Por: Edwin Herrera |
La segunda embestida mundial del coronavirus, más rápida y más letal, está elevando la tasa de mortalidad –cantidad de fallecidos por cada 100 mil habitantes– en Bolivia de manera acelerada, según datos recientes de la universidad estadounidense John Hopkins, y no está siendo asumida por el Estado como alerta de máxima preocupación, pese a que cada día perdemos bolivianas y bolivianos, entre jóvenes, adultos y personas de la tercera edad en unidades de cuidados intensivos, en casas particulares y hasta en vía pública porque salen de sus domicilios a cumplir sus actividades diarias, porque no cumplen las mínimas reglas de bioseguridad, porque cometen excesos creyendo que todo pasó y porque es evidente la inacción estatal para frenar este ascenso.
Al 12 de este mes, la tasa de mortalidad en Bolivia es de 82,9 muertes por coronavirus, acercándonos al dato más alto de América que se sitúa en Perú con 119,6 muertes por cada 100 mil habitantes en ese país, con el cual tenemos una extensa frontera y donde existe una enorme circulación de personas que abarca departamentos bolivianos del norte y del occidente. La preocupación gubernamental se ha concentrado en la venidera vacunación masiva como si fuera la varita mágica que frenará en seco el estallido de contagios en la segunda ola de la COVID-19 y el número de muertes que se acercan sostenidamente a las diez mil en todo el país, sin tomar en cuenta que existen casos de decesos a causa de la pandemia que no son reportados como tales.
Nada se puede hacer ante la muerte, se dice generalmente. Pero cuando un familiar o una persona conocida, de cualquier condición social o económica, contrae el coronavirus, presenta síntomas y pasa a un cuadro clínico complicado, surgen como naturalizados los sentimientos de impotencia y resignación, que en el fondo son una derrota anticipada porque se sabe de la precariedad del sistema de salud, la saturación de los hospitales, la falta de especialistas y la inexistencia de un plan efectivo de prevención y contención. Es entonces que se comienza a perseguir el milagro de que se abra un espacio en alguna Unidad de Terapia Intensiva o que al menos se pueda conectar al paciente a un sistema de oxigenación para que junto al esfuerzo de los médicos destinados a la atención de casos COVID-19 evite más muertes en el país por la pandemia.
Autoridades municipales, colegios de médicos, entes cívicos, dirigencias sindicales y políticas, además de especialistas y opinadores, han propuesto medidas concretas para intentar frenar la escalada, por ejemplo una nueva cuarentena de hasta cinco días. Al frente, el gobierno mantiene su apuesta de que la vacunación será la solución definitiva sin tomar en cuenta que no tendrá carácter inmediato, no llegará a toda la población y hasta ahora no cuenta con un plan logístico de distribución y aplicación. En medio de este panorma se encuentra la gente, librada a su suerte, que con consejos prácticos para evitar los contagios, colectas de recursos y medicamentos, y hasta con cadenas de oración, busca que la muerte por COVID-19 deje de reinar en el país.