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Racismo: escudo, arma y realidad

Por Patricia Alandia.-

Durante la campaña electoral, Marianela Paco que en un audio que se le atribuye se queja de maltrato constante de parte de Morales y su entorno no dejó de sostener que todas las críticas a Evo Morales o al MAS expresaban pura y exclusivamente el racismo de sus detractores.

En la campaña del Referéndum del 2016, de las elecciones del 2019 y en los días de paro cívico nacional, a la cabeza de García Linera, el anterior gobierno del MAS construyó e instaló un discurso de guerra, llevado a todos los confines del área rural y de los barrios pobres citadinos, que llamaba a unirse y combatir, en torno a la figura de Evo, el posible retorno de los “blancos”, “derechistas, racistas y odiadores”, según ellos, resueltos a arrebatarles las conquistas de los últimos años.

A lo largo de los 14 años de gobierno del MAS, cada denuncia de corrupción, de acción autoritaria, de violación a las normas o incluso de discriminación en contra de sectores indígenas, fue catalogada como un ataque racista en contra del presidente indígena; el racismo fue su escudo, así como el machismo, para las ministras y asambleístas. Sin embargo, a partir de su declive político, constatado en vísperas del referéndum del 21 de febrero del 2016, el gobierno del MAS apeló más que nunca al racismo como arma para enervar ánimos, manipular conciencias y formar grupos de choque que los defiendan, los mantengan en el poder.  

¿Pero por qué el uso del racismo ha funcionado con tanto éxito? Al respecto, pese a opiniones que intentan minimizarlo o negarlo, el racismo es un mal estructural en nuestra sociedad. De acuerdo con algunos investigadores, entre ellos Teun van Dijk, el racismo de Latinoamérica es una variante del racismo europeo, cuyas raíces históricas se remontan a la Colonia, sostenida en la dominación étnico-racial, ahora reproducida por mestizos. No obstante, desde la psicología social, Jacques-Philippe Leyens identifica el racismo como una característica genética humana, es decir, todos los seres humanos somos racistas, poseemos una predisposición a discriminar al diferente, más allá del contexto, la historia o la etnia a la que se pertenezca. Si bien son concepciones distintas, en ambos casos, el racismo se configura socialmente, de manera que ya sea que este se construya o se active, son los discursos los que lo vehiculan, alimentan y reproducen.

Volviendo a van Dijk, el racismo no es solo una ideología a la que conscientemente uno se adscribe o no, se trata de una cognición, es decir, una construcción mental que se internaliza desde muy temprana edad y que define nuestras representaciones sobre nosotros y los otros. Esas cogniciones poseen raíces que crecen y se consolidan a través de los discursos; primero, los transmitidos por la familia, luego por la escuela y medios de comunicación. Con el paso de los años, el racismo emerge y se expresa en actitudes, ideas y, en el peor de los casos, en acciones.

Los grupos dominantes, entonces, saben que para controlar los actos de los otros es necesario controlar sus cogniciones mentales, y los discursos son su instrumento. En ese sentido, todos los gobiernos han apelado a los discursos, pero, con más vehemencia, los diferentes populismos. De acuerdo con el lingüista Patrick Charadeau, los populismos, ya sea de derecha o de izquierda, llegan a las masas a través de discursos construidos sobre ciertos rasgos característicos: exacerbación de la crisis, identificación y satanización de enemigos, victimización, exaltación de valores (nacionales o étnicos) y aparición del caudillo salvador. Eso es lo que hizo el gobierno de Morales en cada momento de decisión electoral y, sobre todo, en la gestión de la crisis del 2019 y del año de transición que vivimos: la derecha es el enemigo, Evo es víctima del racismo, está en juego el proceso de cambio y Evo es el único que puede conducirlo y luchar contra el racismo; luego de su renuncia, la llave de la salvación se transfirió al MAS.

No obstante, la manipulación discursiva y la instrumentalización del racismo no han sido estrategias exclusivas del MAS; las distintas élites se han servido de ellas a lo largo de nuestra historia. Sin ir lejos, el 2008, en la resistencia a las leyes que estaban dirigidas a eliminar privilegios, sobre todo en la distribución de la tierra, la élite agroempresarial utilizó el racismo, conectado al regionalismo y, por ende, asociado al “colla”, indígena y campesino, como enemigos. La violencia racista del 2008 fue brutal en el oriente, pero alcanzó a las élites sucrenses que protagonizaron, el 24 de mayo de 2009, uno de los hechos más descarnados de nuestra historia reciente, cuando, luego de golpearlos, obligaron a indígenas y campesinos a desnudarse, quemar sus whipalas, besar el piso y las banderas chuquisaqueñas, y pedir perdón de rodillas.

