó un anuncio de sus servicios en La Voz del Sur. No tardó en correr la voz de que un “médico tarijeño, procedente de Estados Unidos, atendía en la casa de los Castellanos, en la calle 15 de Abril esquina Ingavi”. En un par de semanas, Jaime ya tenía pacientes regulares que pagaban con puntualidad pero una noche, alguien llamó a la puerta con violencia y desesperación.

“¡Por favor, abran! ¡Traemos a un herido”! Gritaba una mujer con la voz quebrada por el llanto. Justina alertó a Olga y a Modesto que bajó al primer piso y encendió la luz. “Pídales que se vayan, Justina. El consultorio está cerrado” dijo el capitán con autoridad. Jaime Castellanos, que ocupaba una habitación en la segunda planta, se dirigió a la puerta. “No puedo dejar de atender a una persona herida”, justificó. “Seguro son subversivos. Que vayan a buscar ayuda a otro lado”, dijo Modesto, defendiendo su posición. “Mi obligación es atenderlos. Permíteme ver de qué se trata. Si es grave, los derivaré al hospital”, pidió el médico asumiendo la responsabilidad. “Estás arriesgando a mi familia, primo”. Jaime no respondió, movió la cabeza, Justina abrió la puerta y una mujer y un hombre más joven cruzaron el umbral. Sin perder un segundo, Jaime los hizo pasar al consultorio y comprobó enseguida que el hombre estaba herido de bala en un hombro y había perdido mucha sangre. “Necesita una transfusión. Debe ir a un hospital”, dijo tratando de frenar la hemorragia presionando la herida con una compresa. “No podemos ir a un hospital. La policía quiere detener a mi hijo”, explicó la mujer sollozando. Modesto Castellanos no daba crédito. Se imaginaba a la policía irrumpiendo en su casa en busca de un fugitivo. “Señora, lamentamos su situación pero no pueden quedarse”, sostuvo el capitán. Entonces Jaime tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre.

  El médico sacó un pañuelo del bolsillo derecho de sus pantalones y limpió el sudor que perlaba su frente. El recuerdo de aquella noche aún lo acongojaba. Veía el rostro desencajado de aquella madre que sólo pedía ayuda por piedad y se sentía culpable.

-¿Se siente bien, doctor?

-Sí, teniente. Es sólo este calor.

Silvestre notó que el párpado derecho del médico latía nerviosamente.

-Necesito su opinión sobre el cadáver-Dijo el policía-En cuanto antes lo revise, mejor.

-Como le dije, estoy muy cansado. Necesito tiempo. Quizás una siesta que…

-No. Lo siento. Se trata de una niña. Interrumpió Silvestre que comenzaba a controlar la situación.

El doctor se acarició la barbilla, la sintió áspera, sin afeitar, y alzó la vista al cielo raso de su despacho. Luego asintió.

-Vamos-dijo-Terminemos con esto.

El médico y el policía salieron de la oficina, cruzaron un pasillo que conectaba con el ala este del hospital y entraron en el quirófano dos resguardado por los policías que habían ayudado en el levantamiento del cadáver de la niña.

-Que no pase nadie-ordenó el teniente-No puede haber interrupciones.

Los dos policías se cuadraron en la puerta del quirófano y el médico miró de inmediato a la camilla donde se hallaba el bulto. Silvestre se quitó la gorra, corrió las cortinas y encendió una luz cenital. 

-¿Nadie tocó el cuerpo? Preguntó Jaime Castellanos mientras se ponía unos guantes de látex.

-Estoy seguro de que nuestras huellas dactilares están en la piel de la muerta. Respondió Silvestre. Esto no es Estados Unidos.

El doctor bajó un poco la cabeza. Los resabios de su culpa lo perseguían con insistencia.

-Bien. Procedamos. Dijo.

-¿Le ayudo? Ofreció el policía.

-No hace falta-dijo el médico retirando la frazada-Yo puedo solo.

Un puñado de moscas salió zumbando de la boca abierta del cadáver. Castellanos dio un paso atrás asqueado. Silvestre ya había visto a aquellos insectos depredando el cuerpo de la niña. Pequeños mosquitos se alimentaban de la costra de sangre apelmazada en el cuello; decenas de gusanos blancos se arracimaban en la herida; larvas y escarabajos se repartían el territorio de las manchas de sangre, lodo y hojas secas.

El doctor reprimió una arcada y se colocó un barbijo, cubriendo la nariz y la boca.

-Le recomiendo que haga lo mismo, oficial.

-No hace falta-dijo Silvestre sacando una latita de Mentisan, una pomada mentolada-Ya tomé mis recaudos.

El teniente había aprendido aquel recurso de un sargento de la división de homicidios en La Paz que untaba las fosas nasales con aquel ungüento para evitar que lo perturbara el hedor de la putrefacción de un cadáver. El doctor tomó distancia del cuerpo y lo miró detenidamente, como hacía el personaje principal de Anverso y Reverso. No era su primer muerto y, por supuesto, tampoco su primera autopsia. Recordó, inevitablemente, al joven universitario que murió en los brazos de su madre. Aún tenía pesadillas con la mirada inyectada de odio de aquella mujer que le interpelaba preguntándole por qué no había hecho los esfuerzos suficientes para salvarlo. De nada sirvió que el doctor insistiera en que el herido necesitaba un  hospital para recibir una transfusión urgente. Además, nadie le dijo que aquel muchacho era hemofílico. Modesto Castellanos tampoco ayudó a calmar la situación. “Te dije que no abrieras la maldita puerta, Jaime”, le recriminó con la acritud de quien se cree perfecto. El médico no supo qué responder, sólo dejó que pasara el tiempo.

“Es una niña. ¿Quién puede ser un hijo de puta tan cruel?” Cavilaba recorriendo con la mirada aquel cuerpo menudo. Entonces se aproximó. El cadáver había estado expuesto a la humedad, pintando la piel con manchas violáceas esparcidas irregularmente. Había gotas de agua alrededor del ano, en sus labios vaginales, la nariz y las orejas. Con toda probabilidad, el asesino había tratado de sumergir el cuerpo para borrar cualquier tipo de evidencia, pero el  río era poco profundo y se dio por vencido.

-No da la impresión de que haya sido abusada sexualmente-coligió el doctor haciendo una pausa-El ano está intacto. También el himen.

El teniente Silvestre, que seguía cada uno de los pasos del doctor, respiró aliviado. No existía ningún móvil sexual en el asesinato.

El doctor Castellanos continuó la exploración del cadáver.

-Pero aquí hay un detalle-dijo bajando el tono de voz-Mire. Aquí en el muslo.

-Sí, ya lo vi.

-¿Ah, sí?

-Es una especie de tatuaje.

-Diría que alguien marcó la piel con un sello candente, oficial.

-Un triángulo con un ojo en su interior.

Jaime Castellanos reconoció aquel anagrama: era un símbolo masónico. Lo había visto grabado en varios lugares, desde la portada de la casa de Alberto Soriano, uno de los más reputados juristas de Tarija, pasando por el Museo de Historia Natural, hasta el Molino. “Es una pista”, dedujo.

-Creo que usted tiene ya por dónde empezar. Dijo dirigiéndose al teniente que continuaba sentado, con la pierna izquierda sobre la rodilla derecha, tomando apuntes.

-Puede ser. Pero ¿Y la causa de la muerte?

-El asesino la degolló-dijo el doctor acercándose a la herida-Páseme esa lupa, teniente.

El doctor Castellanos cogió la lupa y miró con más atención. Su corazón latía con fuerza y le costaba mantener el pulso firme.

-El asesino usó una navaja… No, algo más. El corte fue limpio. De izquierda a derecha. Es interesante. Hay rastros de metal oxidado. Fíjese. Acérquese.

El teniente lo hizo cubriéndose las fosas nasales con un pañuelo.

-El asesino la mató con un arma que tiene la hoja oxidada. Tal vez un cuchillo de cocina- Sentenció el doctor-No imagino otro modo.

-¿Pudo haber utilizado un alambre?

-No lo creo. El corte es preciso.

-Un tajo.

-Exactamente, Silvestre. Cercenó la yugular. ¿Sabe? Cualquiera no puede manipular un cuchillo con destreza. Hay que saber cómo hacerlo.

-¿Y cree usted, doctor, que lo hizo en el lugar?

-No le entiendo…

-Me refiero al cauce del río.

-Eso no lo puedo determinar en este instante. Creo que la secuestró, engañándola con algún ardid.

-No es una niña de esas del otro lado de la ciudad, usted ya me entiende.

El doctor asintió. Por supuesto no era una de esas niñas que vivían en la afueras de Tarija, la mayoría de origen rural, llegadas de las provincias o del interior del país. Su piel era demasiado blanca para ser la hija de uno de esos chapacos que se deslomaban en las chacras del valle o durante el periodo de vendimia.

-Quizás, su hubiera conservado alguna joya, qué sé yo, un par de pendientes… Mire, tiene los agujeritos.

-Así es, teniente-corroboró el doctor Castellanos acercando la lupa al lóbulo derecho de la oreja del cadáver-El asesino borró cualquier posible identificación.

