Por Sonia Montaño Virreira, vía Página Siete.-
“…estas idas y venidas entre yo y yo, entre ustedes y yo en este tiempo que nos es común”, Marguerite Duras.
A medida que pasan los días de la reina de las cuarentenas, afloran en mi memoria recuerdos y fantasías de historias vividas y contadas, algunas reinventadas, tan reales como si hubieran sido ayer. Los encierros tienen nombre: el de Banzer, el de Natusch, el de García Meza, el de las Pititas y el del Covid19. Unos fueron recientes, como cuando los violentos desfilaban amenazantes al grito de “guerra civil” y los aviones sobrevolando eran “fuego amigo”. Nada que ver con el encierro en 1972, en la casa de trabajadoras sexuales, luego de varios recorridos - la tía, la prima, el amigo-eludiendo a la dictadura. Llegué a esa casa con otro nombre, otra ropa, otro cabello, pero con un inconfundible caminar heredado y que hasta la fecha no he podido cambiar. Por él me reconocieron.
Fueron una sucesión de encierros tratando de borrar huellas mientras florecían solidaridades y afuera, señoras emperifolladas se dedicaban a denunciar sospechosos, en el Ministerio del Interior. Intentando escapar al encierro y el riesgo, escapando del miedo, terminé el periplo en la puerta de la embajada de la entonces presidenta Isabelita, que nunca se abrió a pesar de haberlo prometido, aunque al frente sí me esperaban una banda de tiras y traidores que me trasladaron a otros encierros.
En la antesala del Ministerio, otros detenidos veían el concurso de Miss Bolivia, lo que daba señal de normalidad, mientras detrás de sus puertas se torturaba. No pude ver el premio final, me llevaron a la peor pesadilla que recordar puedo, la misma que vivieron muchas mujeres bajo la dictadura de Banzer.
No fueron sólo el encierro y la tortura, era la desaparición como posibilidad. Aún hoy, 50 años después, la niña que yo era no olvida el recorrido por casas de seguridad clandestinas, tiras implacables, crueldad infinita y también policías generosos que me traían fruta y jugaban cacho conmigo, haciendo de ese encierro sin fin algo llevadero.
Aún hoy recuerdo a mi amiga Lourdes, con quien compartí la casa de seguridad de Villa Copacabana, hasta que un día me llevaron a Achocalla, donde el encierro, al ser en grupo nos hizo- o me hizo- sentir protegida. Allí reinaba la desconfianza y la hermandad por partes iguales, el silencio y los susurros. A cada una nos esperaba un desenlace arbitrariamente distinto. Allí se acumularon historias de sufrimiento, valentía y esperanza. Pienso con amor en la abuela Delfina Burgoa, quien convirtió el encierro en una escuela de valor, imaginando a su nietita en recortes de revista que pegaba en su cabecera, en la pared de esa vieja estación convertida en cárcel, destierro y paredón; la veo aun envuelta en la mantilla que arropó en su día al Che Guevara y que ella había recuperado como trofeo.
Recuerdo a la Chelita Medinacelli, con ellas dormí abrazada. Recuerdo el encierro durante el golpe de Natusch, efímero como el golpe, en casa del único amigo que tenía una, convertida en campamento y estado mayor; el encierro de García Meza en la misma casa donde vivía una amiga del recientemente muerto Arce Gómez, que rompía su toque de queda visitándola y obligándonos a silenciar para no ser descubiertas; a mi pequeña hija, cuyos pasitos podían ser una señal de nuestra existencia y nuestro fin.
De ahí pasamos al encierro del gran Plutarco, en la Embajada de México, no duramos ni un día y nos llevó a otro de cinco estrellas, en la Embajada de Bélgica, con un embajador al que bautizamos como Obelix; éramos tres familias, la mía y dos argentinas de Montoneros y del ERP. Allí pasamos viendo a Rosa de Lejos y deshojando hojitas de cilantro, jugando monopolio y leyendo lo poco que había.
De tanto en tanto, Obelix ganaba la partida de monopolio y descorchaba un vino. Fuimos, creo, los últimos en salir del país. Nunca olvidaré el grito libertario de mi hijita, que cuando bajó del avión se lanzó a correr manos en alto, recordando que el grito y el movimiento son libertad.
Por eso es que la cuarentena de hoy, con su inevitable parentesco con otros encierros, es distinta. Primero, es voluntaria y por el bien común. Muchos enfermos, como los de cáncer, que luchan por la vida, sentirán que no están solos en su fragilidad. El Covid19 ha tenido la virtud de democratizar la muerte, aunque inclusive en éste último escalón, el mundo real sigue siendo tan desigual como el que combatimos hace décadas; hoy todos podemos sentir en carne propia que este encierro nos aleja de la muerte, a diferencia de los otros, que bien podían ser su antesala. Por último, ni el miedo ni el coraje son siempre iguales, como no lo son los encierros, por mucho que se parezcan.
Sonia Montaño Virreira es adulta mayor.