De alguna manera, el regionalismo reactivado en la campaña de Luis Fernando Camacho ha revivido esas historias, ha rozado las heridas y ha dado cuerpo a todos los mensajes que alertaban sobre el supuesto avance de los “blancos” organizados para destruir lo otorgado por el gobierno de Morales, y someter al “pueblo”.

Pero, como dije arriba, el racismo es cognición, de manera que no se anida solamente en las mentes de los “blancos”, o de quienes se consideran “blancos” (en su mayoría mestizos), sino en las de hijos de indígenas o campesinos, creando representaciones negativas sobre sí mismos, que intentan neutralizar identificándose con aquellos que los discriminan. Por ello, muchos de los universitarios que participaron de las acciones racistas de ese 24 de mayo eran hijos de campesinos, jóvenes de piel morena, que intentaban validarse como “blancos”.

Los discursos de odio que han repetido a diario Morales, García y las exautoridades más prominentes de su entorno (casualmente ninguno indígena) apelan a esas cogniciones y, sobre todo, remueven las heridas no cerradas que el racismo ha dejado en la mayoría indígena, tras siglos de humillación y discriminación. Estos discursos han justificado el rechazo de la población a una repostulación ilegal del binomio Morales-García, luego han servido para tapar el fraude grosero que montaron en las elecciones del 2019. Desde esa narrativa, no eran las violaciones a las normas las que se cuestionaban, era el origen indígena de Evo, y los votos de los indígenas y campesinos. “El voto del campo será decisivo para nuestra victoria. ¿Cómo es posible que algunos grupos no reconozcan el voto de los indígenas? Ahora opositores se reúnen en una coordinadora discriminadora (…). Mi delito es ser un presidente indio” (tuit, 24 de octubre, 2019).

Los actuales intelectuales del MAS, de manera sostenida, han aportado a reforzar esa narrativa; basta con dar una ojeada a los últimos artículos de Fernando Molina, esforzados en la asociación del racismo con las clases medias que participaron del paro cívico de 21 días del 2019. En este su nuevo periodo, seguramente rechazaría por racista las afirmaciones que él mismo realizó el 2010, en su Teoría de la “democracia arbitraria”: “Las medidas autoritarias del gobierno de Evo Morales son demasiado evidentes como para que los intelectuales que lo apoyan puedan considerarlas propias de la institucionalidad democrática y jurídica que tuvo el país hasta el inicio (2003-2005) de la “revolución política” que ahora vivimos”.

¿Pero por qué estos 14 años de “proceso de cambio”, de Estado plurinacional, no han logrado eliminar el racismo? Pese a sus errores, nuestra CPE es una de las más progresistas del continente, cuyos preceptos más importantes al respecto se han desarrollado en un conjunto de leyes, no solo destinadas a luchar contra el racismo, sino a asegurar el ejercicio de todos los derechos: Ley 045 Contra el racismo y toda forma de discriminación, Ley 269 Ley general de políticas y derechos indígenas, Ley de educación 070 Avelino Siñani y Elizardo Pérez, Ley 3760 Derechos de los pueblos indígenas, entre otras.

El gobierno de Morales ha sido el primero en incumplirlas o violarlas, sobre todo en lo referido a los derechos indígenas. Prueba de lo afirmado es el conflicto del Tipnis, en el 2011, que fue el inicio de una serie de violaciones al derecho a la consulta previa sobre los territorios indígenas, para imponer megaproyectos extractivistas operados por transnacionales. Las resistencias indígenas han sido reprimidas con violencia, perseguidas judicialmente, difamadas, y sus organizaciones divididas. Por ello, no sorprende que, en el Tercer Ciclo del Examen Periódico Universal de las Naciones Unidas, 91 países hayan hecho “por primera vez recomendaciones sobre los mayores problemas que enfrentan hoy día los pueblos indígenas en Bolivia relacionados a la consulta previa en las actividades extractivas y de las mujeres indígenas defensoras de derechos”.

La imposición de estos megaproyectos, que contravienen varios artículos de la CPE y de las leyes que derivaron de ella, han sido acompañados por un discurso desarrollista y racista, que devela las concepciones negativas de Evo y sus acólitos en contra de la cultura y aspiraciones de los pueblos indígenas de tierras bajas. Cómo olvidar lo dicho por García Linera, en su intento de contrarrestar las movilizaciones para frenar la carretera que atravesaría el Tipnis:“… hay gente que quiere que los habitantes del Tipnis sigan viviendo como animalitos”. Sus bases políticas, sobre todo concentradas en los llamados interculturales, han acompañado esas afirmaciones con referencias a la necesidad de que superen su “estado salvaje” o a evitar que “sigan siendo como los monos”.

