Por: Gonzalo Rodríguez Amurrio |
Las recientes expresiones de persecución política instrumentalizando el Ministerio Público y ciertos estamentos de la justicia, materializadas en la detención de la ex presidenta Jeaninne Añez y dos de sus ex-ministros, y otras persecuciones similares, han puesto en evidencia la fragilidad de la democracia en el país y con ello el legítimo temor de que seamos arrastrados hacía un régimen como el venezolano.
La realización de elección es parte de la democracia, pero definitivamente no es su única y definitiva característica.
La aclaración es válida porque se puede pretender afirmar de que no está en riesgo la democracia en tanto la mencionada persecución política tiene lugar entre dos elecciones: la del 7 de marzo para elegir autoridades sub-nacionales y la del 11 de abril como balotaje, en cuatro gobernaciones donde no hubo ganadores en primera vuelta.
Definitivamente no se puede ignorar que la democracia implica la cotidiana y efectiva vigencia del Estado de derecho, con plenas garantías jurisdiccionales como manda la propia Constitución Política. Y se la afecta cuando se “arman casos”, como ha confesado el actual Ministro de Justicia, vulnerando el debido proceso en sus múltiples aspectos, todo para perseguir al adversario y otros fines políticos.
No es ni será aceptable que se usen las elecciones para acceder al gobierno y una vez en él se socaven las libertades ciudadanas, se violenten las garantías procesales, así como se pretenda consolidar una justicia al servicio del poder político, irrespetuosa de los derechos humanos y de las garantías constitucionales. Por tanto lo que hace que se sienta y viva una auténtica democracia entre elección y elección es la vigencia del Estado de Derecho, con la sincera voluntad política de respecto a los derechos fundamentales.
Ahora bien, el propósito de la persecución a máximas autoridades del gobierno anterior va más allá de la pretensión de hacer “justicia” en relación al actuar de dichas personas, sino definitivamente responde al despropósito de ser un mensaje dirigido hacia la población, en sentido de que el poder político no admite posicionamientos diferentes al oficialismo, a sus teorías, a sus intereses, a sus ambiciones.
Por tanto sembrar terror y buscar con ello la autocensura, la resignación y el sometimiento resulta todo lo contrario a la vigencia cotidiana de las libertades democráticas y garantías fundamentales. Definitivamente vivir en un escenario de terrorismo desde el Estado, de opresión y persecución por razones políticas, no es vivir en democracia.
Cuando el país retomó el camino de la democracia en octubre de 1982, poniendo fin al ciclo de regímenes militares y avanzó hacia el horizonte de gobiernos surgidos de las urnas, la población boliviana depositó su esperanza en que las libertades y el respeto de los derechos serían garantizados.
Han transcurrido casi cuarenta años desde entonces y, evidentemente, en la última década y media esa esperanza de libertades y derechos respetados deviene en incertidumbre, lo que permite afirmar que el camino de la democracia aún no ha concluido, que la transición hacia una sociedad y Estado democráticos es una tarea pendiente y que nos llama al desafío al inicio de esta nueva década.
Gonzalo Rodríguez Amurrio es abogado y ex dirigente obrero