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Los viejos, como cerdos al matadero

Por Reinaldo Spitaletta.-

Sobre la vejez ofendida

Había leído hace tiempos, unas palabras sobre la vejez, distintas a las de Marco Tulio Cicerón, y también diferentes al documentado ensayo de Simone de Beauvoir, acerca de la fealdad de la vejez, o mejor dicho, algo así como una negación categórica: “ser viejo no es bello”, y las había olvidado. También, tal vez a mediados de los ochenta, había leído una novela que si bien me impresionó en su momento, también había dejado atrás, guardada en algún ignoto lugar de la desmemoria: Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares.

Lo que había leído, cuando era joven aún, bueno, o cuando todavía no era viejo, de los mencionados escritores, me había dejado un sinsabor, sobre todo porque me martillaba entonces una suerte de estereotipo que advertía que los elegidos de los dioses mueren jóvenes. Y yo decía que eso me tenía sin cuidado, porque, a la larga, quería vivir muchos años y para qué entonces irse uno a echar incienso y mirra a dioses olímpicos y hebreos y musulmanes (budistas no, porque, no tienen esa idea), a los dioses muchos, o a un solo dios. Para qué ser elegido por divinidades, si lo mejor era ser elegido por la vida.

Norberto Bobbio, a sus ochenta años, decía que los viejos vivían hoy una “vejez ofendida, abandonada, marginada por una sociedad más preocupada por la innovación y el consumo que por la memoria”. Ya estaba lejos la adoración y respeto por los ancianos. No significaban sabiduría. Ni historia. Ni patrimonio. Solo estorbo. Fealdad. Decadencia. El ocaso sin gloria. Días grises y tristes y depresivos.

Resulta, sin embargo, que no era tanto una discriminación contra los viejos lo que se estaba cuestionando, sino que el capitalismo, que no pierde ocasión de ampliar mercados, buscó nichos para la ancianidad: centros comerciales donde estos se puedan sentir cómodos; ropas y bastones y zapatos livianos; alimentos especiales, y así una serie de mercancías que hagan de los viejos unos seres propios del consumo.

Con todo, la vejez (el problema es que no dura mucho, según Bobbio) es una etapa que puede ser vapuleada por las vanguardias, por los movimientos juveniles, por aquellos que consideran que lo viejo es retrógrado, conservador, atrasado. Y así, sin talanqueras, se van creando no solo clichés, sino reacciones que pueden terminar en la eliminación de todo lo que tenga que ver con lo añejo y añoso, con el pasado. Con la debilidad que producen los calendarios, el paso irremediable del tiempo. Los jóvenes no tienen recuerdos. Es más, pueden repudiar a aquellos que ya no tienen otra posibilidad sino la de lo ido, de lo que ya no es.

Todavía tenía vivas unas imágenes de pavor de La naranja mecánica, el perturbador filme de Stanley Kubrick, cuando leí por primera vez la novela del argentino Bioy Casares. Muchos años después, torné a releerla para la Tertulia Literaria que tenemos los del Centro de Historia de Bello en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, y encontré un mundo que no había percibido en la primera lectura. ¿Qué era esta obra tremenda?: ¿ciencia ficción? No. ¿Una distopía? Tampoco. ¿Una utopía? Menos. ¿Qué diablos era esta novela de lenguaje preciso y meditado, en la que los viejos eran víctimas de persecuciones y asesinatos? Una ficción inclasificable, que siempre el galante Bioy buscó salirse de los moldes.

Sin lugar para los viejos

Diario de la guerra del cerdo, publicada en 1969, es una obra que transcurre en una Buenos Aires medio fantasmal, nombrada con precisión en calles y cementerios, en conventillos y rumores de tango, con momentos de horror y otros dedicados a la amistad y al amor entre un viejo (que todavía no asume la vejez ni la decadencia) y una muchacha, que es un contrapunto fenomenal.

Hay una ambientación en la que a veces falta el aire, pero, en otras circunstancias, hay atmósferas de novela negra, de obra policíaca. Una combinación de vejeces con aires nuevos. Se establecen distancias entre los mismos viejos, sujetos de muerte, que en algún momento pueden ser lapidados, o apaleados, o convertidos en papilla sanguinolenta. Por momentos, uno puede estar con una gallada, o, mejor, con una patota de vejestorios que juegan al truco, que toman fernet (ah, y aquí se deja saborear la amarga bebida alcohólica, de yerbas como mirra y ruibarbo y cardamomo y azafrán, conducida a Buenos Aires por inmigrantes italianos) y tratan de evadir la muerte, de derrotarla, aunque algunos son cobardes, blandengues, sin carácter.


