Por: Marco Antonio Gandarillas - CEDIB
El que, encarnado en sus cómplices, quiere quemar Bolivia.
El que quemó 5,3 millones de hectáreas. El que pretende decretar la perpetuidad de la tragedia climática. Ofrendó -qué ofensa a palabra tan sagrada- el bosque seco chiquitano a los dioses del progreso y del consumo. A sus acólitos ganaderos y soyeros, y cocaleros.
El que, al modo Melgarejo, intenta entregar los parques nacionales y las reservas naturales a la voracidad colonial de sus acólitos cocaleros, y sus cómplices depredadores. El Tipnis le dijo no y los reprimió en Chaparina. Tariquía resiste, el Madidi resiste, pero el neoMelgarejo agrede, embiste, atraca, asalta.
El que quemó la Alcaldía de El Alto. Y la vida de seis bolivianos. Por venganza, por resentimiento, por mezquindad. Porque una mujer lo desafió y lo derrotó. Y él, el más macho, no pudo tragarse su vanidad y agachar la cabeza.
El que quemó el gas. El gas que consumimos está subsidiado en un 50%. El gas que producimos es cada vez menor en cantidad y mayor en precio. Y falta relativamente poco para que todo el gas que producimos debamos destinarlo al consumo interno. El gas que se hace gas. Quemándose en las veleidades del museo en un pueblo destinado a guardar la memoria olvidada de aquel que quiso ser el supremo y apenas fue una confusión en la historia de las pequeñas cosas diminutas, minúsculas, irrisorias.
El que quemó la soberanía alimentaria. Ahora importamos 25.000 t de papa, 5.000 t de tomate, 53.000 t de fruta. Importamos un tercio de lo que comemos. Pero él no sabe nada de eso, claro, porque no come, porque se alimenta de la vanidad ostentosa de la pompa, de la fatuidad, de la gloria vana. De las flatulencias de su espejo.
El que quemó la coca al convertirla en cocaína. El enviado del dios de la blanca para enviciar a los débiles, banales, triviales, insustanciales adoradores del proveedor del vacío.
El que quemó lo poco de honestidad que alguna vez habitó esa voluntad de poder. El que convirtió los raudales de moneda en raudales de ambición y codicia, y avidez y apetencia obesa convirtiéndose en el Gobierno más corrupto de la historia de este nuestro país que jamás mereció semejante cacareo de idolatrías de crecimiento falaz.
El que quemó lo poco de economía formal que estábamos construyendo con más empeño que talento. Éramos pobres pero altivos. Tupaj Katari, Pedro Domingo Murillo, Marcelo Quiroga Santa Cruz, lo prueban. Ahora él, el Presidente que se vanagloria de un país de trabajadores informales forzados al contrabando, al comercio, al alijo, al fraude, es sólo alguien que cree que porque vuela de su helipuerto a su cancha de pasto sintético lleva consigo el sudor de nuestra frente que sobrevive contra viento y marea. No lo hace. No nos representa. Es apenas un forúnculo, una pústula, un absceso, en nuestras madrugadas de mañaneras del trabajo.
El que quemó la voluntad democrática. Ignoró un referendo convocado por él mismo, seguro de merecer la adoración, veneración, fervor, éxtasis de nosotros, sus fieles. Dios con pies de barro; deidad de la farsa; divinidad de la superchería. El tercio que todavía lo vota habita la ceguera urgido por el memorial del desastre y la tragedia del trauma. Política, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
El presidente de las cenizas quiere hacer de sus tripas corazón de todos. Pero esas tripas son vísceras de la inmundicia. Esas tripas son una horda de saqueadores de ese mar de podredumbre en que han convertido al Estado y en el que necesitan hundir al país para convertirnos a todos en cómplices del latrocinio.
Pero todos vivimos cada día la movilización de la democracia como el lugar de una victoria imposible. Esta batalla antigua y de siempre nos revela que quienes la luchan lo hacen para sostener las virtudes elementales del ser humano.
Amar, aprender, dialogar. Virtudes menores en todas las épocas imperiales -que son casi todos los tiempos de la historia-, virtudes de aquellos de quienes la historia no registra los nombres, esas virtudes cotidianas que revelan lo mejor de nosotros. Porque somos el fuego que renace. La tea encendida. Morir antes que esclavos vivir. Siempre de pie, nunca de rodillas. O mejor: resolana debajo de la piel, resolana de la vida diaria.