-Es lo mismo que pensé yo cuando vi el cadáver en el río. Se congratuló Modesto, satisfecho de coincidir con el médico que continuaba revisando el cuerpo.

  En ese afán, Castellanos volvió a la boca. Recurrió, para ello, a una pequeña linterna. Los parásitos habían hecho de las suyas alimentándose de la mucosa, escarbando las encías, entre los dientes, y hendiendo un poco más el paladar. Entonces, se detuvo.

-Necesito unas pinzas.

-¿Perdón?

-Pinzas. Sobre esa bandeja, teniente.

Modesto Silvestre cogió unas pinzas y se las dio al doctor que las miró por un segundo y, con sumo cuidado, como si la niña estuviera aún con vida, las introdujo en la boca.

-Aquí está-dijo con una sonrisa retorcida-Algo se quedó en la garganta.

El teniente, expectante, enarcó las cejas.

-Es un dulce, uno de esos caramelos de menta que tanto gustan a los niños. Sin duda, se ganó su confianza con ello.

-La sedujo…

-Es muy probable.

-Eso quiere decir, doctor, que estamos ante un criminal de filiación masónica, que anda por ahí seduciendo niñas. Concluyó Modesto cerrando su cuaderno de apuntes.

-Es precipitado decir eso, teniente.

-Hay evidencia.

-Pero no definitiva. Usted sabe, mejor que nadie en este pueblo, que no existe evidencia concluyente. Por eso, todo el mundo es inocente hasta que no se prueba lo contrario. ¿O no, Modesto?

Silvestre se ruborizó, separando los labios de la boca, como un niño sorprendido haciendo alguna travesura.

-Sí, supongo que sí, doctor.

Jaime Castellanos trató de escrutar la mirada huidiza del policía que veía venir las intenciones del médico.

-Nunca hemos tenido tiempo para hablar del caso Majluf. Dijo el doctor apagando la luz de la linterna para luego colocar el pedazo de caramelo alojado en la garganta del cadáver en una cubeta.

-Usted revisó los cadáveres y firmó el informe forense. Aseveró el oficial marcando distancia de cualquier interpretación de parte del doctor.

-Me refiero a los ladrones.

-Los atrapamos cerca de la tranca. Repuso Modesto con un gesto de agobio, arrugando el entrecejo.

-Eso es lo que publicó La Voz del Sur, pero ¿|qué pasó después?

-Se resistieron a la autoridad.

-“¿Resistieron?”

-Usted sabe…

-No, no sé.

-Mire, prefiero dejarlo ahí.

La memoria suele ser despiadada. El teniente Modesto Silvestre recordó la detención de Beto y Rubén Minetti, autores del asesinato de Julio y Marita Majluf. Entre sus pertenencias, en realidad, harapos, encontraron una bolsa que contenía joyas y quinientos dólares en efectivo. Sin hacer demasiado ruido, los condujeron a las dependencias de la Polícia Técnica Judicial en Villa Abaroa, donde aguardaba el coronel Horacio Sirpa.

  “Son estos, ¿verdad?” preguntó despectivamente. “Así es, señor”. “Perfecto, antes de que se entere la prensa y venga a jodernos con sus preguntas, encárguese de que les den una buena chocolateada”. Modesto nunca había estado de acuerdo con esos métodos pero la policía recurría a ellos para “ablandar” detenidos. La “chocolateada” duró treinta minutos. Cinco policías se turnaban para golpear a los ladrones argentinos, desnudos y amarrados a una silla hasta que el Silvestre consideró que había sido suficiente. Luego, acudió al despacho del coronel. “Seré muy claro y directo, Modesto. El prefecto y el alcalde están como locos. Los dos hablan por la población que quiere la cabeza de esos hijos de puta. Los Majluf eran gente muy querida por la gente de Tarija. Hace un cuarto de hora, uno de los hijos me llamó para saber la suerte de los asesinos. Sobra decir qué es lo que quiere”. “Los mandaremos a un juez, coronel para que éste disponga las medidas cautelares, coronel”. “No funciona así, Silvestre. Al menos aquí”. El alto oficial de la Policía salió de detrás de su escritorio y se acercó al teniente con la firme intención de intimidarlo. “Esta noche, métalos en un jeep y deshágase de ellos. Yo, lógicamente, corroboraré la versión de que se resistieron a la autoridad. Por Dios, Silvestre, no me ponga esa cara. La gente quiere lincharlos en la plaza. Eso sería una brutalidad, ¿no es cierto? Además, ¿dónde queda la Policía? Nuestra obligación en mantener el orden público. De modo qué ya sabe lo que tiene que hacer, teniente”.

 -Sí, usted prefiere dejarlo, Silvestre. Dijo el doctor Castellanos masticando cada palabra con rabia contenida. El médico sabía que la democracia no había cambiado sustancialmente los procedimientos policiales.

-Doctor, yo…

-No tiene que explicarme nada. Usted, creo, sabe lo que hace. O lo que hizo.

El teniente deseaba que la tierra se hundiera a sus pies, más por vergüenza que por un cargo de conciencia; a fin de cuentas aquellos tipos eran unos asesinos que no merecían ningún tipo de consideración. De ese modo, ordenó que los sentaran en la carrocería de una camioneta resguardados por dos policías armados y él mismo, a regañadientes, condujo el vehículo hasta la tranca. A su derecha, el sargento Marcelo Gómez se mordía las uñas hasta la cutícula. Silvestre se apercibió de ello. “Trataremos de que sea rápido. Que salgan de una vez”, dijo ordenando al sargento que bajara a los ladrones de la camioneta. El teniente apagó las luces del vehículo y la noche se tornó aún mucho más oscura. No había una sola estrella en el firmamento y una gélida brisa hizo que Minetti se arrebujara en su viejo y desastrado gabán. Beto lo miró con resignación; no necesitaba decirle una palabra, ni tan siquiera de ánimo. “Abajo” dijo Gómez y los criminales saltaron de la carrocería bajo la atenta vigilancia de los policías apuntándoles con sus fusiles. Rubén Minetti no pudo contener más el esfínter. Sintió su ropa sucia y maldijo su humana condición. Beto oía los latidos de su corazón retumbando contra su pecho mientras un sudor frío recorría su espalda lastimada en la sesión de tortura en el calabozo policial. Minetti también había sido castigado concienzudamente. Su cuerpo estaba roto en varias articulaciones de las manos y los pies y cada paso que daba equivalía a un latigazo de dolor. “Creo que es hasta aquí, ché”, dijo al fin Beto con la boca ladeada a la izquierda, el labio superior partido, y varios dientes rotos. Minetti posó en su compañero una mirada dura que sólo atenuaba una especie de sentimiento entre la lástima y la piedad que creía desconocido. El sargento, que carecía de esos pensamientos elevados, se acercó a Beto y le quitó las esposas; lo propio hizo con Rubén Minetti que, al sentirse, liberado, consideró fugazmente darle un buen empellón al policía y huir tan rápido como se lo permitieran unas piernas destrozadas por la paliza recibida. Era tan absurdo como imposible. “Ahora, ¡corran, carajo!” bramó Marcelo Gómez y el impulso natural fue mover brazos y piernas, guiados por un cerebro desgastado, agotado por la tensión, que ya no podía comunicarse con las extremidades. Rubén Minetti cayó de bruces, Beto, renqueante de la pierna derecha, trastabilló pero mantuvo el equilibrio. El sargento desenfundó su pistola de reglamento y ordenó a tres policías que apuntaran sus fusiles contra “esos asesinos de mierda”. Lo último que oyó Minetti fue el sonido metálico del percutor “clac, clac” antes de que una bala le reventase la nuca provocando un cortocircuito. Beto fue abatido por dos balas. Una de ellas le quebró la rodilla izquierda; la otra atravesó sus pulmones, rasgándolos como si fueran una hoja de papel. Ninguno de los dos se quejó. “Ya está, teniente”, dijo el sargento Gómez satisfecho  por la labor cumplida. Modesto Silvestre bajó de la camioneta con su pistola en la mano. Si alguno de los ladrones había sobrevivido, le tocaba un tiro de gracia. Caminó dos metros y se acercó a Minetti. Le disparó en la cabeza por si acaso. Beto estaba un poco más adelante. El teniente vio que se retorcía como una lagartija que ha perdido su cola. “Esto es una ejecución. No es justicia”, reflexionó brevemente antes de dispararle dos veces, una en la espalda y otra en la cabeza. De esa manera, quedó resuelto el caso Majluf.

-Ha pasado un  mes, doctor Castellanos. Ya nadie se acuerda de eso.

-Espero que, al menos, usted haya hecho las paces con Dios.

Aquella frase sonaba impropia en un hombre de ciencia, al menos, alguien que pretendía serlo.

-No soy creyente.

-En algo creerá usted.

-Si en algún momento creí, ya no es así.

Jaime Castellanos ordenó sus ideas. No merecía la pena atormentar al teniente.