Isidoro Vidal, o Isidro, protagonista de la obra, que tiene un hijo (Isidorito) que el lector ni presume cuál será su destino final, es un ser que oscila entre el hombre que no se considera viejo (está en la frontera de los sesenta), pero tampoco es joven. Además, para ratificar aquello que en esa etapa que hoy en muchos países denominan con cierto aire eufemístico como la “tercera edad”, ya no hay esperanzas, y lo peor es que se puede quedar sin dientes. Como, en efecto, le ocurre al tipo que tiene la cultura de escuchar la radio y de leer periódicos.

A Isidoro, al que un dentista extirpó todos sus dientes y los reemplazó con prótesis, la mesada de la pensión le tarda (como pasa, por ejemplo, con el Coronel garciamarquiano) y se va dando cuenta que contra la vejez no hay estrategia. Él la observa y la siente en sus amigotes, pero sabe que esta no tardará mucho en instalarse en su territorio. La percibe cuando su hijo lo tiene que esconder en el altillo del inquilinato, para que los jóvenes que lo visitan no lo tengan como objetivo de sus instintos criminales. Además, el lumbago es una atención que los años le brindan a Isidoro.

Las pandillas de jóvenes que matan ancianos están en la sombra. No dan “razones” (si es, como dijo alguien, que para matar haya razones). Más bien, estas las arguyen los viejos, al expresar, entre muchas afirmaciones, que no hay lugar para ellos. “En la vejez todo es triste y ridículo: hasta el miedo de morir”, dice Isidoro. Y ahí, en el ambiente íntimo entre los Vidal, los Néstor, los Rey, los Dante, los que se pintan el pelo para retrasar y ocultar lo inocultable, se dan intercambios en los que la vejez se vuelve burlesca. Se torna caricatura. La vejez es muestra de inmundicia, se llega a decir.

En la vejez están el asco, el baboseo, la pérdida de facultades, el andar rengo, la visión borrosa. La inmundicia. Y todos esos resultados son los que aborrecen los jóvenes. Y para ellos, para los pelados, el viejo es un cerdo y no un búho, ave filosófica aunque fea, símbolo del saber. Y en este punto, cuando la persecución y acoso a los viejos es alimento de diaristas amarillos, sensacionalistas, se inicia un empecinado endiosamiento a la juventud.

Los chicos matan a lo que no quieren ser nunca. Los viejos son una especie de espejo para los jóvenes, que entonces más bien los quiebran para no tenerse que mirar en ellos.

Sola, fané y descangayada…

Un viejo parece estar hecho de recuerdos. Cada vez tiene menos motivos para existir. Se le van acabando las expectativas y vuelve a una segunda infancia, sin paisajes, sin juguetes. Sin imaginación. Más bien, rodeado en su interior de crueldades, de remordimientos, de lo que pudo haber sido y no fue. En la novela de Bioy, a los viejos les hacen vejaciones. Un viejo vejado. Uno que huye de las piedras, de los asesinos, de los verdugos. Huye de la abyección pero, en sí mismo, es un ser abyecto. Un desperdicio. Uno que pertenece al basurero.

Los jóvenes no los califican de ese modo. Son los mismos viejos los que se autocalifican, en medio de su despersonalización. Se desmoronan por miedo, por angustias, porque ya no hay luz. Es la edad de lo oscuro. Es el tiempo en que los amigos se van, no de viaje a otro país, sino hacia la nada. Y es el momento en que los hijos los esconden, para evitar vergüenzas, para sentirse sin obligaciones. Quizá los muchachos atacan a los viejos, además de que estos son una negación de la juventud, porque ven aquel estado como una enfermedad.

Sí, la enferma-edad, la sola-edad, como lo dijera el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, en la novela de Roa Bastos. La obra de Bioy es una metáfora de la infamia, una expresión de angustia existencial, la que produce el no poder aspirar a más nada. Una canción lastimosa del pesimismo. En algún momento, uno como lector, siente un tango de Discépolo, el de Esta noche me emborracho, cuando el protagonista ve a una mujer que fue suya diez años antes, y la ve salir de un cabaret “sola, fané y descangayada”, “chueca, vestida de pebeta, teñida y coqueteando”, que parecía un gallo desplumao, y más bien hubo que salir corriendo pa’ no llorar, che.

En el Diario de la guerra del cerdo hay una “sabiduría triste”, una confrontación con la indolencia del poder, con las presuntas autoridades de una ciudad que parece no alterarse con la muerte de los viejos, con el matadero que los jóvenes promueven para exterminar quizá a la visión del padre. Para que no se cumpla aquella sentencia fatal de “todo viejo es el futuro de algún joven”. Y así, como lo dice un personaje de la novela, la vejez es una pena sin salida. Y si la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo, la vejez es una enfermedad en la que ya no hay tiempo de nada. A veces, ni para decir adiós. Es el tiempo de la soledad.


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Los viejos, como cerdos al matadero
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