Por Patricia Alandia.-
El 2019 sufrimos una de las tragedias más grandes de nuestra historia reciente, provocada por los incendios que consumieron 3,9 millones de hectáreas de la Chiquitanía, el 73% de sus tierras, y, en la región amazónica del Beni, 1,2 millones de hectáreas, el 23% del territorio, de acuerdo con la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN). Afectaron las áreas protegidas de San Matías, Otuquis, Ñembi Guasu y Tucabaca. Se llevaron al menos 7 vidas humanas y millones de vidas de animales de diversas especies.
Este 2020 seguimos ardiendo. Hasta este momento, los incendios se han extendido sin control en los departamentos de Santa Cruz, Beni y Chuquisaca, consumiendo alrededor de 2,3 millones hectáreas. Nuevamente millones de seres ya han perdido la vida, calcinados y sometidos al sufrimiento más horroroso; otros miles se han quedado sin hábitat, y, al huir despavoridos hacia las áreas pobladas, también han hallado una muerte, tan cruel o peor de la que escaparon.
Al parecer, el dolor y la indignación de la población, expresada el 2019, se han debilitado en este año; política, pandemia o, peor, naturalización pueden estar entre las razones. Sin embargo, si esas vidas no duelen, habría que recordar que los incendios no solo consumen naturaleza, también se llevan consigo la calidad de vida de todos e incluso nuestro futuro. Destruyen los ciclos hídricos, cuyas consecuencias son las sequías, las altas temperaturas y las inundaciones, ya manifestadas en distintas regiones del país; dejan desguarnecidas a las poblaciones de los vientos cada vez más intensos y destructivos; disminuyen las posibilidades de combatir la contaminación de aire y agua. Cada año las víctimas de esos fenómenos crecen, en la medida en que se incrementa la deforestación. Es una realidad innegable, pero, lejos de definir políticas de prevención y restauración, se siguen aprobando y manteniendo normas ecocidas.
Como gran logro, el Ministerio de Medio Ambiente anunció la aprehensión de dos personas causantes de incendios, sorprendidas en flagrancia. Obviamente se trata de dos casos menores, que no tienen mayor incidencia en lo sucedido. Los verdaderos causantes son los grandes chaqueadores, los empresarios deforestadores. Ellos no están señalados. El discurso falaz de desarrollo agroindustrial que sostuvo Evo Morales, al que le puso ponchos, ha logrado su continuidad y profundización con las voces y caras de la élite empresarial representada por Pinckert, Capobianco y Marincovic, y la CAO como actor principal.
Al respecto, instituciones serias como CIPCA, CEDIB, Fundación Tierra, Fundación Solón ya han demostrado, rigurosa y suficientemente, la relación entre incendios, deforestación, cambio de uso de suelo y aumento de la frontera agrícola. Fuentes oficiales como la ABT también lo han hecho. El modelo agroindustrial, presentado como la panacea del éxito y desarrollo, es el mayor causante de estos incendios, no solo para preparar la tierra para siguientes siembras; necesita reducir a cenizas nuestros recursos para expandir su producción; los bosques son un estorbo.
Pese a estas constataciones que ya se sienten en nuestras vidas, pese a que el fuego avanza sin control, el candidato Luis Fernando Camacho ha basado su programa electoral en este modelo. “Nací y crecí viendo triunfar este modelo”, dice en su propaganda, y pide el apoyo de la población para llevar este “modelo exitoso” al resto del país. Camacho no es el único que se refiere en esos términos a este modelo, ya el Gobierno del MAS lo ha hecho en los últimos años, y, por supuesto, los propios agroindustriales a través de sus organizaciones. Entonces cabe preguntarse qué hace exitoso a un modelo agroempresarial. ¿Es realmente tan exitoso este modelo como para transferirlo a otras regiones del país? Considerando nada más la pérdida de bosques y sus efectos indiscutibles en la población, podemos responder que no. Sin embargo, hay otras razones.
El agroempresariado cruceño ha vivido de créditos que, por cualquier eventualidad (climática o económica), no ha honrado. Demostración de ello son las quiebras del Banco Agrícola y del Banco del Estado; el Estado tuvo que asumir las deudas. En la actualidad, de acuerdo con el propio sector agroempresarial, las deudas que arrastran con distintas entidades bancarias y casas comerciales son exorbitantes. Por ello, aprovechando este periodo de cuarentena, que afectó la estabilidad económica de millones de habitantes y del propio Estado, le arrancaron al Gobierno transitorio el financiamiento de 600.000.000 de dólares, de 873.000.000, destinados a supuestamente reactivar la economía nacional. La historia se repite: el Estado, con nuestros recursos, lanza tablas de salvación al sector.