-Está bien-dijo forzando una sonrisa complaciente-Mañana tendré listo un informe forense por escrito de la autopsia. Calculo que me quedaré un par de horas trabajando.

-De acuerdo, doctor. ¿Puedo hacerle una última pregunta?

-No se me ocurre qué quedó pendiente…

-¿Qué debemos buscar?

-No entiendo qué quiere decir.

-¿Cuál es el perfil del asesino?

El doctor Castellanos admitió que la pregunta del policía era sincera.

-Creo que ese es su trabajo, Silvestre.

El teniente dio un último vistazo al cadáver y en su fuero interno lamentó que estaba justo donde había empezado.

 CINCO

Un corneta de la banda de guerra del batallón Chorolque llamó a formar. Modesto Castellanos se llevó un dedo al oído derecho. Aquel sonido le perturbaba. Walter Iturre se dio cuenta de ello.

-Yo tampoco me acostumbro.

-No es eso-dijo el capitán-Es el ruido.

-Cualquier estridencia…

-Exacto. Es insoportable. Lo único que me libera es la música clásica.

-¿Y el folclore? ¿Recuerda usted las cuecas?

-Prefiero los boleros de caballería.

-Demasiado rigurosos para mí, capitán.

-Por eso tengo a Mozart y Bach, por ejemplo.

-¿Sabe? Me cuesta trabajo asociarlo con ese tipo de música. Tengo otra imagen de usted.

-No entiendo a qué se refiere.

-A eso mismo. Todavía lo veo a usted, al pie del cañón, compartiendo con la tropa.

-Como le dije Walter, eran otros tiempos.

-Definitivamente.

-Además, era imposible no confraternizar. En el frente, todos éramos iguales.

-Pero algunos eran más iguales que otros.

-Veo que ha leído a Orwell.

-No lo sé. Oí esa frase en algún lado.

Los dos camaradas de armas sonrieron con la mirada. Poco después de la guerra, Walter Iturre se unió a Razón de Patria. Todo terminó cuando triunfó la Revolución Nacional de 1952. Antes de ser represaliado, se exilió en México. Su paso por la política fue efímero e ingrato. Modesto Castellanos se dedicó a atender su bodega pero los negocios no eran lo suyo y los encargó a sus hijos. Su mundo era, definitivamente, otro. Pertenecía a una estirpe caduca de caballeros que consideraba un deber sagrado reconducir el destino de la vieja república criolla. Por ello, se reunían en capítulos vinculados, de alguna manera, con la masonería. De ese modo, habían incorporado la simbología masónica, sus usos y costumbres, en homenaje a ilustres miembros como los libertadores Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, sin olvidar, por supuesto, al mariscal Andrés de Santa Cruz.

  La élite criolla boliviana se repartía el gobierno, los grandes negocios empresariales, la exportación de materias primas y los dividendos de la riqueza, excluyendo a la mayoría silenciosa, fundamentalmente indígena. La guerra del Chaco visibilizó la realidad de las dos Bolivias. Por primera vez en la historia de la joven república, criollos, cholos e indígenas convergían en un mismo espacio geográfico con un objetivo común.

  En la Compañía Sajama esto se hizo muy evidente en la figura de Carlos Salinas, un mestizo originario de Achacachi, provincia Omasuyos, en el altiplano paceño. Chaly, como lo llamaban sus camaradas, era un hombre alegre y decidido cuyo carácter era marcadamente opuesto a los indígenas aimaras y quechuas, siempre muy reservados. Lo único que tenía en común era su piel cobriza, los ojos rasgados, casi asiáticos y la nariz curva, rapaz. Sobra decir que enseguida hizo buenas migas con los oficiales superiores, entre ellos el capitán Modesto Castellanos y el teniente Walter Iturre. Al igual que ellos también se resistía al comandante Quenallata a quien consideraba “un déspota”.

  Salinas combatió en la defensa del fortín Esperanza. En una escaramuza perdió la oreja izquierda y con ésta parte del sentido del oído. Nunca supo si fue un tiro o la onda expansiva de una granada de mano. Sólo recordaba el dolor que laceraba su cabeza y la impotencia de sentirse físicamente disminuido, ocupando un jergón de paja en el pequeño almacén que acogía a los heridos.

“Sólo espero que esta pesadilla termine pronto y pueda volver a casa con ustedes. Sé que necesitan que me haga cargo de los negocios de papá en La Paz”, escribió en una de las cartas que nunca llegaron a su destino. Su padre, Isidro Salinas, era un comerciante que vendía abarrotes cerca de la Garita de Lima y, gracias a su capacidad de liderazgo, presidía una asociación de gremialistas en la zona del Gran Poder. Cuando Carlos le comunicó que se había alistado, Isidro entró en cólera y amenazó con desheredarlo. Recapacitó en cuanto lo vio de uniforme y la ilusión brillando en los ojos. Jamás pudo siquiera imaginar que esa luz se apagaría a medida que los muertos se acumulaban en el campo de batalla.

  Con el armisticio, Carlos Salinas volvió a la vida civil. Lo lógico era acompañar a su padre en el negocio familiar pero sus aspiraciones eran otras; quería estudiar una carrera universitaria y quién sabe si dejarse tentar por los cantos de sirena de la política. “Es una tontería, hijo. Una vez ya te dejé decidir y te fuiste a la guerra. Ahora no voy a permitir que desperdicies cinco años de tu vida”, le dijo Isidro muy seriamente. “Me gustaría ser abogado”, respondió Carlos. “Pues si eso es lo que quieres, estás solo. Búscate la vida”, zanjó el comerciante. El excombatiente se vio fuera de casa, sin un techo y con sólo cinco pesos en el bolsillo. Podía comer una sopa de cardán por un peso en el mercado Rodríguez pero era todo. Abatido, y a punto de pedir perdón a su padre por desafiar su voluntad, se gastó los pesos que le quedaban comprando un billete de lotería. Y le tocó el premio mayor.

  Es cierto que un poco de dinero marca la diferencia; un millón de pesos hacía mucho más. Carlos Salinas alquiló un pequeño apartamento en la avenida Arce, se inscribió en la facultad de Derecho en la Universidad Mayor de San Andrés, se dedicó a estudiar sin agobios económicos y decidió mudarse a Tarija, la tierra de sus camaradas Modesto y Walter. En cuanto llegó a la pequeña ciudad preguntó por ellos y un vecino le dio la dirección de la casa del capitán Castellanos en la esquina de las calles 15 de Abril e Ingavi. Carlos se presentó antes del mediodía, con la más amplia de sus sonrisas, pero Justina le dijo muy amablemente que el señor había salido a atender unos asuntos. “Lo esperaré. Fuimos compañeros en la guerra”, dijo con entusiasmo. Justina, que conocía las costumbres de aquella familia, lo miró de arriba abajo. “No lo puedo hacer pasar, señor. Esas son las normas de esta casa”, dijo programada para aquel tipo de situaciones incómodas. Carlos se sentó en la acera, bajo el sol, durante dos horas. Al fin reconoció a Modesto Castellanos, caminando con aquel porte señorial que lo caracterizaba. “¡Capitán!” le gritó agitando los brazos, pero enseguida los bajó al ver que éste no reaccionaba. “Capitán, Castellanos. Soy el soldado Carlos Salinas. Compañía Sajama de Infantería”, dijo atragantándose con las palabras porque, sin lugar a dudas, aquél era un trago muy amargo, difícil de digerir. “Ah, sí. Disculpe. A veces me falla la memoria” repuso el capitán estrechándole la mano que le había tendido Carlos, sintiéndola áspera, callosa y un tanto fría. “Acabo de llegar de La Paz y tengo la intención de instalarme en Tarija”, dijo Carlos sin rodeos. “No sé si es una buena idea pero no pretendo desanimarlo”, replicó Modesto. “Soy abogado, capitán”, apostilló Salinas. “Lo felicito por ello. Siempre hacen falta los juristas”, dijo Castellanos sin entusiasmo, sensación que no pasó desapercibida para Carlos que soltó la mano de quien fue su capitán durante la guerra y dio un paso atrás. Había visto esa mirada muchas veces en gente como Modesto, instaladas en una atalaya inalcanzable para el común denominador de los ciudadanos de segunda o tercera categoría. Definitivamente la guerra sólo había cambiado algunas cosas, otras seguían el curso natural de una sociedad de clases bien definidas donde nadie osaba traspasar las fronteras. Carlos comprendió que no necesitaba la condescendencia de aquel hombre ni de nadie; se conjuró para salir adelante por sus propios medios y en dos semanas alquiló una pequeña oficina en la Avenida Domingo Paz con una placa que rezaba: “Carlos Salinas. Abogado”. Si bien tenía una fortuna en el banco, Carlos no alardeaba ni hacía ostentación. Cuando en agosto de 1955 se casó con Gloria Lea Plaza, una dama de sociedad perteneciente a una de las familias tradicionales de Tarija, optó por una ceremonia sobria y modesta.

