Por Alma Beltrán y Puga. Vía Nexos.-
La vida doméstica está desbordada. El mundo colapsa más allá de nuestra imaginación. Un virus insospechado nos confina en las casas, reclutándonos a las más privilegiadas a la ya conocida doble jornada: cuidar y trabajar. Tantos siglos de lucha para salir del espacio privado, para estar en el público, y ahora no queda de otra más que volver a ser “amas de casa”. Hay que lavar platos, contestar correos electrónicos, cuidar hijos, atender reuniones virtuales, ordenar frutas y vegetales, limpiar, amar y regañar al mismo tiempo. Actividades que teníamos antes clasificadas y delegadas al salir a la calle rumbo a la oficina. Y este nuevo escenario de atención conjunta al cuidado doméstico y la vida laboral en sesenta metros cuadrados, gracias al omnipresente internet, es el rostro más amable de la tragedia de salud pública que estamos viviendo. Somos privilegiadas las mujeres que podemos cuidar y trabajar al mismo tiempo, básicamente por tener un salario ligado a la economía formal. Colapsaremos mental y, en algunos momentos, físicamente por agotamiento y ansiedad. Pero no moriremos de hambre ni de respirar en condiciones insalubres. Las mujeres que viven de la economía informal, cuya posibilidad de comer está sujeta a la movilidad, sí están en alto riesgo de morir de hambre. El confinamiento para ellas supone la exacerbación de la desigualdad social.
La pandemia desvela el talón de Aquiles del capitalismo: la inequidad en las condiciones de trabajo y el acceso al sistema de salud. Las mujeres más pobres y marginadas sufrirán desproporcionadamente los efectos de este virus. Quizá no mueran de contagio, pero sí por no tener recursos suficientes para alimentarse ellas y a sus familias. Al igual que la clase obrera informal. Quizá es tiempo de reflexionar otra vez sobre el significado del trabajo, el salario y el cuidado. ¿Cómo lo hacemos? ¿Quién nos paga? ¿Qué actividades “productivas” se valoran más? Decía Silvia Federici, brillante filósofa italiana, que el salario da la impresión de un trato justo: “Tú trabajas y te pagan”, eres parte de un contrato social, pero ese salario “esconde todo el trabajo no remunerado que conlleva el beneficio”. Históricamente, el trabajo doméstico, realizado mayoritariamente por mujeres, no ha hecho parte de este gran contrato social. A las mujeres nos han convencido de que nos es “natural” cuidar y cocinar sin remuneración alguna. O peor aún: que sí hay que remunerarlo, pero mínimamente, por un servicio de limpieza unas cuantas veces por semana.
Hoy más que nunca, en medio de la emergencia sanitaria, que aumenta los riesgos que arrojan a las personas más vulnerables económicamente a la pobreza, y en muchos casos a la violencia, es necesario repensar el Estado social de bienestar. Y dentro de este gran esquema, las condiciones que hacen posible un trabajo y un salario digno, especialmente para las mujeres que se dedican a las labores domésticas. Esta exigencia es revolucionaria porque va en contra del rol social de las mujeres como cuidadoras. Destruye la presunción de que este trabajo es fácil y se hace por amor. Nos habla de lo que históricamente han reivindicado las mujeres en las luchas por sus derechos: necesitamos tomarnos en serio el trabajo de cuidado y remunerarlo adecuadamente. Convertirlo en la práctica en una obligación laboral con todas las prestaciones legales.
La pandemia ha desdibujado las fronteras de dónde empieza y termina nuestro trabajo. Encerradas en las casas todo está junto con pegado. El mundo virtual es muy demandante. En los casos donde se han transportado las labores “productivas” a la casa a través de la tecnología, la exigencia de producción laboral dentro del confinamiento no ha cesado. Esta presión de producir intelectualmente no toma en cuenta las nuevas (o viejas para muchas) condiciones de trabajo doméstico y de cuidado que las mujeres estamos haciendo. Hay una idea utópica de que ahora es cuando se puede “producir más y mejor”. La glorificación de la paz hogareña y de la casa como un recinto sagrado de descanso sigue estando detrás de lo que conocemos como “el ámbito privado”. Lejos de eso, sabemos que a muchas mujeres se les ha confinado a sufrir violencia.
Esta epidemia debe ayudar a mirarnos en el espejo. A repensar los presupuestos de toda nuestra maquinaria económica, así como las posibilidades de mejorar los servicios públicos de salud. Es indispensable seguir manteniendo a las trabajadoras domésticas, aunque no acudan a la casa, con los salarios íntegros. Es necesario tomar medidas económicas emergentes para ayudar a las familias que viven todos los días jugándosela para no caer en la pobreza. Es primordial revalorar el trabajo doméstico como un trabajo digno. Cómo llevar estas demandas de mayor igualdad por el trabajo que las mujeres realizamos fuera del dormitorio y la cocina, a las calles, es tarea de todas.
Alma Beltrán y Puga
Abogada feminista. Doctora en derecho por la Universidad de los Andes, profesora en la Universidad del Rosario, Colombia