Por Carlos Mesa - Expresidente de Bolivia
Con las heridas todavía abiertas y a flor de piel, cualquier consideración en torno al proceso político 2006-2019 viene muy cargada de emotividad y de pasión. Mucho más en una sociedad polarizada después de catorce años de control férreo del poder y tras la huida de Morales como consecuencia de una heroica resistencia democrática.
No será por la vía de los adjetivos y de las expresiones de deseos que lograremos una lectura correcta de qué papel juega y jugará el Movimiento al Socialismo en el inmediato futuro. En algún momento se confundieron las cosas y se supuso que el culto a la personalidad, el caudillismo intrínseco de Morales y su corte de obsecuentes aduladores, retrataban la fragilidad de un partido que, como ocurrió con frecuencia en nuestro pasado, se debilitaría dramáticamente ante una crisis profunda como la que se ha vivido.
“El MAS es Morales”, se pensó. En parte sí, pero como explicación es insuficiente. El MAS ha logrado la consolidación de un bloque sólido y militante, cuya base mayoritaria (aunque no exclusiva) es indígena urbano-rural con una fuerte carga identitaria.
Esta realidad fue labrada sobre la lógica perversa del tándem Morales-García y su discurso radical, excluyente y confrontacional. No perdieron el tiempo, durante estos interminables años remacharon el mensaje a sus seguidores, usaron descaradamente los medios de comunicación del Estado, tanto TVB como la gigantesca red Patria Nueva y, literalmente, más de 15.000 discursos de ambos, para repetir como un mantra la idea de que su gobierno había llegado para terminar con el racismo y la discriminación de los k’arasque, que de acuerdo a su truculento relato poco menos que no permitían la entrada a la plaza Murillo de los indígenas hasta el advenimiento de su redentor. Se falsificó la historia, se menospreció los logros de 1952 y de la democracia, se reinventó el pasado, se recreó un nuevo panteón de próceres y se magnificaron momentos determinados para fortalecer la idea de una larga y sangrienta guerra étnica. La República y su nacimiento fue, según esta versión, un artificio seudoliberal a imagen y semejanza de los intereses de las elites blancas.
La metáfora de García de que si Morales se iba, el sol se ocultaría y la luna se escaparía, es menos ridícula de lo que muchos intelectuales creyeron. Debe entenderse que el aparente tono de didáctica colegial ha funcionado muy bien y se ha desarrollado con la habilidad goebbeliana que marca las pautas comunicacionales de cualquier gobierno autoritario.
Un episodio que refleja muy bien esta realidad es el de las dos noches de auténtico terror que se vivieron en La Paz, a poco de la huida de Morales a México. Las incursiones masivas y violentas de adherentes masistas dejaron como saldo dramático el incendio de la casa del rector de la UMSA y de la periodista Casimira Lema, pero sobre todo la increíble quema de casi 70 buses Puma Katari. ¿Quiénes lo hicieron y por qué? Activistas violentos, probablemente algunos delincuentes comunes, pero fueron también vecinos habitualmente pacíficos, más que eso, usuarios de los Puma. Los quemaron porque perdieron la noción de la realidad, porque creyeron y creen que Morales -su referente “paterno”- los dejó librados al retorno del pasado encarnado por el fantasma de octubre de 2003, apalancado por un discurso fuertemente racista.
La desafortunada quema de una wiphala, que cabe preguntar si no fue promovida por los propios masistas, fue entendida como el símbolo del “verdadero pensamiento k’ara”. Este hecho desplazó la bandera multicolor de su lugar como símbolo de complementación e integración plurinacional a otro espacio, el de emblema de un partido político. De la noche a la mañana incontables casas y edificios en el campo y las ciudades desplegaron la wiphala en sus ventanas y puertas, no como celebración de la pluralidad sino como afirmación de militancia partidaria. “Aquí estoy, soy indígena y soy masista” ¿Es acaso un sinónimo? No puede serlo, pero se está construyendo como nuevo y cuestionable referente.
Estamos ante algo nuevo, la presencia de una estructura política que no es ni el partido tradicional, ni el conglomerado diverso y heterogéneo que dio origen al movimiento que ganó las elecciones de 2005. Es un instrumento de afirmación social, cultural y étnica que se ancla en la idea del personaje-mito, del líder-símbolo. La impostura, finalmente, logró un objetivo que parecía absurdo, instalar una falsa verdad que es la base esencial de su poder. Para rematar queda el discurso edulcorado y muy fuerte de la Bolivia del éxito económico, de la riqueza sin precedentes, de la exitosa lucha contra la pobreza…
No entender este entramado puede dar lugar a graves equívocos y serios errores políticos. El futuro de Bolivia debe trabajarse sobre esta evidencia.