  De ese matrimonio, nacieron tres hijos, Carlos, Alberto y Gustavo. En febrero de 1985 Carlos y Gloria tenían doce nietos y una vida que podría considerarse feliz. El abogado millonario, “el kolla ese” para la abigarrada sociedad local, tuvo la lucidez suficiente para mantenerse alejado de la política, dedicándose a la importación de vehículos. También mantenía distancia con quienes lo despreciaban por su origen pero no tenían reparo alguno en asociarse por cuestiones de negocios. Así funcionaba aquella sociedad hipócrita, de profundas contradicciones, endógena y racista. Aunque su suegro, Mauricio Lea Plaza, era uno de los miembros fundacionales del Capítulo, nunca tuvo la oportunidad de postular. De nada servían sus contribuciones al pabellón de quemados del Hospital San Juan de Dios ni la indecente cantidad de dinero para la remodelación del Museo Paleontológico; el gran pecado de Carlos Salinas era no ser tarijeño, una categoría que abría todas las puertas, aún en palacio de Gobierno. Participaba, no obstante, en el desfile del aniversario del armisticio y aquella mañana se levantó para desempolvar la raída chaqueta de su uniforme cuando su esposa, Gloria, le informó de la desaparición de Isabelita, su nieta de trece años, la hija menor de Alberto. “Alberto ha llamado hace quince minutos. La niña salió esta mañana al colegio pero no llegó nunca” sollozaba Gloria. Carlos trató de calmarla. “Seguro se ha hecho la rocha con sus amiguitas. Las clases pueden resultar muy aburridas”, dijo el abogado. “Podrías hacer unas llamadas. Qué sé yo. A la Policía”, insistió la abuela. “Es bien probable que vea al comandante en el desfile”, afirmó. “¿Acaso vas a ir? Tu nieta ha desaparecido”, le recriminó Gloria. “Como te digo, allí estará el comandante y le pondré en autos sobre este asunto. Por ahora, mi consejo es conservar la calma. Habla con Alberto”, recomendó Carlos Salinas antes de vestirse con la chaqueta y salir en dirección a la plaza Luis de Fuentes.

  El doctor Salinas, como lo llamaban respetuosamente sus clientes, vio las banderas nacionales que adornaban la plaza. También la formación de la compañía del batallón Choroloque y a la derecha a los excombatientes de la Guerra del Chaco, entre ellos a Modesto Castellanos y a Walter Iturre.

-Buenos días, caballeros-los saludó secamente-Me da gusto verlos.

-¿Cómo está usted, doctor?

Reaccionó Iturre que recientemente había comprado un Toyota en el concesionario de Carlos Salinas a un precio especial, rebaja incluida.

-Bien, bien.

-No me da esa impresión… Receló el teniente.

-Estoy bien, Walter. Quizás no he dormido bien.

-Eso pasa. Nos pasa. Dijo Modesto la conversación sobre el mismo tema que había sostenido con Iturre.

-Son estas preocupaciones.

-¿Qué preocupaciones si puede saberse?

-Mi nieta Isabel ha desaparecido. No ha ido al colegio.

-Pucha. Estos niños de hoy. Comentó Iturre tratando de quitarle hierro al tema.

-Eso mismo pienso yo. Creo que se ha escapado con sus amiguitas. Una travesura.

-A mí no pasa eso con mi nieto Ernesto. Es tan aburrido que se queda en casa leyendo durante horas. Días. Aportó Modesto sin descuidar ese aire de superioridad moral que lo caracterizaba.

-Isabelita es bastante tranquila. No es de las que sale. Dijo apenado Carlos.

-Bueno, pues algo habrá que hacer. ¿Qué dicen sus padres?

-Están tan preocupados como Gloria y yo, Walter. Mi mujer está al borde de una conmoción.

-No será para tanto. Estoy seguro de que ella aparecerá-dijo el capitán con una sonrisa fingida-Tarija es un lugar pequeño.

Carlos deslizó una mirada a sus camaradas. Por un instante, los imaginó más jóvenes, de uniforme, desfilando marciales, al son de los acordes de la marcha Terremoto de Sipesipe, en la Estación Central, prestos a embarcarse en lo que creían iba a ser una gran aventura. Los altavoces del gobierno no se cansaban de repetir el discurso nacionalista que justificaba la guerra y los editoriales de los periódicos trascendían el papel para grabarse en los corazones exaltados de los jóvenes que emitían vítores a la patria, despidiéndose de sus familias, madres que ya lamentaban la pérdida, padres entre el orgullo y el desorden emocional y esposas celosas que habían escuchado demasiadas novelas sobre amoríos furtivos entre soldados y mujeres de mala nota. El primer disparo arrancó de cuajo cualquier sueño de fortuna y gloria. Los siguientes segaron vidas jóvenes desde la raíz, truncando proyectos, matrimonios por venir, prometedoras carreras universitarias y quién sabe si alguna esperanza política. Cuando la compañía fue rodeada por el ejército paraguayo y lo único que quedaba en la despensa eran sacos de papas atacadas por pulgones, Carlos entendió que aquel lugar era una sucursal del infierno. Trataba de mantenerse entero mentalmente, bromeaba con sus camaradas y buscaba con denuedo el lado más amable de la desgracia. No lo había, no podía haberlo, en medio del caos y la destrucción. En parte envidiaba a los oficiales que dormían bajo techo, al amparo de una cabaña mientras la tropa padecía las penurias de hacerlo al ras. Alguna noche, Carlos Salinas se quedaba absorto contemplando la inmensidad de la bóveda celeste. Se transportaba a Achacachi y comparaba aquel cielo chaqueño, colapsado de estrellas que titilaban como las marquesinas del teatro Rex, con el manto oscuro que caía sobre los naturales del altiplano, endureciendo aún más un paisaje desabrido y agreste.

  Echaba de menos las largas veladas al calor de una hoguera mientras los viejos contaban leyendas y anécdotas que atemorizaban  a los niños apegados a las polleras de sus madres. Le gustaba, particularmente, la historia del Kari Kari, un ser monstruoso que se alimentaba de la grasa abdominal de los incautos que ignoraban las advertencias de los lugareños. Decía, alguno de ellos, que el Kari Kari atacaba de noche, cuando el pueblo dormía, filtrando primero su sombra por debajo de la puerta para luego adquirir una forma corpórea que hallaba a su víctima indefensa lo bastante cansada para reaccionar. “Tiene el cuerpo de puma y las garras de un cóndor”, narraba un amauta moviendo las manos como un titiritero que navegaba por las turbulentas aguas de la imaginación calenturienta y la cruda realidad de pobreza del altiplano, una vasta región dislocada de cualquier polo de desarrollo donde se practicaba una agricultura de sobrevivencia.

  “Tengo que salir de aquí” se repetía el joven Carlos Salinas aunque nunca se acabó yendo. Tumbado, con la espalda apoyada en un tronco, volvía a casa, disfrutaba de un chairito con carne de cordero, incluso podía saborear el aroma penetrante del tuétano cocido a la leña y dormía rodeado de humanidad macerada mientras afuera la brisa gélida arrastraba consigo todos los malos pensamientos.

 En ocasiones, lograba descansar dos o tres horas seguidas hasta que lo despertaba el centinela recordando que le tocaba montar guardia. Aquello era, quizás, lo más terrible para un soldado porque estaba solo ante el peligro inminente. Siempre cabía la posibilidad de un ataque por sorpresa o de que uno de los guaraníes leales a la causa paraguaya lo degollara. De modo que se aferraba a su fusil, se mantenía despierto mascando coca y aguardaba el relevo entre invocaciones a la virgen de Copacabana y los espíritus protectores que representaban las montañas nevadas de la cordillera, cuyo recuerdo conservaba desde la infancia. Pero la noche del 16 de julio de 1934 sucedió un hecho que Carlos Salinas no olvidaría jamás. En algunas ocasiones, cuando los negocios y los casos en los juzgados se lo permitían trataba de darle un sentido lógico pero todos los intentos eran en vano. Llegó a pensar, incluso, que la coca tenía un efecto alucinógeno y consideró dejarla pero era lo único que le permitía resistir el tedio de la guardia nocturna. ¿Y si había perdido la razón? También cabía esa posibilidad. El comandante Quenallata mandó a primera línea a dos voluntarios que pidieron la baja por problemas mentales. Estaban aterrorizados, no podían sostener los fusiles, mucho menos disparar y fueron abatidos durante un asalto paraguayo. “¡Acá no hay lugar para los maricones!” aclaró Quenallata mostrando su pistola. Definitivamente, no era sensato contrariar al líder de la compañía; nadie en su sano juicio se sentía con el ánimo suficiente para hacerlo, tampoco los mandos medios e intermedios. El comandante imponía un respeto casi reverencial. Por eso, Carlos pensó que deliraba cuando vio la sombra de una figura encorvada moviéndose sigilosamente entre los soldados que dormían y las voluminosas cajas de suministros. “Dios te salve María”, pronunció buscando una medallita con la imagen de la virgen de Copacabana de la que su familia era devota. “Los pilas” se dijo, pero era imposible que alguien cruzara la línea defensiva por su cuenta y riesgo superando la vigilancia de los centinelas y el nido de la ametralladora, además de una zanja de dos metros de profundidad planteada como una trampa mortal.

