El canciller mexicano, Marcelo Ebrard ha justificado sus decisiones en relación a la crisis que desencadenó en Bolivia la elección presidencial del pasado mes de octubre, con el argumento de que ha actuado conforme a las tradiciones de la política exterior mexicana de no intervención y de otorgar asilo a los perseguidos políticos. No obstante, su interpretación de la tradición a la que alude en realidad la desvirtúa y la traiciona, porque las acciones que ha emprendido la Secretaría de Relaciones Exteriores en este embrollo son, sin lugar a dudas, intervencionistas y han generado una atmósfera de conflicto regional que profundiza las divisiones que hoy separan a los latinoamericanos. Esta situación es indeseable en estos momentos de vulnerabilidad del país frente al exterior.
Según la información pública, el gobierno mexicano ofreció asilo político al presidente Morales, antes de que él lo solicitara. La iniciativa mexicana partió de una calificación de los acontecimientos de la política interna boliviana, que trató de “golpe” la movilización que obligó a Evo Morales a renunciar a la presidencia, luego de una elección —que sería su segunda reelección— que la misión de Observadores de la OEA consideró “fraudulenta”. Vista desde la tradición de la política exterior mexicana la postura del canciller Ebrard viola la esencia misma del principio de No Intervención, que no juzga ni se pronuncia de ninguna manera en relación al gobierno de otro país, cualquiera que sea, y cualquiera que haya sido la vía por la que llegó al poder. Una segunda violación al mencionado principio es la advertencia del canciller de que México no reconocerá al gobierno militar que se instalaría en Bolivia hasta que se celebren nuevas elecciones.
En realidad la política mexicana hacia Bolivia se acerca más a la postura que adoptaron los gobiernos panistas de Vicente Fox y de Felipe Calderón frente a Hugo Chávez y a Nicolás Maduro en Venezuela, que a la política hacia la revolución cubana, que es emblemática del principio de No Intervención, a la que —imagino— quiere acogerse el canciller Ebrard.
No es esta la primera vez que la política de asilo genera problemas como los que vive la embajada mexicana en La Paz en estos momentos. Cuando el presidente Ruiz Cortines otorgó asiló al presidente guatemalteco, Jacobo Arbenz, cientos de guatemaltecos rodearon la embajada mexicana y exigian que el embajador Primo Villa Michel fuera declarado persona non grata. Después de difíciles negociaciones, el gobierno golpista encabezado por Castillo Armas otorgó el salvoconducto para que pudieran salir del país Arbenz y su familia. Estuvieron en México dos o tres meses y viajaron a Europa de vacaciones, pero cuando quisieron regresar el gobierno ruizcortinista les negó la entrada, como se la negó al Shah de Irán, Reza Pahlevi en 1979, en una situación similar. Así que la política de asilo de México ha sido menos vertical de lo que sostiene la versión oficial: a Pablo Neruda se le negó el asilo en 1948, y años antes, en 1940 —tal y como lo documenta Daniela Gleizer en su espléndido libro sobre El exilio incómodo— se negó la entrada a un grupo de cientos de judíos que huían de la barbarie nazi y que pretendían desembarcar en Veracruz.
A la mejor es cierto, como afirmó el secretario Ebrard, que en el caso del expresidente Morales, el gobierno mexicano actuó por razones humanitarias; pero es más que probable que también haya tenido otros motivos. Descarto la hipótesis de que se trata de una estrategia de promoción personal del canciller, porque me parece banal. En cambio, puedo imaginar que el objetivo es compensar, a ojos de la opinión pública, los efectos de la sostenida cesión de soberanía en que se ha convertido la política hacia Estados Unidos. Algo así como: “Dicen los críticos que hemos agachado la cabeza frente al presidente Trump; para que vean qué tan independientes somos, miren ahora lo que hacemos: apoyamos a un adversario del imperialismo —Evo Morales—. Formamos parte —y no— de los gobiernos de izquierda que han llegado al poder en la región”.
Además, el secretario Ebrard quiso hacer de nuestra reyerta con los bolivianos un llamado a la unidad nacional, y ha llevado su orgullo herido por los insultos que han proferido contra nuestro presidente a los tribunales internacionales, porque aparentemente eso le duele más que las humillaciones y ofensas que nos ha dirigido Donald Trump, que sólo han merecido el “respeto” del presidente López Obrador.