Por Johnny Nogales.-
Aún estamos en pleno proceso de guardar duelo por las esperanzas y aspiraciones que quedaron enterradas en las urnas de octubre, incluyendo las de los que no les cabía en la cabeza, ni siquiera remotamente, la victoria de los proscritos, tanto como aquellas de quienes pensaron que el triunfo les daba carta blanca para retornar a las viejas mañas. No se han apaciguado los ánimos de los bandos encontrados; los unos, con intenciones de revancha, por haber sido desplazados del jugoso botín; los otros, porque todavía no aceptan la derrota y se niegan obstinadamente a reconocer sus propios yerros; y hay quienes, aprovechando el río revuelto, alborotan viejas y recónditas pretensiones separatistas.
Mirarnos en el espejo de la realidad es reconocer que estamos plagados de odios y rencores; son muchos los deseos de represalias, por un lado, y de divisiones, por el otro. Guiarse sólo razones propias, sin considerar las del resto, lleva a demandar a gritos que se otorguen puestos ministeriales, por el “derecho” de haberlos ganado en la batalla electoral, así como también conduce a agredir físicamente a los de otras tiendas, para impedirles que ingresen a una sesión o reclamen puestos de representación. Es el acicate de la antipatía por los “collas mataperros” o por los “cambas flojos”; epítetos matizados con referencias excrementicias.
No faltan los que hurgan las heridas todavía abiertas para cobrar nuevos protagonismos, ofreciendo hasta listas de financiadores de lo que fue una rebelión social, para éstos, y un golpe de estado, para aquellos. Las voces del rencor siguen parapetadas en su ciega convicción, imprecando y amenazando a los que no les siguen la corriente. Ya no basta el regionalismo o el racismo, la pugnacidad se da entre personas de la misma casta o del mismo terruño; ¡hasta en el seno familiar se hace presente la pelea y el encono político!
En este escenario, se levantan voces que llaman a recuperar la cordura, que nos convocan a todos en la lucha por levantar a una patria malherida, a unirnos para hacer frente a los enormes problemas comunes, a pensar que el destino compartido nos debe alejar de la tentación de esperar que al otro le vaya mal, y emplazan a arriar las banderas de guerra; pero son pocas y se apagan cuando de nuevo suenan las trompetas del combate por gobernaciones y alcaldías.
Ni siquiera se dejan guiar por el sentido común, que nos acaba de enseñar que la división es el indeseable camino al fracaso. La ausencia de líderes que convoquen, cautiven e inspiren a la población da paso al intento de figuras caducas o bisoñas, desgastadas por su probada incapacidad o por sus propios desaciertos. Y se avecina de nuevo el montón de candidatos, cada uno en posesión exclusiva de la verdad absoluta, cada uno convencido de que “todo el mundo lo apoya”, cada uno embelesado en la contemplación de su propia imagen, cada uno pretendiendo la pequeña cuota que le permita negociar una parcela de poder.
Si el modelo a seguir es el del bravucón, insolente y camorrero, si el ejemplo evocado es el del atrabiliario que se pasa la ley por las verijas, ¡Qué futuro se puede esperar de semejante incoherencia!
A quienes pregonan la reconciliación, la unidad y el entendimiento los tildan de tibios, cuando no les dicen colaboracionistas y los embadurnan con el color de sus enemigos. Debieran ser más certeros y decirles necios, imbéciles y porfiados, porque si no hay señales, predisposición y voluntad en los bandos enfrentados, están (…estamos) arando en el mar.