  “El Kari Kari”, concluyó Carlos evitando el pánico que atenazaba sus músculos, pero estaba muy lejos del altiplano. Temeroso, volteó la cabeza; no había rastro de la sombra y respiró hondo, liberando su cuerpo. Alrededor la penumbra acentuaba el miedo a lo desconocido. Cada sonido, aun aquellos que emitían las alimañas, inquietaba a Carlos. “Son los pasos del monstruo”, pensaba y, efectivamente, era muy posible que un ser de pesadilla estuviera a punto de cobrarse una víctima más de su voracidad, como contaban los viejos durante las interminables veladas de invierno.

  “Despertá, ché. Si el comandante se entera de que te quedaste dormido, seguro te saca la entretela”. Carlos reconoció el rostro afable de un camarada cruceño y se estremeció. “Lo siento, Marquiño. Por favor, que esto quede entre nos”, le pidió Carlos. “No te preocupés, hermano. Para eso estamos”, lo tranquilizó con una sonrisa generosa. “Oye Marquiño, ¿viste algo extraño por ahí?” preguntó Carlos aún sobresaltado. “Depende de lo que consideres extraño”. “Me refiero a una presencia”. “No sé de qué me hablás. Seguro te lo has soñado. Esas cosas pasan”, aseveró el soldado cruceño. “Es posible, pero te juro que no lo he soñado. Y no estoy loco”, matizó Carlos Salinas. Marquiño sonrió de nuevo, mostrando una dentadura muy blanca y tomó el relevo. Carlos descendió del promontorio, recorrió el campamento y se acomodó junto a sus compañeros. Aquella noche estuvo en vela. Y la siguiente.

-Creo que alguien se llevó a mi niña. Dijo Carlos evocando aquella noche interminable, recuperando sensaciones que creía ancladas en el pasado.

-Eso no pasa aquí, estimado. Reaccionó ofendido Modesto, guardián de las buenas costumbres.

-El capitán tiene razón. Reforzó Walter Iturre.

-Últimamente están sucediendo cosas impensables-dijo Carlos Salinas contrayendo el gesto-Miren lo que les pasó a los señores Majluf.

-Un hecho aislado, Carlos.

-Definitivamente. Suscribió el suboficial.

 -Mire, Carlos. Éste siempre ha sido un pueblo tranquilo. La gente vive en paz. A un tarijeño jamás se le hubiera ocurrido matar a dos ancianos. Los asesinos son gente de afuera.

-Yo también soy de afuera.

Las palabras de Carlos forzaron una mirada entre Modesto y Walter.

-Usted ya es de aquí. Salió al paso Walter apelando a sus dotes diplomáticas.

-A veces siento que no pertenezco a este lugar.

-Eso lo dice ahora porque está preocupado. Ya verá cómo cambia de opinión cuando su nieta aparezca sana y salva. Seguro no pasa de un buen susto. Continuó Walter, con la confianza que le otorgaba su locuacidad.

-Por cierto, mire. Ahí está el comandante de la Policía-dijo Modesto Castellanos-Yo de usted aprovecharía que aún no ha empezado el desfile.

-Sí, tiene razón capitán. Muchas gracias.

Carlos Salinas se despidió de sus camaradas y se dirigió adonde se hallaba el jefe policial que conversaba con el sargento Marcelo Gómez.

-Ojalá esa niña aparezca lo antes posible. Afirmó Walter Iturre arreglándose, desganado, el nudo de la corbata porque odiaba esa prenda que asociaba con la elegancia.

Modesto Castellanos oía la voz de su camarada como si se alejara poco a poco, tomando distancia de aquella escena. Su mente reproducía momentos puntuales de su pasado mientras sentía el profundo hedor de la muerte impregnado en su ropa. Todo su cuerpo apestaba a muerto, a todos los caídos en la defensa del fortín Esperanza, los que había conocido, aquellos con quienes apenas había cruzado una palabra, los que estaban a sus órdenes, los rebeldes, incluso los paraguayos. Era la misma peste, propia de la intolerancia y la estupidez humana acostumbrada a resolver sus problemas por la fuerza.

  Modesto, atribulado por estos pensamientos apocalípticos, bajó la cabeza. Cuando la alzó vio que Carlos Salinas se expresaba con las manos. El comandante de la Policía trastornó su rostro. La afabilidad se tornó en una postura grave, defensiva, el ceño fruncido, los brazos cruzados y la mirada oculta tras unos lentes oscuros de pasta negra. Carlos había cambiado el ánimo del policía en quince segundos, tocando las fibras más sensibles de aquel uniformado que hubiera vendido su alma al diablo por otra mañana plácida y predecible típicamente tarijeña.

SEIS

Fabián Quenallata se despojó del cinturón y de la bandolera que dejó apoyada en el respaldo de una silla. Estaba agotado, le dolía la espalda y le costaba mantenerla enderezada. Era la factura del último ataque paraguayo, sin contar los siete muertos y la veintena de heridos. Una vez más el fortín Esperanza había resistido pero no era suficiente. Sabía, con certeza porque así lo había corroborado un explorador, que el cerco enemigo se iba estrechando hasta hacerse insoportable. Calculó que la munición alcanzaba para siete días como máximo, la reserva de agua y comida estaba bajo mínimos, debiéndose racionar y la moral de la tropa decaía poco a poco. Al menos, conservaba intacta la esperanza en Bruno Meneses que había enviado tras las líneas enemigas en busca de refuerzos. De poco o nada servía el heroísmo en una situación tan crítica como desesperada. Por otro lado, temía que su mensajero hubiera sido capturado y torturado hasta revelar detalles de las defensas del fortín. De ser así, las horas de la compañía estaban contadas.

  “Maldita sea mi suerte, carajo”, rezongó sentándose en un extremo del catre para descalzarse y dormir un par de horas. Por un ventanuco vio la noche cerrada, sintió el silencio que la acompañaba y la tensión generada por la incertidumbre. “Debe usted resistir en esa posición lo máximo posible, coronel”, le ordenó el general Adalberto Lino, en el estado mayor. “No se preocupe por ello, señor. He esperado esta oportunidad desde hace tiempo”, respondió entusiasmado Quenallata. Ahora, en su alma, sabía que había tomado la decisión equivocada. Tal vez, lo mejor hubiera sido rendirse antes de someter a sus hombres a aquel martirio. ¿Pero qué hubieran pensado sus lugartenientes? ¿Con qué cara se presentaría ante el general Lino? No podía fracasar y en ese afán, estaba dispuesto a quemar todas las naves.

  Recostado, reposando la cabeza en un saco de harina, el coronel trataba de evadirse de su dura cotidianidad. Había dormido muy poco en los últimos días. Sentía su cuerpo sucio de sudor, pólvora y sangre y la piel había sido atacada por los mosquitos que transmitían el dengue por lo que sospechaba que el cansancio podría ser consecuencia de aquel peligroso vector. Sobre la fiebre prefería no pensar. Había noches que le subía mucho, hasta enloquecerlo. Para atenuarla, se colocaba cataplasmas en la frente, todo de forma muy discreta a fin de evitar el desánimo entre sus soldados. Únicamente el doctor Heriberto Ríos sabía que el comandante estaba enfermo. Lo visitaba todos los días para administrarle una dosis de quinina y conversar sobre la situación en el fortín. Quenallata consideraba que el médico de campaña era un hombre confiable, serio y eficiente que merecía estar en un hospital de retaguardia en vez de jugarse el pellejo en aquel ubérrimo rincón del Chaco.

-¿Cómo se siente hoy, Fabián? Preguntó el Ríos no bien entró en el cuarto habilitado como comandancia eventual.

Quenallata, que sólo permitía al médico dirigirse a él por su nombre, se frotó los ojos aún enrojecidos por el polvo, y se incorporó sin evitar un gesto de dolor.

-La espalda, ¿verdad?

-Llevo varios días así.

-Aquí tengo un calmante.

-Mientras no sea morfina…

-Honestamente, ignoro qué es.

Quenallata forzó una sonrisa complaciente ante la ocurrencia del doctor Ríos.

-No importa con tal de que me alivie. Dijo el comandante.

Heriberto Ríos sirvió medio vaso de agua y le entregó una pastilla al militar que no dudó un segundo en tomársela.

-¿Puedo sentarme? Preguntó el médico.

-Por favor.

El doctor tomó asiento en un taburete y sacó una cajetilla de tabaco negro del bolsillo de su guerrera.

-¿Quiere uno? Le ofreció al comandante.

-No debería.

-Pero ayuda.

Quenallata cogió un pitillo, lo introdujo entre sus labios y lo encendió con un fósforo. Aspiró con fuerza, sintió que el tabaco llegaba a sus pulmones y frenó las ganas de toser. Ríos sonrió por lo bajo porque un hombre de apariencia tan sólida se mostraba vulnerable. El doctor fumó a gusto, disfrutando el momento, en silencio, hasta que después de una segunda calada, decidió romper la quietud.

