Por Jenny Ybarnegaray Ortiz.-
En Bolivia, la violencia en contra de las mujeres ha escalado a niveles inconcebibles hace no más de una o dos décadas. Hay quienes afirman que esto no es así, que siempre fue igual, que la única diferencia en relación con décadas pasadas es que ahora se la ha visibilizado y que, en consecuencia, ahora se conoce más. Yo no estoy de acuerdo con esta afirmación, observo que en las últimas décadas se ha incrementado, tanto en cantidad cuanto en niveles de crueldad.
La semana pasada nos hemos informado de dos sentencias relacionadas con dos hechos de violencia extrema e irreparable: la violación múltiple y muerte de Jhoselin Calani (Oruro), una adolescente de 16 años que perdió la vida a consecuencia de agresiones brutales cometida por cuatro muchachos, tres de los cuales han sido condenados a la pena de seis años de prisión (en consideración a su edad), y la muerte de Andrea Aramayo Álvarez (La Paz), ocurrida en 2015, por la que se ha sentenciado como feminicida a William Kushner, el hombre que causó su muerte, con la pena máxima de treinta años de presidio sin derecho a indulto. Aunque las circunstancias de ambas muertes fueron muy distintas, la coincidencia temporal de las sentencias tienta a la comparación. Yo no lo voy a hacer, dejo las comparaciones a juicio de quienes así lo consideran útil y oportuno.
Al menos en La Paz, ningún caso similar mereció más debate en las redes sociales que el de Aramayo/Kushner, al punto de haberse formado grupos defensores de ambas partes, cada uno más furibundo que el otro. He guardado en mi archivo personal prolongados debates al respecto que, más allá del trágico hecho, dan cuenta de otros temas que me detendré a analizar en otro momento con mayor profundidad y que tienen que ver con cuestiones de clase social, de inocultable aborrecimiento al feminismo, y otros.
Ese debate se ha vuelto a posicionar en las redes luego de la sentencia. Mi lectura de los debates me lleva a una conclusión fundamental: lo que en verdad está en tela de juicio, más allá del hecho mismo, es la propia justicia boliviana. Lamentablemente, existen nefastos precedentes, como por ejemplo la sentencia amañada en contra del médico Jhiery Fernández, que permiten dudar de la justeza de cualquier otra sentencia penal. Con base en esa duda razonable, ahora también se pone en cuestión la de William Kushner a quien sus defensores consideran víctima de un sistema penal corrupto, y que no merece semejante condena por un “simple accidente de tránsito”, aun cuando fuere con agravantes, por haber huido de la escena del crimen. En cambio, observo en esas mismas personas un aberrante y morboso afán de escudriñar en la vida de la víctima, hasta en sus más íntimos detalles, para buscar la culpa en ella, actitud que se repite frecuentemente en cualquier caso de violencia en contra de una mujer.
Coincidentemente, la semana pasada, la ANF da cuenta del “Índice de Estado de Derecho 2020”, que “abarca 128 países y jurisdicciones” entre los cuales Bolivia queda muy mal parada: “Y sobre el sistema de justicia penal, que es un aspecto clave del Estado de Derecho, pues es el mecanismo para reparar agravios y emprender acciones hacia los individuos que cometan delitos contra la sociedad, Bolivia ocupa el puesto 127, apenas mejor que Venezuela”. Este factor considera a la policía, defensores, fiscales, jueces, y personal penitenciario”. Bajo la lupa de esa evaluación ¿alguien estaría en condiciones de “poner las manos al fuego” por la justicia boliviana? Yo pienso que nadie en su sano entendimiento podría hacerlo. Es por ello que cualquier actuación del órgano judicial se pone en duda, ninguna sentencia satisface a toda la población y el debate se traslada de los juzgados a las redes sociales donde todo el mundo tiene algo que decir, sea en defensa o inculpación del acusado y/o de la víctima.
Otro problema que percibo en medio de estos debates es el cuestionamiento lapidario hacia la ley 348. Han sido los movimientos de mujeres, sobre todo feministas, los que han puesto esta cuestión en la agenda pública hasta lograr que se sancione la “Ley Integral para garantizar a las mujeres una vida sin violencia” (Ley Nº 348, de 9 de marzo de 2013), en concordancia con el artículo 15 (párrafo II) de la CPE aprobada en 2009. Habida la norma, su proceso de aplicación ha tropezado con sinfín de dificultades, resistencias que en el fondo vienen de un sistema patriarcal que otorga a los hombres el derecho “natural” de controlar y disciplinar el comportamiento de las mujeres. Esto no es percibido claramente por la mayoría de la sociedad, a la que aún le cuesta admitir que tal derecho natural no lo es y que las mujeres no somos objetos de propiedad de nadie. Esas resistencias adquieren diversas formas, desde la banalización de la violencia, pasando por apologías que justifican a los violentos y culpabilizan a las víctimas, y llegan al propio sistema de justicia donde prima ese “sentido común” (patriarcal) por encima de la ley.
Centenas de mujeres mueren cada año en Bolivia en manos de sus parejas o exparejas, miles de mujeres son constantemente agredidas por los mismos y/u otros miembros de sus entornos familiares y laborales, esa es una verdad inobjetable que, lamentablemente, no sólo se atreven a poner en duda los propios agresores al momento de justificar sus actos y quienes se sienten identificados con ellos, sino también muchas mujeres incapaces de ponerse en el lugar de las otras porque quizás no han vivenciado la violencia y también piensan que ellas, las agredidas, “algo han debido hacer” para merecerlo. Mientras esa mentalidad persista, mientras se siga cargando la culpa mayor en la víctima y no en el agresor, seguiremos necesitando de una ley que nos proteja.
Entre quienes defienden la inocencia del sentenciado por feminicidio de Andrea Aramayo, he leído adjetivaciones de todo tipo en contra de la norma, desde “draconiana” hasta “discriminatoria”, demandando su revisión. Ninguna norma es perfecta, lo sabemos, también la ley 348 puede ser sometida a revisión, no tengo problema alguno con ello. Nosotras mismas, las feministas, tenemos serias críticas a su aplicación, somos las primeras en apuntar las graves falencias que impiden su correcta puesta en práctica, desde las estructurales, como la antes señalada, hasta las administrativas y financieras. Y a ello apuntamos, a corregir todo aquello que impide aplicarla con rigor y sentido de justicia.
Donde yo me paro con firmeza es en la cuestión de principios que establece la ley, principios surgidos tras décadas de debates, respaldados en datos, que dan cuenta de los extremos de la violencia machista en contra de las mujeres de este país. Pretender esconder esta realidad, so pretexto de una sentencia dudosa para un sector de la población, me parece un despropósito inaceptable que ninguna persona con sentido común y medianamente informada, mucho menos una feminista como yo, estará dispuesta a ceder ¡jamás!