Además de condonación de deudas o percepción de préstamos con bajísimos intereses, este sector es beneficiario del diésel subsidiado y de bajos aranceles para la importación de maquinarias y todo tipo de insumos. Por otro lado, ha sido beneficiario de perdonazos de todo tipo: exención de pago de impuestos a la propiedad de la tierra, multas por contravenciones a la norma, como desmontes ilegales, pausas en la verificación de la FES (función económico social de la tierra).
Todos estos beneficios, que son impensables en otros sectores, no los reciben como privilegios, sino como una obligación del Estado para compensar su “gran aporte” a la economía nacional. Camacho argumenta que ese modelo permitirá multiplicar los puestos de empleo y los ingresos a nuestras arcas. También en estos puntos los datos muestran otra realidad.
De acuerdo con PROBIOMA, en referencia a las exportaciones del agronegocio en el año 2018, que representaron más de $US 1.000 millones, el fisco recibió solo el 1 %, que, como es fácil constatar, ni siquiera cubre la subvención del diésel. Por otro lado, es un modelo caracterizado por la concentración de la tierra, la tendencia a la monopolización y consecuente dependencia de los pequeños productores. Según datos de la Fundación Tierra, el 78% de los productores de soya, que son pequeños productores, solo controlan el 9% de la tierra, mientras que el 2% de los productores, los grandes productores, controlan el 70% de la tierra. A ello hay que añadir que es una actividad altamente mecanizada, por lo que no es generadora de una importante cantidad de puestos de empleo, o de empleo estable con condiciones laborales adecuadas.
Y, finalmente, está toda la problemática ligada al uso de las semillas transgénicas. Los agroindustriales han presionado, a los distintos gobiernos, para legalizar eventos transgénicos y abreviar los procedimientos establecidos para evitar su impacto medioambiental negativo, es decir, para allanar su uso, que, en muchos casos, no ha esperado ninguna legalización. Si bien no se tienen evidencias contundentes sobre el efecto de los transgénicos en la salud de las personas, sí los hay sobre el glifosato, que es parte inseparable de las semillas. En el 2015, la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC), ámbito especializado de la Organización Mundial de la Salud (OMS), clasificó el glifosato como “probablemente cancerígeno para los seres humanos”, basándose en evidencia de que es cancerígeno para los animales y de que causó daño del ADN y los cromosomas en las células humanas. Por otro lado, solo entre el 2018 y el 2019, Monsanto perdió 3 juicios en EEUU, en los que se le obligó a indemnizar con cifras millonarias a personas que habían sufrido cáncer vinculado a su uso. No obstante, se sigue moviendo mucho dinero para demostrar lo contrario.
Lo que está fuera de toda discusión es el efecto de las semillas transgénicas en la biodiversidad, sobre todo en productos nativos. Experiencias en otros países, como México, muestran que es imposible aislar los sembradíos y evitar la contaminación de unas semillas con otras. Ello genera la desaparición de semillas nativas y la previsible implantación de monopolios. Bajo esa consideración, si el horizonte es la soberanía alimentaria, nada más lejano de ella es la dependencia de monopolios que producen, distribuyen e introducen las semillas que les convienen y bajo sus condiciones.
La justificación para ampliar el uso de semillas transgénicas es su mayor productividad que, según el agroempresariado, evitaría la ampliación de la frontera agrícola, es decir, mayor deforestación. No obstante, se ha establecido que la introducción de semillas transgénicas en la producción de soya no ha incrementado de manera importante la productividad, y, por supuesto, no ha frenado la deforestación, por lo que es legítimo dudar que se dé el salto con otros productos.
Camacho, que en este periodo electoral se ha constituido en un vocero de la élite agroindustrial, ha dado algunas pautas sobre la predisposición del sector de evitar los incendios: podrían, dice, reemplazar los chaqueos en unos siete años. Si se consumen alrededor de 4 millones de hectáreas por año, probablemente cuando opten por ese enorme desprendimiento de no incendiar el país, ya no tendríamos bosques por conservar.
Estas y otras razones deberían conducirnos a rechazar categóricamente la propuesta de Camacho, y más bien habría que preguntarles, a él y a sus amigos de la CAO, qué tipo de país imaginan en unos años, qué país consideran que están dejando a las próximas generaciones. La impotencia frente a los incendios, y la consecuente desesperanza que me provocan, me ha llevado a preguntarme si estas personas realmente piensan en el futuro, si ven a sus hijos y nietos creciendo en Bolivia o si ya les habrán planificado una vida lejos, donde respeten y cuiden los bosques, los animales, la vida.