-No veo otra salida que negociar una rendición, coronel. Sugirió con notable seguridad.

-Créame que lo he pensado-repuso Quenallata circunspecto-Pero tenemos la obligación de cumplir las órdenes.

-¿Por encima de nuestras posibilidades?

-Como sea, doctor.

-Es un suicido, Fabián.

-Es nuestro deber.

-Si me permite decirlo, es un error. No querrá tener sobre su conciencia la muerte de todos estos jóvenes.

  La interpelación del doctor Ríos molestó al comandante. Ese mismo día, poco después de la retirada de las tropas paraguayas, Quenallata no tuvo reparos en volarle la cabeza a un enemigo herido en combate, generando la protesta de Walter Iturre. El médico tampoco compartía aquel tipo de acciones pero sabía que la guerra pone en evidencia lo mejor y lo peor del ser humano en situaciones límite y aquella lo era. Asimismo, algo no funcionaba bien en la cabeza del comandante y era mejor no tentar la suerte aunque el desastre llamara con fuerza a la puerta del fortín. Había cumplido treinta y dos años, doce al servicio de la patria, y no estaba dispuesto a morir allí, en medio de la nada. Al menos, pensaba, debía intentar que el comandante razonara.

-El deber no puede estar reñido con el sentido común. Tenemos media compañía o muerta o herida. Dijo sin perder la gravedad del discurso.

Fabián Quenallata cogió un mapa de campaña, lo abrió y lo expuso al médico.

-Probablemente no entienda nada, doctor. De modo que trataré de hacérselo fácil. Mire-dijo señalando un punto en medio de un vasto territorio considerado tierra de nadie salvo para las empresas que tenían indicios de la existencia de importantes reservas de petróleo en el subsuelo del Chaco-Aquí estamos nosotros. Este es el fortín Esperanza. Somos el último bastión de resistencia que frena el acceso del ejército paraguayo a Villamontes. De nosotros depende que los pilas no entren en Bolivia.

-Y usted está dispuesto a pasar a la Historia como el hombre que lo impidió…

Quenallata encogió los hombros.

-No lo pienso así. Sólo cumplo con mi deber.

-Fabián, insisto en que usted está equivocado. Piense en las familias de esta gente.

-Son soldados. No considero otra cosa. Sé que llegado el momento, lo darán todo. Puede usted estar bien seguro, doctor, que para nosotros es un triunfo el hecho de ganar tiempo para que nuestro ejército se ordene para la ofensiva definitiva.

-“¿Ofensiva definitiva?” Por favor, coronel. Llevamos años esperándola. Usted sabe perfectamente que ese es un invento del estado mayor. La guerra está perdida.

-No le permito que me diga eso. Yo soy un militar boliviano. Y un hombre de honor. De modo que, por la confianza que le tengo, que no comparta sus temores con los oficiales y la tropa, por favor.

-Le aseguro que no lo haré. Pero quiero que sepa que cada vez son más quienes piensan como yo.

-¡Traidores! Estalló furibundo el coronel.

-Cálmese.

-¡No!

-Conserve la calma, Fabián.

Quenallata tomó un sorbo de agua que apaciguó su molestia.

-Doctor, gracias por las medicinas pero debo pedirle que vuelva a su puesto.

-Mi intención no era otra que exponerle…

-Nada. Usted no tiene que exponerme nada. Cortó tajantemente el coronel que esperó a que Heriberto Ríos cerrara la puerta al salir.

  Luego cogió una jofaina con agua enjabonada y se enjugó la cara. El espejo, en realidad, un pedazo, le mostró un rostro castigado, endurecido por las circunstancias adversas, la necesidad de un afeitado y paños calientes en la barbería de don Anselmo Claure en San Pedro y la tristeza acumulada durante dos años de guerra. En este tiempo, sólo había visto una vez a su esposa, Clara Lemaitre, una dama chuquisaqueña que, decía, le guardaba ausencias en la casa de sus padres en Sucre.

  Fabián Quenallata sospechaba todo lo contrario, lo sentía en su piel cada vez que miraba la fotografía del día de su boda. Ella tan joven, prácticamente una niña, él un hombre hecho y derecho, uniformado de gala, con el pecho henchido y ganas de comerse el mundo. “Cuando vuelvas, porque volverás, tenemos que hablar. Hasta ese entonces, asegúrate de mantenerte vivo”, decía Clara en la última carta manuscrita que el coronel guardaba entre las páginas de una Biblia forrada en cuero marroquí y que leía todas las noches antes de acostarse. “Ya sé lo que me dirás. No necesitas buscar otras palabras”, decía Fabián contemplando la fotografía de  color sepia. “Lo peor es que sospecho de quién se trata. Es tu primo, harina de tu propio costal”, colegía el militar de carrera, graduado con honores. “Lo averiguaré, ten por seguro que lo voy a hacer. Y cuando lo haya hecho, me cobraré cada segundo de esta afrenta, Clara. Porque yo no me merecía esto. Me casé contigo creyendo en tu sinceridad, la nobleza que aparentabas y la elegancia de tu comportamiento. Por lo visto, me equivoqué”, decía Fabián Quenallata frunciendo los labios, sintiéndose indignado, humillado por aquella mujer parapetada detrás de los muros del caserón Lemaitre en la ciudad blanca, capital del país. Su padre, Gabriel Quenallata, ya se lo había advertido. Veterano de la Guerra Federal, combatió en la batalla de Chacoma, recelaba de los chuquisaqueños. “Se han creído eso de la culta Charcas y no son de fiar, como sus doctorcitos, todos traidores, todos masones”, le decía antes de que se sellara el compromiso matrimonial que aquel viejo acató por defecto.

  Como no podía ser de otro modo, el comandante tenía una manía irracional hacia los soldados chuquisaqueños. “Esos señoritos remilgados, a primera línea”, ordenaba identificando a los naturales de aquel departamento. “Es tu culpa, Clara. Todo esto es tu culpa”, repetía cuando el parte de bajas del día informaba sobre tal o cual sucrense caído en acción. Estaba muy claro que los celos y la rabia confluían en la personalidad zaherida de Fabián Quenallata.

  “Llegará el día de la redención. Entonces pagarás todo el daño que me has hecho. Te arrepentirás de toda esta vergüenza. Verás que…”

El ataque fue repentino, cortando la conexión de un tajo. El comandante se llevó las manos al cuello, tratando de frenar la sangre que manaba a borbotones por la herida. Su cuerpo se debatía en potentes espasmos nerviosos, agitando las piernas, buscando la firmeza del suelo que parecía desvanecerse en el éter. Una mancha de color rojo se estampó en una de las paredes de la habitación que giraba como un tiovivo en su propio eje. En su desesperación, con la boca abierta para recuperar aire, Fabián Quenallata volteó el quinqué desparramando gasolina por doquier.

-¡Uargh! Bramó como una bestia herida de muerte, con sus dedos retorcidos en forma de garra, intentando aferrarse a la vida. Era inútil.

-Cla… Pronunció.

Ra. Terminó.

La herida había dañado la línea de flotación que sostenía el cuerpo de Fabián Quenallata. Como un barco mercante alcanzado por un torpedo, el coronel se hundía en un mar turbulento de odios y afectos propios y ajenos hasta que su corazón se detuvo mientras la sangre encontraba una vía de escape. No hubo tiempo para reproches. Expiró tras un estertor violento y la última imagen que sobrevino a la mente del coronel fue la de Clara siendo poseída por José María Paz Lemaitre en su alcoba, sin tener certidumbre sobre si aquella era una broma macabra de su imaginación o bien la reproducción exacta de un hecho que del que tenía constancia.

 SIETE

El director de la banda de guerra del batallón Chorolque cogió su batuta y pidió a los músicos que se ubicaran adecuadamente. El prefecto, el alcalde y el concejo municipal en pleno se acomodaron en una tarima instalada frente al edificio prefectural. El comandante departamental de la Policía se disculpó con Carlos Salinas y se situó a la derecha de la máxima autoridad regional. Aunque trataba de disimular, su rostro había palidecido y hacía un enorme esfuerzo para mantenerse en pie.

  La voz de Carlos Salinas se atropellaba en su mente repitiendo un nombre: Isabel Salinas, doce de edad, desaparecida a las siete de la mañana con cuarenta y cinco segundos del 12 de junio de 1985. Si la información era correcta, coincidía con el cadáver de la niña hallado por Efraín un niño, en la orilla del río Guadalquivir, reportado por el teniente Ángel Silvestre y, en esos momentos, en un quirófano del Hospital San Juan de Dios a punto de ser sometido a una autopsia. Por supuesto, no podía decírselo a su abuelo, quien parecía lo bastante perturbado para aguar la fiesta en homenaje a los beneméritos de la Guerra del Chaco. El comandante, Horacio Sirpa, estaba convencido de que Salinas insistiría y, al final, acabaría dándole la terrible noticia. De modo que optó por la omisión.

-Uno, dos tres.

El director de la banda marcó el compás y sonó la introducción del himno nacional.

“Bolivianos el Hado propicio”

Walter Iturre mantenía la actitud marcial, pero no cantaba.

