Por: Rafael Loayza |
Dibujada por los relatos de una política aparatosa y sin principios, Bolivia está hoy planteada por la tensión entre dos extremos, por la oposición de dos conjuntos estacionados en polos divergentes que riñen por la distribución del poder político antes que por la del bienestar. Masistas y pititas se presentan al público, convenientemente, como los libertadores de la “opresión” regentada por el “otro”. Así, en una glorificación del desquite antes que de la rectitud, los gobiernos de Añez y Arce cometieron (en reciprocidad) una seguidilla de juicios y aprehensiones dudosas, cuando circunstancialmente les toca (o les tocó) asir (jalar) la correa del sistema de justicia.
La razón ha dejado de gobernar a los gobernantes que, aún en la era de la vigilancia mediática más conspicua, se desdicen sin rubor de lo que dijeron cuando estaban, fugazmente, dedicados a pensar el país. Hoy reina la arenga superficial y las simplificaciones impulsivas. Claramente, el desencuentro que vive Bolivia no es una pugna ideológica entre el progresismo y el conservadurismo (como pretenden ilustrar sus exegetas) pero tampoco es una lucha por la preservación de la democracia entre las corrientes tiránicas y liberadoras; es escasamente una pugna tacaña por el poder en la que el sistema democrático (el ideario de justicia) es tan sólo un utensilio que, por provecho partidario, bien podría ser reemplazado por cualquier otro y en el que el elector es un cobayo que se cría para robustecer el aforo gubernativo.
Los políticos de hoy se entregan a las fijaciones (a las caricaturas del otro) con tal de amasar a los cuerpos en pugna (y a su circunstancial poder) sin reparar en las consecuencias de que tal estrategia (la polarización) pone en apremio no sólo la viabilidad democrática del país, sino también su estabilidad social. Así, diferenciar al otro como masista o pitita, es un mandato de la política atendido con mayor rigurosidad y urgencia que abrazar la nacionalidad boliviana. Incluso, el recurrente Día del Mar ha dejado de ser fructífero para tal tarea.
Masistas y pititas (que en el fondo son racialismos para quitarle el sentimiento de culpa a los adjetivos de “indio” o “culito blanco”) son las nuevas designaciones (producto de la adherencia obsesiva del estereotipo) que cosifican diferencialmente a los bolivianos. Entonces, por la persistencia de las narrativas sectarias, encaramadas en la querella discursiva entre “el golpe” y “el fraude”, hoy el prejuicio se ha transformado en un conocimiento y en una fuerza de movilización, de choque y de violencia social.
Siendo que vivimos en una sociedad postcolonial, estas segmentaciones que se observan en la identidad y personificación étnica y racial –insisto discursivas- están ciertamente influenciadas por la estructuración de la distribución del ingreso y del poder, de los que la política ha medrado desde la fundación de la República y también del Estado Plurinacional. Así, los pititas son fijados de blancos, ricos, burgueses, imperialistas y ruines, mientras los masistas de indígenas, pobres, proletarios, comunistas e insurrectos, en un ejercicio (diría Homi Bhabha) de construcción ideológica del otro, de “un modo paradójico de representación, que termina enconando (con tamañas simplificaciones) el sentido de destino común de los bolivianos.
Ciertamente, el estereotipo masista/pitita, usado ansiosamente por los estrategas polarizadores, es una pericia discursiva (una forma de categorización) que ordena axiomáticamente al mundo entre los sujetos pro y antisociales (entre los plurinacionalistas y republicanos, entre los fraudulentos y los golpistas) haciendo que el prejuicio funcione por encima de la realidad y produzca un efecto de verdad probabilística. Es decir, que el estereotipo que le da fundamento a la polarización se transforme en un modo ambivalente de conocimiento y poder que, finalmente, termina fomentando formas peligrosas de diferenciación racial.
La polarización hace que la estigmatización del “otro”” se fije en la consciencia colectiva de tal manera, que en la Bolivia de hoy no hay espacio para el centro, no hay lugar para la neutralidad y, por lo tanto, tampoco hay plaza para el diálogo, el consenso y, menos, para la redención o el perdón. Hoy, los polarizados demandan indistintamente (sea del amigo o del enemigo) “ser” lo que el prejuicio dicta. Entonces, a los ecuánimes, cada vez más escasos, los disciplinan tildándolos de tibios, desclasados y cobardes.
Aquí cabe preguntarse, si tomar partido por las alas en apronte es la alternativa trazada por la política ¿cómo haremos para coexistir en nuestras otras dimensiones, en nuestros mundos sociales o culturales?