Con los años, esas concepciones se han profundizado al punto de afirmar que la construcción de edificios suntuosos son una demostración de dignidad y soberanía, o que la presencia de automóviles ilegales (“chutos”) en las provincias evidencia el progreso de sus habitantes. Progreso y desarrollo, sinónimos de cemento, fueron la prioridad por encima de la construcción de un Estado plurinacional y del proceso de descolonización. Si bien en los discursos llevados al área rural (que son diferentes a los llevados al área urbana) identifican al “k’ara” como enemigo, también lo presentaron como el modelo al que debían aspirar.

La tesis “El injusto medio: Un estudio de caso de la identidad de clase media en los burócratas de la ciudad de La Paz” (Majluf, 2018) corrobora lo dicho arriba. Este estudio intenta establecer las construcciones de normalidad, estereotipos y prejuicios de los burócratas y sus hijos, beneficiados con el “proceso de cambio”, es decir, personas que han pasado por necesidades económicas antes de trabajar en las instituciones del Estado, muchas de origen indígena. Son parte de la clase media emergente a la que se ha referido en varias ocasiones García.

Los hallazgos muestran una realidad contraria a la promovida por el “proceso de cambio”: lejos de reivindicar su origen, los sujetos entrevistados (re)construyen su (nueva) identidad alejándose de él, e intentan acercarse a los que consideran valores de las élites “blancas”. En esa dirección, reproducen una serie de representaciones negativas sobre el ser “cholo”, los apellidos de origen indígena, las formas de comportamiento, educación e higiene. Asumen como valores para su ascenso social la formación profesional, el bienestar económico, el acceso a espacios que antes les eran negados (barrios, restaurantes, boliches, colegios privados para sus hijos), que consideran que deberían restringirse a las personas de “clase baja”, salvo que se adapten a sus “normas” (educación, vestimenta, higiene). La carga discriminatoria y racista de los discursos de los entrevistados nos muestra que estamos muy lejos de superar el racismo en nuestra sociedad, pues los sujetos que lo sufrieron, ni bien pueden lograr cierto ascenso social, lo reproducen en otros.

La instrumentalización del racismo por parte del gobierno del MAS ha generado indignación, pero también cierto grado de reflexión. La rabia contenida de algunos afines al MAS, más allá de mostrarnos el nivel de vileza de ese gobierno, nos está interpelando como sociedad. ¿Qué hicimos en estos años para eliminar el racismo? ¿Cómo educamos a nuestros hijos? ¿Cómo hablamos de los que consideramos los otros? ¿Qué representaciones sostenemos sobre nosotros y los demás?

No pretendo exculpar a la élite masista por la manipulación inmoral que han hecho de las diferencias étnicas para consolidar su poder y privilegios, pero es fundamental, para crecer como sociedad, sincerarnos, mirarnos detenidamente, mirar nuestro entorno y aceptar la realidad. Jacques-Philippe Leyens afirma que desconfía de los que niegan que son racistas, y todos deberíamos hacerlo; con esto quiero decir que el problema mayor no es que seamos una sociedad racista, sino que lo neguemos y que no hagamos nada al respecto.

El racismo es un problema estructural que ha permeado a toda la sociedad y, en consecuencia, a todos los grupos sociales. No solo se encuentra en los colegios elitistas de los que se ocupa Fernando Molina, y a los que asistieron sus hijos, ni en las relaciones que establecen las familias de clases medias con las trabajadoras del hogar, que también él contrata. Está en el jardinero quechua que aconseja buscar “hombrecitos” para realizar trabajos que ya no le parecen dignos, en los cocaleros que explotan a los yurakarés en sus plantaciones de coca y los llaman “yuritas”, en todas esas pieles morenas que celebran el nacimiento de hijos “blanquitos”; algunos ejemplos de una lista interminable de situaciones cotidianas que nos envuelven.

En estos 14 años, muchos pensamos que habíamos avanzado, pero no. Y no es que el gobierno del MAS haya fracasado por inexperiencia, incapacidad o falta de mecanismos efectivos y coherentes para lograrlo; trabajó denodadamente en profundizar las diferencias, porque se fortalecía con ellas y porque, en momentos de conflictividad, el racismo ha sido su arma más potente.

La lucha por la recuperación de la democracia que muchos hemos asumido en los últimos años, y con mayor énfasis en el 2019, ha soslayado esta realidad. Los mensajes que nos han dado las últimas elecciones nos indican que es el momento de afrontar este problema, como parte sustancial de esa lucha democrática, y como el camino que nos conducirá a la reconciliación social, que, pese a las promesas, de acuerdo con la historia, no va a propiciarse desde arriba.

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