“Coronó nuestros votos y anhelo”.

-Que sea libre, sea libre este suelo, ya cesó su servil condición. Cantaba Modesto Castellanos, haciendo gala de su fervor patrio.

“Al estruendo marcial que ayer fuera y al clamor de la guerra horrorosa”.

La guerra había sido, ciertamente, una experiencia horrorosa. Carlos Salinas recordó la noche en que fue asesinado el comandante Quenallata. Alguien le rebanó el pescuezo. Al día siguiente, su ordenanza, el alférez Donato Aima, se topó con el cadáver, dio la voz de alarma y el segundo en el mando del fortín, el capitán Castellanos, dio la orden de detener al médico de la compañía Heriberto Ríos a quien dos centinelas identificaron como la última persona que visitó a Quenallata. El doctor no se resistió pero insistía en su inocencia. “No tiene pruebas, capitán. Sólo fíjese en la herida”, decía Ríos rodeado por una tropa al borde de la conmoción. “Será un consejo de guerra el que determine su culpabilidad”, pontificó el capitán. “Debería prevalecer la presunción de inocencia. Usted tiene que saberlo”, rebatió el doctor recordando que el oficial era estudiante de Derecho. Modesto Castellanos sabía que el médico tenía razón pero no era el momento para un debate ontológico y dispuso que el sospechoso fuese enmanillado en el depósito donde se almacenaban las provisiones. 

“Siguen hoy en contraste armonioso, dulces himnos de paz y de unión”.

El teniente Ángel Silvestre, al volante del jeep de la Policía, condujo desde el nosocomio a la sede del comando departamental. Allí lo recibió un policía que le informó que el coronel Sirpa había ido al desfile. Un tanto contrariado, subió a una oficina, se sentó detrás de una máquina de escribir, disponiéndose a redactar un informe sencillo y escueto. Sin embargo, no sabía por dónde comenzar. Su cabeza era un revoltijo de ideas que se atropellaban una con otra. Aún tenía muy vívida la imagen de la niña asesinada, con la garganta cercenada, la costra de sangre y lodo oscurecida por las moscas y otros parásitos, y el sello impreso en un muslo.

  “El asesino es un masón”, dedujo. “Alguien tan perverso y narcisista como para dejar su impronta”, concluyó. Descartó, de entrada, iniciar una búsqueds frenética de masones, aquello hubiera sido una estupidez; optó por iniciar la investigación entrevistando al entorno familiar y a partir de éste, tejer diversas hipótesis. Así, la pregunta que le obsesionaba era: quién podía tener interés en asesinar a una niña inocente. La respuesta demoró un segundo: un hombre adulto, lo bastante fornido para cargar un peso muerto hasta el cauce del río, suponiendo que había matado a la niña en otro sitio. Bien. Entonces se decantó por certificar o descartar esa hipótesis. Lo siguiente era encontrar un móvil. Descartó la posibilidad de que se tratara de un pederasta, pues el doctor Castellanos, tras examinar el cadáver, no halló ningún rastro de abuso sexual. Recordó que en la Academia Nacional de Policía, un catedrático de Criminología apellidado Vázquez, expuso su teoría sobre la complejidad de la mente criminal, los “oscuros recovecos del alma oscura” y la necesidad de “estudiar a profundidad las motivaciones que impulsan a una persona aparentemente común a arrebatarle la vida a otra”. Desde esta perspectiva, todo crimen tenía un detonante. Por ejemplo, pensó el teniente, los ladrones argentinos dispararon a los señores Majluf al sentirse sobrepasados por la tensión, atrapados en sus propias contradicciones.

  “Quien mató a la niña estaba consciente de lo que hacía. Quién sabe si existe un trasfondo psicológico, algún tipo de retorcida perversión”, consideraba Silvestre incapaz de hallar la tecla. La cuestión, cerró el policía, debía establecer si la primera víctima había sido aquella niña. Entonces se levantó del asiento, dirigiéndose a los archivos. Necesitaba antecedentes, algún indicio con un sentido práctico. Su intento fue inútil. Los archivos eran un repositorio de informes mal redactados, en algunos casos sin fecha, apócrifos, de estructura farragosa e ilegible. El teniente, se acarició la nuca tratando de estimular su cabeza. “Tarija es un lugar tranquilo. Aquí no pasa nada. Ni corre el aire. Es más, cuando llega, ya está cansado y con flato”, definió en su momento Horacio Sirpa. Silvestre, rendido ante la realidad, acabó dándole la razón y regresó a la máquina de escribir que lo recibía con las fauces abiertas de un depredador de erráticas voluntades.

“De la Patria, el alto nombre, el glorioso esplendor conservemos”.

Alberto se armó de valor para entrar en la habitación de Isabelita. Las bisagras de la puerta rechinaron lo justo para recordarle que se había comprometido a aceitarlas. Un vistazo le permitió comprobar que todo estaba en su sitio. Ella, a pesar de su edad, era una niña muy seria y responsable. Había sido destacada entre las mejores alumnas del colegio San Bernardo y llamaba la atención de sus profesores por su afición, casi enfermiza, por la lectura.

  Alberto vio sus libros debidamente acomodados en una estantería y deslizó los dedos de mano izquierda por su superficie, sintiendo la suavidad de la encuadernación, estremeciéndose al llegar a “Moby Dick”, la novela que le había obsequiado en ocasión de sus cumpleaños y que Isabel leía una y otra vez, seducida por la determinación del grumete Ismael frente a la obsesiva brutalidad del capitán Achab. Entristecido, apartó la mano de aquel libro como si transmitiera pequeñas descargas de electricidad y volvió la cabeza hacia el escritorio. Lo primero que vio fue una fotografía de familia donde aparecían papá, mamá, sus dos hermanos, ella, naturalmente, con un perro faldero en sus brazos y el abuelo Carlos. “¿Dónde te has metido, florecita mía?” se preguntó Alberto, liberando su mente a un ejercicio de dibujo libre que lo condujo a un libro que no reconoció entre los que Isabel coleccionaba en su pequeña biblioteca.

  “El libro de las tierras vírgenes. Rudyard Kipling”, leyó Alberto en la portada. Algo temeroso, sobre todo porque respetaba la privacidad de su hija, abrió la tapa buscando, tal vez, una dedicatoria o una señal que le permitiera tener una idea siquiera del paradero de Isabel. Pero no había nada. La primera página sólo mostraba un grabado de Mowgli, el niño de la selva, secundado por sus leales amigos Balú, el oso gris y Bagheera, la pantera negra. Acto seguido, hojeó las páginas con ese mismo afán, pero el resultado fue el mismo. Decepcionado, cerró el libro, lo dejó justo donde estaba y abrió el primer cajón del escritorio. Alberto vio dos bolígrafos, un estuche con lápices de colores y el diario de Isabel, forrado en cuero plastificado de color rosa. Dudó un segundo si lo abría y, culpándose por tal intromisión en la intimidad de su hija menor, levantó una perilla que ajustaba tapa y la contratapa del diario. Leyó un par de anotaciones irrelevantes, incluso tiernas como “mi mamá me preparó hoy un rico desayuno con huevos revueltos y tocino”, y se introdujo en los apuntes del mes de junio. Alberto leyó dos de ellos.

“Hoy ha sido un bonito día. El poeta cazador de sueños me ha regalado Moby Dick. Dijo que mañana me espera en la plazuela Sucre a las ocho y media”.

Alberto sintió que se desvanecía. Era diabético y el nivel de azúcar, contenido en su sangre, bajó repentinamente.

“Hoy tengo clase de matemáticas. No me gusta. Iré a encontrarme con el poeta”.

Esta última anotación correspondía a la fecha, es decir, el 12 de junio. El diario se deslizó entre las manos de Alberto, como si fuera una barra de mantequilla. “El poeta cazador de sueños”, se dijo Alberto iniciando la revisión de todos sus conocidos, las amigas de Isabel e, incluso, sus profesores.

  Enseguida pensó en su maestra de lenguaje quien había sido cuestionada por despertar la curiosidad de sus alumnas hacia “textos inapropiados” para su edad. Surgieron, a propósito, los comentarios que había oído entre los padres de familia del colegio sobre cierto cura que impulsaba un taller de teatro.

  “Será ese tipo”, pensó. “Ese es el maldito poeta cazador de sueños”. Paralizado, Alberto sintió que las paredes de la habitación de su hija caían como los naipes de una baraja y la luz del día era únicamente el pálido reflejo de la terrible incertidumbre que lo abatía reduciéndolo a un despojo humano que no había sabido proteger a su pequeña.

 “Yen sus aras, de nuevo juremos ¡Morir antes que esclavos vivir!”

“La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira, mira.

El niño la está mirando.

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña lúbrica y pura, sus senos de duro estaño”.

Modesto había aprendido aquellos versos del Romancero gitano pero era incapaz de recordar el título del poema. Estaba perdiendo la memoria, lo cual no le provocaba mayor perturbación considerando su edad. Lamentaba, no obstante, que algunos episodios de su vida se mantuvieran demasiado presentes, condicionando su comportamiento en momentos muy puntuales. A veces se desconectaba de la realidad, viajando en el tiempo hasta el fortín Esperanza, un lugar de donde no había salido nunca; en otras ocasiones se sentaba en su escritorio, tratando de aislarse del ruido de la casa, en procura de la inspiración fundamental para escribir un verso. Había leído, seguramente en uno de los tratados de Literatura que conservaba en su biblioteca,             que “la poesía es la exaltación de la belleza” y aquella oración lo sentenciaba al cadalso de los poetas desahuciados por las musas. Por más que lo intentaba, le resultaba una tarea imposible trasladar al papel los valores aprendidos en los libros que creía incorporados a su inteligencia. Lo que Modesto no concebía, por cierto, es que existiera una diferencia notable, abismal, entre inteligencia y talento. Él, carecía de lo segundo, generándole una terrible frustración únicamente atenuada por los desastres de la guerra que superaban con creces la crueldad del pensamiento racional y la creatividad puesta al servicio de la destrucción. “¿Se pueden componer versos sobre los aspectos más terribles de la vida humana?” se cuestionaba contemplando la inmensidad del océano de la página en blanco. Había sido testigo de tanto dolor que le parecía increíble no poder expresarlo por escrito. Debía cortarse las venas, desangrarse en nombre del arte, para que las palabras fluyeran libremente, concatenándose de un modo maravilloso, extraordinario, para conquistar el alma generosa del lector sensible.

  Esa era su aspiración, un deseo que se le antojaba inalcanzable, tropezando con el recuerdo de los caídos en combate, el doctor Heriberto Ríos encarcelado por el asesinato del comandante Fabián Quenallata y la muerte de aquel despótico jefe militar, cuya sangre aún manchaba las manos de quienes habían permitido que cometiera excesos inaceptables que la justicia consideraba crímenes de guerra.

  De algún modo, se sentía responsable de aquellas atrocidades y, ajeno a cualquier tipo de redención de sus pecados, se refugiaba en la lectura, un universo diseñado a su medida que lo cobijaba sin preguntarle de dónde había venido ni tampoco le interesaba adónde quería llegar. “El libro es el único amigo que nunca te pedirá una rendición de cuentas”, había leído en algún lado, sin saber precisar exactamente dónde, y aplicaba esta máxima a una cotidianidad abonada a asumir que la vejez puede ser peor que una trinchera acosada día y noche por el ejército paraguayo tan sediento y hambriento como los camaradas que estaban dispuestos a hervir la suela de sus botas para hacerse la ilusión de que tomaban el caldo de pollo cocinado por su madre el día de Nochebuena.

  “Las once en punto” se dijo el capitán ojeando el reloj heredado de su padre. Aquella pieza de extraordinaria precisión fabricada en Suiza por la casa Horlong&Maurer, había sobrevivido al asedio enemigo, conservándola como su más preciado tesoro sólo comparable con… Modesto pausó sus disquisiciones sobre el pasado.

“Loor eterno a los bravos guerreros”

El capitán había perdido la cuenta de las veces que había cantado el himno. Hubo un tiempo en que aquellas estrofas adquirían un significado muy especial. “Cuando ves a un grupo de jóvenes entusiastas dejarse la voz dispuestos a dar la vida por la Patria cantando al unísono, no existe mayor demostración de civismo y compromiso”, le dijo, muy emocionado, el coronel Casimiro Salvatierra. Recordaba, por ejemplo, la primera formación de la Compañía Sajama en la sede del Estado Mayor del Ejército: jóvenes con sus uniformes recién estrenados, botas nuevas, que en el Chaco cambiarían por abarcas, los fusiles aún con el olor a grasa impregnada sobre el metal, la mochila de campaña equipada con fiambrera, cantimplora, gasas, una muda de ropa interior, una pala de hoja pequeña en caso de tener que cavar una trinchera y, al tratarse de infantería, una bayoneta. Sí, la indispensable bayoneta para los combates cuerpo a cuerpo.

“Cuyo heroico valor y firmeza”

Eduardo subió a su habitación que daba a un patio, donde Justina colgaba la colada. Se había comprometido con su abuelo a ir al desfile pero perdió el entusiasmo inicial. Prefería acabar el capítulo tres de El corazón de las tinieblas. “Kurtz era un hombre ambicioso y loco”, leyó. “Esa es la opinión del arlequín”, acotó Eduardo a quien le fascinaba la personalidad de aquel hombre que había desafiado al sistema de dominación colonial para crear su propia sociedad en lo más profundo de la selva.

  “Es una locura”, pensó Eduardo Castellanos irguiéndose. La lectura de El corazón de las tinieblas merecía otro espacio, nunca la comodidad de su cama. Convencido de ello, se levantó y tomó asiento en una silla, al lado de su escritorio. Era mejor, pero Eduardo sentía que le faltaba algo. Entonces se puso en pie, dio tres pasos hasta la puerta, la abrió y sintió el aroma de la sopa que Justina preparaba cada día una vez terminado el desayuno. El olor de la carne le indispuso y, mareado, se apoyó en la pared. Tardó un par de minutos en reaccionar. Jamás le había pasado algo parecido. “Los nativos cocinaban a fuego lento. Quién sabe si carne humana”, se dijo, buscando mentalmente las páginas de la novela que lo cautivaba hasta la misma conmoción.

  “Maldito Kurtz”, renegó y bajó uno por uno los escalones de la escalera que comunicaba con la planta baja. Cerró, discretamente, la puerta de la cocina, el territorio privado de Justina y libro en mano vio la oportunidad manifiesta de ingresar en el santuario de su abuelo. Modesto, por las prisas, había dejado abierta la puerta, circunstancia inaudita tomando en cuenta su orden y disciplina, y Eduardo no se lo pensó dos veces. No bien cruzó el umbral, sintió el aroma de la colonia de su abuelo que reconoció como agua de lavanda. La atmósfera educada de los libros y los periódicos lo envolvió enseguida hasta sentir el peso específico de la cultura comprimiendo su pecho. Aquella era la presencia de su abuelo, en cada esquina, en el éter de la habitación, los muebles y la ventana siempre cubierta con una cortina de color azul marino porque a Modesto le molestaba la luz del sol desde los días de la guerra. “Seguro tardará al menos una hora en volver a casa”, consideró, recordando las horas que solía pasar en aquel lugar jugando a las guerras napoleónicas con sus soldados de plástico en miniatura mientras el abuelo permanecía absorto en su lectura o trataba de componer un poema que lo liberara de los traumas bélicos. Pero había un momento especial que establecía una pausa entre la carga de caballería de los dragones de Murat y los vanos intentos de Modesto Castellanos de emular el talento de Federico García Lorca. El abuelo cogía siempre el mismo libro entre los volúmenes ordenados en su biblioteca: El libro de las tierras vírgenes. “Ven aquí. ¿Te acuerdas dónde nos quedamos?” Le preguntaba al pequeño Eduardo cuya mirada brillaba de emoción ante el reto de adentrarse en la magnífica aventura de Mowgli.   

 “Conquistaron las glorias que empieza hoy Bolivia feliz a gozar”,

Eduardo sabía perfectamente dónde estaba ubicado el libro en cuestión, justo entre Los tres mosqueteros y Colmillo blanco; pero sólo había un espacio vacío. “Es imposible”, se dijo estupefacto. Nadie, ni siquiera Justina, se atrevía a tocar la biblioteca. El abuelo jamás prestaba un libro y siempre decía que el polvo ayudaba a conservar las ediciones más antiguas y valiosas. Pensó que quizás lo había cogido para releerlo, lo cual era muy posible y se calmó sin que todo aquello le pareciera extraño. Preocupado, viró la cabeza a su derecha para comprobar si otras cosas habían cambiado. Ahí estaba el ropero donde Modesto guardaba los trajes, al lado, una columna de libros legales, compendios y decretos acumulados tras una vida de litigios y, a la izquierda, un baúl de madera noble reforzado con listones de acero que tenía grabadas las iniciales M C.

  Desde que era un niño, siempre se había preguntado qué contenía el baúl. Seguramente, pensó, el abuelo conservaba recuerdos de su juventud, documentos personales, archivos de procesos seleccionados por su importancia o fotografías. Motivado por su curiosidad, Eduardo se acercó al baúl, vio que no tenía candado, lo cual, también le pareció llamativo, y levantó la pesada tapa.

“Que sus nombres el mármol y el bronce a remotas edades transmitan”. 

Eduardo vio, entonces, la chaqueta de un viejo uniforme de color caqui, con las insignias de capitán del Ejército boliviano, unos binoculares con el lente izquierdo roto, una fusta de montar, una cartuchera sin pistola reglamentaria y, removiendo con las manos un amasijo de fotografías, documentos militares de identificación personal, un estuche de cuero y una bolsita de papel madera con caramelos de menta, halló una bayoneta de hoja larga y oxidada, con rastros de sangre seca.

“El horror. El horror”. 

  Y la vida de Eduardo Castellanos ya nunca fue la misma.

 

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